Traducido por S. Seguí para Rebelión
Errores frente a crímenes
Una medida útil para calibrar el nivel moral de una cultura política es la naturaleza de lo que se considera una atrocidad, una vergüenza o un escándalo en esa cultura. La guerra de Vietnam -una guerra imperial librada por Estados Unidos contra Vietnam y otros países vecinos- tiene mala reputación en los Estados Unidos. Y esto es una buena cosa, sin duda, pero habríamos de considerar cuál es la principal razón de que dicha guerra ocupe un lugar tan bajo en la memoria colectiva de la nación. No es porque «la crucifixión del Sudeste Asiático» por EE.UU. (como acertadamente la calificó Noam Chomsky en su momento) fuera un monumental crimen, inmoral e imperial, que produjo la muerte de 3 a 5 millones de personas del Sudeste Asiático (junto con 58.000 soldados estadounidenses) entre 1962 y 1975. No, la mala fama de la guerra de Vietnam es debida a que se entiende que el crimen constituyó un fracaso humillante que costó decenas de miles de vidas estadounidenses, provocó protestas masivas y dañó la credibilidad de la política exterior, en un torpe pero supuestamente bien intencionado «error» que terminó con la entrada triunfal de los norvietnamitas en Saigón.
Un «despiste» moral similar enturbia la memoria nacional estadounidense de la invasión y ocupación de Irak realizada bajo George W. Bush y Dick Cheney. Es un lugar común, por ahora, que muchos políticos estadounidenses de ambos lados de división bipartidista del país se refieran a la invasión -absurdamente llamada Operación Libertad Iraquí- como «un error». Lo que no oirán nunca, excepto en los medios marginales, generalmente excluidos de los medios de comunicación y la cultura política de EE.UU., es calificar dicha operación como inmoral, imperial o criminal. Estas descripciones son totalmente apropiadas para una guerra de invasión meridianamente ilegal, no provocada e impulsada por imperativos descaradamente petroimperiales, racistas y de negocios, aprobada en el Congreso por la entonces senadora Hillary Clinton y muchos otros demócratas de la línea dura (…) este asombroso delito imperial supuso la muerte de 1.000.000 iraquíes, heridas y desplazamiento de varios millones más y la devastación de la infraestructura social y civil en toda Mesopotamia. No obstante, se puede argüir que la invasión fue un «error», pero sólo en el mismo sentido que Vietnam: como una política bien intencionada que no funcionó.
La misma nada insulsa envuelve los debates sobre la práctica de las «técnicas reforzadas de interrogatorio» (tortura) por el ejército estadounidense y la CIA, y los ataques con aviones no tripulados asesinos en el mundo musulmán a raíz de los ataques aéreos del 11 de septiembre. Las discusiones tratan principalmente acerca de si estas herramientas archicriminales terribles funcionan o no en la llamada guerra contra el terrorismo, que debería calificarse con mayor precisión como «guerra terrorista». El hecho de que estos intolerables métodos y armamentos hayan traumatizado, mutilado y matado a seres humanos a escala masiva no viene al caso, toda vez que el tío Sam nunca es un criminal. «Estados Unidos», afirmó la Secretaria de Estado de Bill Clinton, Madeline Albright, en 1999, «es el bien. Tratamos de hacer el mayor bien posible en todas partes.»
Watergate frente a COINTELPRO
El infame escándalo del Watergate es otro ejemplo significativo. Un robo no demasiado importante cometido en la sede nacional del Partido Demócrata en 1972 por un puñado de gánsteres de poca monta al servicio del Comité Nacional del Partido Republicano se convirtió en una obsesión gigantesca de los medios de comunicación de todo el país y condujo a la dimisión del presidente estadounidense Richard Nixon. Sin embargo, no era nada comparado con COINTELPRO. Como el destacado intelectual de izquierdas estadounidense Noam Chomsky explicó hace ya 25 años:
«En el mismo momento, exactamente, en que se descubrió el Watergate, se estaban denunciando ante los tribunales al amparo de la Ley de Libertad de Información (Freedom of Information Act) una serie de operaciones masivas del FBI destinadas a socavar la libertad política en los Estados Unidos, operaciones que alcanzaban hasta la época de Roosevelt pero que realmente habían cobrado importancia durante la presidencia de Kennedy. Se trataba del ‘COINTRELPRO’ [abreviatura de «Counterintelligence Program»], e incluía una amplia gama de actividades … el asesinato, al estilo de la Gestapo, de un líder de los Panteras Negras [Fred Hampton]; … la organización de disturbios raciales en un intento de destruir los movimientos negros; … ataques contra el Movimiento Indio Americano (AIM), el movimiento de mujeres, etc.; … quince años de interferencia del FBI en el Socialist Workers Party, incluyendo asaltos a sus locales por el FBI, robo de listas de miembros y utilización de éstas para amenazar a las personas, o hacer que sus empleadores las despidieran de sus puestos de trabajo, etc. Este sólo hecho … ya es de por sí mucho más importante que … la actuación de una bola de pequeños delincuentes salidos de una película de los Hermanos Marx entrase una vez en la sede del Comité Nacional Demócrata. El Socialist Workers Party era un partido político legal, después de todo … y los perpetradores no eran un grupito de mafiosos, sino que era la policía política del Estado, lo que lo convierte en un hecho muy grave… En comparación, el Watergate fue una acción de tres al cuarto.» (Chomksy, Understanding Power [New Press, 2002], 118).
Muy grave, diríamos, para cualquier persona que se preocupe por las libertades civiles básicas. Pero no suficientemente grave para el Washington Post y otros medios de comunicación corporativos obsesionados con el Watergate, que es lo que explica que recibamos respuestas de incomprensión («Cointel… ¿cómo es eso?») por parte de la inmensa mayoría de estadounidenses cada vez que mencionemos «el escándalo de COINTELPRO».
Misiles, golpes de Estado, y asesinatos masivos frente a cigarros y un vestido manchado
Pero el Watergate e incluso COINTELPRO fueron delitos de poco fuste si los comparamos también con las transgresiones de los presidentes Lyndon B. Johnson y Richard M. Nixon en el extranjero. Éstas incluyeron, en el caso de Nixon, el bombardeo secreto genocida de Camboya (que condujo al ascenso del régimen protogenocida de Pol Pot) y el apoyo y la coordinación por parte de Estados Unidos de un golpe militar fascista que derrocó al gobierno chileno democráticamente elegido de Salvador Allende y mató a miles de trabajadores y activistas en 1973. Durante las audiencias televisadas del Watergate, nadie en los medios de comunicación reinantes o en el Congreso se molestó en citar que Nixon había realizado «una de las campañas de bombardeo más intensas de la historia en zonas densamente pobladas de un país campesino [Camboya], matando quizá a 150.000 personas» (Chomksy, Understanding Power [New Press, 2002], 120).
El Watergate fue también un delito mucho más insignificante que el chanchullo Irán-Contra de la administración Reagan. En este escándalo -con participación de miembros de la élite militar de Estados Unidos, la Casa Blanca y el alto funcionariado de inteligencia- se trataba de la financiación ilegal de los terroristas nicaragüenses de derechas conocidos como la «contra» mediante la venta en secreto de misiles a Irán. Teniendo muy presente la lección extraída por el establishment estadounidense de que la independencia y libertad de la prensa de los años sesenta había ido demasiado lejos con la cobertura del Watergate, los jefes de los medios corporativos estuvieron de acuerdo en no informar del escándalo Irán-Contra, al punto que pudiera haber obligado a otro presidente-delincuente de Estados Unidos a dimitir, esta vez en relación con un asunto que ponía explícitamente en cuestión la idea de que la política exterior estadounidense siempre se lleva a cabo con intenciones buenas y nobles.
Gracias en buena parte a ese acuerdo, el siguiente escándalo más grande de la memoria oficial de Estados Unidos después de Watergate no fue el asesinato de miles de campesinos nicaragüenses sino una indecorosa manchurrona -con restos del ADN de Bill Clinton- sobre el vestido azul de una joven becaria de la Casa Blanca. Clinton goza actualmente de una popularidad notablemente alta en EE.UU. Y ello gracias a la no escasa ayuda de los medios de comunicación corporativos, que contribuyeron casi a forzar su renuncia ante un escándalo presidencial monumental hace dos décadas.
Así pues, ¿qué condujo a Clinton, al borde de la defenestración de la Oficina Oval, a la aprobación del súper regresivo y corporativista Tratado Norteamericano de Libre Comercio (TLC) por encima y en contra de sus promesas de campaña de no firmarlo?, ¿fue quizás su promoción y firma de la supresión de los derechos de las familias pobres a una asistencia federal mínima en efectivo en nombre de la «reforma del bienestar», mientras abrazaba el bienestar corporativo endémico y promovía la mortal desregulación de las altas finanzas?, ¿fue quizás la humillación a Rusia, el criminal bombardeo de Serbia (con pretextos de lo más falso) y en general desarrollando una nueva guerra fría con Rusia que contribuyó a aplastar las esperanzas de un desvío de recursos desde el «sistema Pentágono» a la satisfacción de necesidades humanas y sociales desesperadamente necesarias?, ¿o fue la imposición de las salvajes «sanciones económicas» que mataron a más de un millón de iraquíes? No, lo que casi resultó ser la perdición de Clinton fue el infantil asunto Monica Lewinsky-cigarro-felación, una de las frecuentes y sórdidas aventuras sexuales de Wild Bill y las tontas mentiras que contó sobre su trapicheo privado.
«Los dueños del lugar»: Clinton frente a Edwards y Nixon
Clinton ha sido perdonado y redimido en el mundillo de la cultura y los medios de comunicación «mainstream» de Estados Unidos. Pero esta exoneración no se extenderá a John Edwards. Las razones de este contraste incluyen la particularmente retorcida naturaleza de la transgresión de Edwards (cometida mientras su esposa, Elizabeth Edwards, luchaba contra un cáncer en su fase terminal) y su posterior encubrimiento. Al mismo tiempo, sin embargo, el loco John Edwards cometió un pecado aún más imperdonable en esta «democracia» gestionada por las corporaciones. Edwards hizo campaña con elocuencia, con pasión y tal vez incluso sinceramente contra la élite adinerada y la dominación corporativo-financiera de las dos organizaciones políticas líderes en el país. Lo dijera en serio o no, el candidato Edwards se pasó de la raya en materia de concentración de la riqueza.
La comparación más interesante es la de Clinton con Nixon. Al reflexionar sobre por qué Nixon fue expulsado de la Casa Blanca por la «trivialidad» de Watergate, Chomsky señala que «se hizo un montón de enemigos poderosos» cuando destrozó el sistema de Bretton Woods creado a finales de la II Guerra Mundial. El marco de Bretton Woods fijaba el dólar como moneda de reserva mundial vinculada al oro, y establecía restricciones en las cuotas de importación, amén de otras medidas similares. Dicho marco convirtió, en resumen, a EE.UU. en el líder mundial. Cuando Nixon sacó al país del patrón oro, suspendió la convertibilidad del dólar y elevó los aranceles de importación incomodó a «los dueños del lugar.» Las principales «corporaciones multinacionales y los bancos internacionales confiaban en el sistema [de Bretton Woods] y no les gustó que éste se descompusiera». (Chomksy, Understanding Power [New Press, 2002], 119). Esta ira de las élites por la decisión de Nixon fue evidente en el Wall Street Journal y otros centros de expresión de esos grupos, lo que sugiere convincentemente que más de unos pocos poderosos estuvieron muy felices de ver a Nixon descabalgado.
Clinton, cabe recordar, se mantuvo en la fiel obediencia a los amos corporativos y financieros del país. «Los dueños del lugar» ocuparon puestos clave y mantuvieron una influencia hegemónica en su gobierno, militantemente neoliberal y signatario del TLC. Como señala Charles Ferguson en su interesante libro Predator Nation: Corporate Criminals, Political Corruption, and the Hijacking of America (2012), «las políticas económicas y reguladoras de Clinton cayeron en manos de los conductores designados de la industria [financiera] -Robert Rubin, Larry Summers, y Alan Greenspan- y los banqueros de inversión recibieron claras señales de que podían hacer lo que le viniese en gana.»
Deflategate frente a la promoción del militarismo
Un episodio revelador en la rica historia de la selectiva indignación pública de los Estados Unidos proviene del mundo del deporte. Observen el escándalo de los medios de comunicación de alto perfil que surgió antes del más reciente partido final del campeonato de fútbol americano -la Super Bowl- en relación con unas revelaciones supuestamente impactantes del campeón de la Liga Nacional de Fútbol Americano (NFL), los New England Patriots, en el sentido de que habían manipulado (en inglés, deflated) la presión atmosférica de los balones que utilizaban en sus partidos de acuerdo con las preferencias de su quarterback Tom Brady. Este «deflategate» es un asunto menor, hasta medido en parámetros puramente deportivos, pero ha recibido una atención enorme de los medios y ha estado en el debate popular de los últimos siete meses. Ahora ya se ha convertido en el mayor escándalo de la historia de la NFL.
En realidad, sin embargo, otros dos escándalos relacionados con la NFL merecerían mucha más atención en una cultura moralmente seria. La primera es la campaña de la NFL para socavar y desacreditar las recientes y pioneras investigaciones médicas que demuestran más allá de toda duda razonable que este juego, decididamente cruel y superviolento, que nos vende una liga masivamente rentable y potente tiene un impacto incapacitante y mortal generalizado en el cerebro de muchos de sus jugadores, desde los profesionales de más alto nivel hasta las categorías inferiores. No se trata de una cuestión moral sin importancia si tenemos en cuenta la extrema popularidad del fútbol en EE.UU., donde los más de 1,1 millones de estudiantes de secundaria y más de 90.000 estudiantes universitarios juegan cada año este deporte dañino para el cerebro.
El segundo escándalo tiene que ver con recientes informes de que los equipos de la NFL han recibido millones de dólares del Departamento de Defensa de Estados Unidos a cambio de realizar ceremonias en sus estadios en honor a las tropas y los veteranos estadounidenses antes y durante los partidos. Hay algo más que un poco de mal gusto en que la NFL acepte dinero para hacer el elogio del personal militar del país. La NFL, después de todo, está obteniendo pingües ganancias gracias en gran parte a su íntima relación con Washington. Gracias a su condición de entidad más favorecida por Washington, funciona como un monopolio legal de facto. Está clasificada como una organización de la categoría 501 (c)6, por lo que no paga impuestos. No es pues extraño que los multimillonarios dueños de todos menos uno de los equipos de la liga (los Green Bay Packers pertenecen a sus 360.584 socios) logren grandes ganancias con sus franquicias (ninguna otra liga deportiva importante de Estados Unidos puede decir eso). Uno podría imaginar, sin duda, que estos superricos corporativos no tendrían que cobrar por demostrar un poco de cariño a «nuestras tropas», es decir a las personas que son enviados a matar, mutilar, morir y sufrir heridas horribles en el nombres de la «libertad» y la «civilización». Pero no, los barones de fútbol americano deben obtener su «libra de carne» hasta por esa pequeña «recompensa» que hacen a los «héroes» militares», algo que los políticos republicanos militaristas como John McCain (R-AZ ), Jeff Flake (R-AZ), y Chris Christie han calificado de «vergonzoso» y «escandaloso».
Téngase en cuenta, sin embargo, que lo que no se considera un escándalo es la cobertura y el comentario nacional, atrapado en las arenas movedizas morales habituales del «excepcionalismo estadounidense», basado en el precepto de que Estados Unidos y, sobre todo, sus fuerzas armadas y sus guerras, son inherentemente buenas y nobles: el gobierno federal toma millones de dólares de los contribuyentes para invertirlos en la promoción del militarismo imperial que produce crímenes genocidas como las invasiones estadounidenses de Vietnam e Irak, la tortura y los ataques con aviones no tripulados que han contribuido a empujar a masas de musulmanes en número incalculable a los brazos del Estado Islámico y otros grupos islamistas extremista. Si quitarles el dinero a los contribuyentes para dárselo a los capitalistas del fútbol americano, explícitamente comercial con fines de lucro, es escandaloso, lo es también su entrega a un organismo como el Pentágono supuestamente de mayor moralidad. El Departamento de Defensa gasta el dinero público con la intención de promover su capacidad para atraer a reclutas y continuar la pródiga financiación, con dinero del contribuyente, de dicho Departamento en sus asesinas actividades por todo un planeta devastado por las guerras, en el que el gasto militar de EE.UU. representa casi la mitad del gasto militar total.
El bienestar de los pobres frente al bienestar de los pudientes
No obstante, es bueno, supongo, ver el surgimiento de un escándalo que centra un poco la atención, aunque sea brevemente, en los desembolsos del gobierno federal en favor de los ricos. En EE.UU. durante muchas décadas, los «principales» medios de comunicación y la cultura política han defendido la nociva idea de que hay algo escandaloso en el comparativamente pequeño porcentaje de recursos que el gobierno de Estados Unidos gasta en la asistencia a los pobres. Este sentimiento venenoso y reaccionario contribuyó a la «reforma» (eliminación) a cargo de Bill Clinton (y Newt Gingrich) de los gastos destinados al bienestar social mencionados, una política digna de la época de Charles Dickens que ha demostrado ser desastrosa para muchos millones de estadounidenses pobres en el siglo actual. Mientras tanto, los programas de asistencia del gobierno de Estados Unidos siguen vivitos y coleando, libres de todo escándalo, en beneficio de la minoría corporativa y financiera. Tal como la puntera publicación dirigida al mundo de los negocios Bloomberg Business informó con cierta inocencia a sus lectores de élite (y por lo tanto seguros) hace dos años, al informar sobre una investigación del Fondo Monetario Internacional:
«Los principales bancos de Estados Unidos no son realmente rentables en absoluto … los miles de millones de dólares que supuestamente ganan y que van en beneficio de sus accionistas [son] casi en su totalidad un regalo de los contribuyentes … Los cinco principales bancos -JPMorgan, Bank of America, Citigroup, Wells Fargo y Goldman Sachs- … que ocupan los puestos de mando de la industria financiera de Estados Unidos con casi 9 billones de dólares en activos, más de la mitad del tamaño de la economía de Estados Unidos, a penas llegarían a cuadrar sus cuentas si no fuera por la asistencia de bienestar corporativo. En gran parte, los beneficios que publican son básicamente transferencias de los contribuyentes a sus accionistas.»
Por «bienestar corporativo», Bloomberg Business se refería no sólo a los rescates masivos que los grandes bancos recibieron después de ayudar al desplome de la economía en 2008 y 2009, sino también y sobre todo a la reducción de sus costos de endeudamiento por la política del gobierno federal de prestarles dinero a tasas de interés muy bajas que llegan incluso a cero.
Pero no es sólo en el sector financiero, por supuesto, donde las grandes corporaciones políticamente influyentes reciben subsidios gubernamentales gigantes y la protección del Estado, libres por supuesto de la dura «disciplina de mercado libre» o de la «reforma del bienestar.» El Sistema del Pentágono antes mencionado es en sí mismo una forma gigante de asistencia al bienestar corporativo para las grandes empresas de alta tecnología y otras corporaciones globales de Estados Unidos. Es una de las innumerables formas en que los fondos del gobierno federal protegen a las grandes empresas, incluyendo las empresas altamente subvencionadas y altamente rentables de los combustibles fósiles que están conduciendo a la Humanidad hacia el precipicio de un cambio climático antropogénico radical. Es curioso que todo esto nunca alcance la condición de verdadero escándalo en EE.UU., como tampoco los millones de muertos en otros países, calificados como «daños colaterales» por el imperio estadounidense, particularmente en la rica región petrolífera de Oriente Próximo.
Paul Street es el autor de They Rule: The 1% v. Democracy (Paradigm, 2014). Vive en Iowa (EE.UU) y se le puede contactar en [email protected].
Fuente: http://www.counterpunch.org/2015/05/29/scandalous-reflections-on-scandal/