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Ramón Pez Ferro, el único sobreviviente de la toma del hospital civil Saturnino Lora

Fuentes: Juventud Rebelde

El único sobreviviente Ramón Pez Ferro, el único hombre sobreviviente de la toma del hospital civil Saturnino Lora, rememora aquellas jornadas, a 60 años de la epopeya

Seguro, confiado, tranquilo. Así marchó Ramón Pez Ferro al Moncada. Sus escasos 19 años de edad no minimizaron su disposición para el combate y, de hecho, desde hacía bastante tiempo se preparaba junto a otros artemiseños para una acción armada.

El joven de Candelaria devenido hijo de la Villa Roja tenía para ese entonces todo un aval de lucha revolucionaria, vinculado a la dirección de la Juventud Ortodoxa y ligado a cuanta protesta estudiantil involucraba a sus compañeros del Instituto de Segunda Enseñanza de Artemisa.

Sesenta años parecen no haber borrado los recuerdos de aquellas jornadas gloriosas de las que fue protagonista. Por eso, mientras habla, cierra a veces los ojos, y hasta parece que revive los momentos. Quizá es su manera de ver nuevamente a los compañeros de lucha que perdieron la vida en las acciones del Moncada.

«Los jóvenes de Artemisa estuvimos entre los primeros cubanos que se pronunciaron contra el golpe de Estado de Fulgencio Batista, el 10 de marzo de 1952. Para esa época yo era miembro del ejecutivo municipal de la Juventud Ortodoxa, me desenvolvía entre los muchachos que exigían ciertas reivindicaciones estudiantiles y era perfecto guía de la Asociación de Jóvenes Esperanza de la Fraternidad, perteneciente a la logia masónica Evolución».

Su amplia trayectoria como dirigente juvenil y su posición abierta ante el régimen corrupto fueron claves en su elección como miembro de la primera célula del Movimiento que surgió en Artemisa. Cuando Fidel contactó con José (Pepe) Suárez Blanco y le orientó agrupar a jóvenes de Pinar del Río, Pez Ferro estuvo entre los primeros contactados.

«Me considero un privilegiado, por haber pertenecido a esa célula central de la que derivaron otras. El Movimiento tenía una estructura muy sólida y los planes y entrenamientos se desarrollaron en absoluto secreto. El proceso de reclutamiento era muy riguroso. Cuando decidíamos comentarle a alguien era porque lo conocíamos, sabíamos cómo pensaba, dónde trabajaba, sus ideales y modos de actuar. Este fue un Movimiento de obreros, trabajadores y campesinos que anhelaban para Cuba un futuro mejor».

Por su posición como perfecto guía de la logia, usaba fácilmente el local sin despertar sospechas. Particularmente rememora el encuentro con Fidel en ese lugar.

«Ya avanzados los preparativos, sostuvimos allí un encuentro con Fidel, acompañado de Pastorita Núñez. Esa noche extremamos las medidas de discreción: dispusimos del templo masónico y apagamos las luces. Solo permanecieron encendidos los tres bombillos del ara, uno en cada punta del triángulo».

«El momento fue impactante, y el propio Fidel nos explicó en detalles los objetivos de nuestro Movimiento: nos proponíamos, además de derrocar a la dictadura, cambiar la situación de corrupción, entreguismo y descomposición que reinaba en el país».

Jornadas de intensa preparación marcaron el final del año 1952 y principios de 1953. Prácticas de tiro, reuniones de conspiración, acciones públicas para conmemorar el natalicio de Martí y repudiar el golpe de Estado fueron comunes en esta etapa. Pero llegó el momento de la acción armada, y Pez Ferro estaba decidido a ser parte de ese grupo que iría en la avanzada.

«Una semanas antes del 26 de julio nos citaron para el apartamento de Abel y Haydée en 25 y O, en el Vedado. Allí estaba Fidel, quien nos indicó que en los días siguientes realizaríamos un entrenamiento especial, de varias jornadas, y que debíamos preparar condiciones en nuestras casas para evitar sospechas. Fue un momento en que Fidel reconoció la forma en que se había organizado el Movimiento en Artemisa. Ese día, al llegar a mi casa, tuve la seguridad de que aquella salida implicaba la acción armada para la que tanto nos habíamos preparado.

«En Artemisa y en toda Cuba éramos muchos los jóvenes dispuestos a llegar hasta las últimas consecuencias, pero nos golpeaba la escasez de armas, municiones y recursos para llevar a cabo una acción armada de gran magnitud, que involucrara a todos; de ahí que solo los más preparados fueron.

«El 24 en la mañana se nos dijo que en la noche debíamos estar en La Habana, en un bar cafetería ubicado en Zapata y 23. Como a las 9:00 p.m. llegamos y estuvimos hasta aproximadamente las 11:00, lo más discretamente posible, sin hablar entre nosotros, para no despertar sospechas. Incluso Fidel entró al bar en dos ocasiones y llamó por teléfono. Una hora más tarde salimos en unos automóviles, con rumbo desconocido.

«El chofer tenía indicaciones de no revelar el destino y solo lo dijo cuando prácticamente estábamos entrando a Oriente. Aunque no sabíamos el objetivo exacto, teníamos plena confianza en la dirección del Movimiento y estábamos dispuestos a seguir adelante. En Santiago nos alojamos, y como a la una de la mañana vinieron por nosotros y nos trasladaron a la Granjita Siboney».

Después sobrevinieron momentos trascendentales, decisivos, instantes en que la vida pendió de un hilo. Incluso todavía Pez Ferro no sabe si fue la suerte quien lo acompañó aquel 26 de julio. Lo cierto es que su nombre figura como el del único asaltante hombre que sobrevivió al odio de la tiranía dentro del hospital civil Saturnino Lora. Melba Hernández y Haydée Santamaría serían las mujeres que salieron con vida de aquella carnicería desatada por los batistianos.

«A mí me correspondió tomar el hospital, bajo el mando de Abel Santamaría. Hasta ese sitio nunca llegó la orden de retirada; combatimos hasta que se acabaron las balas. Entonces nos reunimos en el vestíbulo a analizar la situación, y fue cuando un veterano de la Guerra de Independencia se acercó a nosotros espontáneamente y pidió un arma para disparar. Le explicamos la situación y se ofreció a colaborar en lo que pudiera. Luego Tomasito (Tomás Álvarez Breto), que incluso era vecino mío, le dijo al anciano que me hiciera pasar por su nieto».

Pez Ferro parecía tener menos edad. Era delgado y se había puesto debajo la ropa de civil para que le sirviera el uniforme de militar. Todo esto lo ayudó a pasar casi inadvertido entre los asesinos de la tiranía.

«La idea de Tomasito me parecía rara, pero el veterano accedió. Incluso teníamos cierto parecido, y yo aparentaba mucho menos edad de la que tenía. Me deshice del uniforme, y me senté al lado de la cama. Ni se fijaron en mí. Luego el veterano habló con ellos y les pidió que me dejaran ir, pues la familia estaría preocupada. Me marché de allí, en medio de una ciudad desconocida, revuelta, y llena de asesinos sedientos de sangre por las calles».

Sin dinero en el bolsillo, el muchacho recurrió a vender algunas prendas para comprar un pasaje. Durante el viaje también una señora lo ayudó para que llegara a casa de su abuela, residente en Marianao, pero ya los esbirros sospechaban de su participación, pues había desaparecido de Artemisa, junto a otros implicados en el asalto.

«Como a cada rato mi padre me hacía la visita, lo siguieron un día y me detuvieron. Fui a juicio, pero Fidel nos había orientado a algunos de nosotros negar la participación, y como no tenían pruebas, salí absuelto, aunque en el juicio elogié la actitud de los asaltantes y cuando me preguntaron si hubiera accedido a participar en la acción, de haberme hecho la propuesta, contesté afirmativamente».

Participar en el asalto al cuartel Moncada avivó el espíritu de lucha de este joven y fueron muchas las acciones en las que participó posteriormente. La tiranía lo perseguía constantemente, estuvo preso, fue golpeado y hasta debió exiliarse de su tierra. El triunfo de la Revolución lo sorprendió en Estados Unidos, en una actividad con un grupo de compañeros.

Entonces Pez Ferro regresó a Cuba, para ser partícipe de todo ese programa de transformaciones que se proponían llevar adelante tras las acciones del 26 de julio. Manifiesta sentirse satisfecho con la gran obra de la Revolución, esa que borró de una vez los males de aquella República y por la que derramaron su sangre tantos compañeros de lucha.

Aunque ya no vive en Artemisa, regresa a cada rato al barrio La Matilde, y una andanada de recuerdos vienen a su mente. Y es que en ese lugar comenzó todo, se gestó todo. Allí convivieron sus hermanos de lucha: Julito, Ramiro, Tomás Álvarez Breto, y es allí precisamente donde descansan los restos de los caídos, esos a quienes Pez Ferro no ha podido olvidar. Cuando se los nombro puedo percibir que se le aprieta el corazón. Cierra los ojos y hasta imagino que aprisiona alguna lágrima. Pero mantiene la firmeza, la misma que lo acompañó al Moncada, esa que lo hizo empuñar el fusil con solo 19 años y un caparazón aparentemente endeble, que guardaba, y guarda, un corazón enorme.