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Representación sin impuestos

Fuentes: Progreso

La celebración la semana pasada del 4 de julio, el día en que en 1776 los patriotas norteamericanos declararon la independencia de Gran Bretaña -y que en la actualidad se celebra principalmente con festivos fuegos artificiales, el consumo de enormes cantidades de perros calientes que The Miami Herald nos informa que están más caros que […]

La celebración la semana pasada del 4 de julio, el día en que en 1776 los patriotas norteamericanos declararon la independencia de Gran Bretaña -y que en la actualidad se celebra principalmente con festivos fuegos artificiales, el consumo de enormes cantidades de perros calientes que The Miami Herald nos informa que están más caros que nunca, y algunos discursos de políticos que buscan (y generalmente no logran) inspirar-provocó en mí una reflexión acerca del estado de lo que en el siglo 19 el francés Alexander Tocqueville llamó, en su brillante libro, la «democracia en Estados Unidos».

No es un cuadro agradable.

Vivimos en una era en la cual los intereses de la vasta mayoría de los contribuyentes norteamericanos casi nunca – si es que lo hacen alguna vez- son representados por alguno de los dos partidos políticos. Como gran contraste, los deseos de una minúscula minoría de los más egoístas entre los ultra ricos y las ganancias de las grandes corporaciones -entidades desalmadas y crueles engendradas a fuerza de una ficción legal cuyo único propósito es incrementar el valor neto de sus accionistas, pero que recientemente han sido elevadas por nuestro derechista Tribunal Supremo a la categoría de personas legales con derecho a la «libertad de palabra» bajo la forma de ilimitados dólares políticos- son atendidos especialmente por los republicanos, pero, y no en pequeña medida, también por los demócratas.

Las realidades políticas, sociales y económicas de 2011 son tales que no había mucho que celebrar este Día de la Independencia, a no ser que uno desee celebrar las innumerables ironías del momento.

Recuerden que a fines del siglo 18, los «impuestos sin representación» era una de las quejas claves que llevaron a los norteamericanos coloniales a rebelarse contra el dominio británico. Los norteamericanos no tenían representación en el parlamento, pero estaban obligados a pagar los impuestos aprobados por ese órgano. Los británicos menospreciaron las exigencias norteamericanas de representación con el pretexto de que cualquier miembro del parlamento, incluso uno que residiera en Londres, podría representar los intereses de cualquier súbdito del imperio, independientemente de si el sujeto residía en Irlanda, Jamaica o Virginia. Este enfoque, basado en el concepto de «representación virtual», no era del agrado de los coloniales norteamericanos. La gota que rebosó la copa fue un gravamen especialmente odiado: el impuesto al té. Esto provocó el primer acto grave de patente desafío norteamericano cuando en la noche del 16 de diciembre de 1773 un grupo de coloniales, que se autotitulaban «hijos de la libertad», arrojaron al mar 45 toneladas de té desde un barco atracado en el puerto de Boston.

Sin embargo, ¿qué soportamos hoy, sino una forma de representación política virtual en un país conformado por familias que abrumadoramente ganan menos de $100 000 al año y con un Congreso que consiste fundamentalmente en millonarios cuyas campañas son financiadas por personas (jurídicas o naturales) aún más ricas, el cual aprueba leyes que garantizan impuestos minúsculos a colosales ingresos y enorme propiedades, mientras que no hacen nada a favor del vasto ejército de desempleados y subempleados, excepto recortar hasta el tuétano el estado norteamericano de bienestar, ya de por sí miserable? Con ambos partidos complaciendo a los grandes negocios, cuyos gerentes casi no pagan impuestos, no es que suframos de impuestos sin representación, sino que los poderosos disfrutan de representación sin impuestos.

¿Qué le sucedió al gobierno de Lincoln, del pueblo, por el pueblo y para el pueblo? ¿Y dónde vivimos los herederos de los rebeldes anticolonialistas si no es en el imperio más poderoso que haya existido, con avanzadas militares en lugares adonde nunca llegaron las legiones romanas? ¿Y qué se hizo de la advertencia de George Washington acerca de los «enredos en el extranjero», ahora que estamos abiertamente involucrados en tres guerras y de manera encubierta en quién sabe cuántos conflictos?

Sin embargo, en la actualidad la guerra en Washington no es acerca de Afganistán, Irak, el extendido imperio norteamericano, ni siquiera los desempleados. Es la lucha por el presupuesto federal. Es una contienda entre bárbaros feroces que invadieron la ciudad (después de las elecciones de 2010) que luchan con espíritu de cruzados con el objetivo de dejar la tierra arrasada tras ellos, y una administración aparentemente inspirada por esos filósofos romanos que creían que siempre hay un camino intermedio. Ya sabemos cómo terminó eso.

Sin embargo, en este caso son los bárbaros los que tienen algún tipo de ideología, o al menos una ideología extremista, aunque está basada en el egoísmo grosero y transparente. Los representativos de la razón y la civilización parecen no tener una visión filosófica abarcadora y están empantanados en el proceso, en el diálogo y en las negociaciones en su propio beneficio con un adversario que solo ofrece un muro de piedra, y sin embargo, nuestro presidente de buenos modales no renuncia a la búsqueda de «terreno común» y «balance» con y desde los republicanos -una posibilidad tan lejana como la de encontrar una cura contra el cáncer por medio de la astrología.

La administración ya ha concedido las dos terceras partes de la batalla antes de que se haya lanzado el primero golpe fuerte. Lo hizo al aceptar que reducir el déficit es la primera prioridad interna y la austeridad la cura principal -una concesión hecha en el medio de una economía renqueante en la cual solo el gasto del gobierno puede acelerar la demanda y el empleo. Es una proposición en la cual ni los republicanos creen ahora y que no les preocupó cuando la administración Bush estaba acumulando enormes déficits y justificándolo diciendo que «el déficit no importa».

Nuevamente Obama tiró la toalla al conceder que una parte significativa del dolor debe ser soportada por aquellos cuyos ingresos están igual que hace dos década y cuyos beneficios laborales y su seguridad se han ido por el tragante.

Lo único que Obama está pidiendo a los republicanos, en interés del «balance» es que los muy ricos paguen alguna porción del costo de reducir el déficit, aunque no sea tanto; no está tratando de quitarles los aviones ejecutivos, los yates privados y otros juguetes caros. Él solo quiere que ellos paguen algún impuesto sobre los aviones y quizás sacrificarse reduciendo el número de sirvientes en sus mansiones y en sus barcos.

La respuesta de los republicanos a esta complaciente propuesta ha sido enfática: ¡No!

Esto a pesar de las alarmantes advertencias acerca del déficit en momentos en que el gobierno federal ingresa menos en impuestos -14,9 por ciento menos que en cualquier otro momento desde 1950- y la nación se encuentra en el medio de un enlentecimiento de la economía y múltiples guerras.

La razón para esta absurda realidad es que las grandes corporaciones, con sus muchos cabilderos y un guiño del Tribunal Supremo, tienen una excelente representación en Washington. Sin embargo, un gran porciento de las grandes corporaciones pagan poco o ningún impuesto. Exxon, la más lucrativa compañía del mundo, no pagó nada en impuestos en 2009. La tasa de impuestos de General Electric fue un negativo 60 por ciento, lo que significa que cosechó enormes beneficios impositivos de manos del gobierno federal. Por tanto, en el siglo 21, nosotros -o más bien los muy ricos y los gigantes corporativos- hemos logrado una nueva forma de «democracia en Estados Unidos»: la representación sin impuestos.

Lo que hace que la negativa republicana de negociar de una manera remotamente razonable con Obama sea un gesto vacío de parte de un partido que cada vez más se convierte en un club solo para fanáticos en contra de los impuestos, es que la Cámara de Representantes controlada por el Partido Republicano dentro de unas semanas puede paralizar al gobierno federal al impedirle pedir más dinero prestado, lo que en el lenguaje de Washington se conoce como votar en contra de elevar el «techo de la deuda».

Esto tendría un efecto devastador en una economía ya tambaleante. Los republicanos están jugando con una moneda falsa. Si el presidente se mantiene firme esta vez, a diferencia de la vez anterior cuando cedió a las presiones y violó su promesa de campaña de terminar con las reducciones que hizo Bush a los impuestos para los ricos, la economía caerá en picada. Los políticos que presiden sobre una economía en ruinas no ganan elecciones. Pero si el presidente cede nuevamente a las amenazas republicanas, entregará a sus oponentes nuevas evidencias de que puede ser chantajeado, lo cual harán una y otra vez. Por eso Paul Krugman, ganador del Premio Nobel de Economia, argumenta que esta vez Obama tiene que trazar un límite a pesar de las consecuencias. Mientras tanto, para el Partido Republicano se trata de cara yo gano, cruz tú pierdes.

Es imposible a estas alturas predecir exactamente lo que sucederá en definitiva. Lo seguro es que el presidente Obama tiene una débil posición en el tablero de ajedrez y que el norteamericano promedio sufrirá las consecuencias de la actual y exitosa lucha de clases de los que tienen contra los que no tienen.

Fuente: http://progreso-semanal.com/4/index.php?option=com_content&view=article&id=3573:representacion-sin-impuestos&catid=6:nuestro-pulso-florida&Itemid=2