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Restaurar la República

Fuentes: Gara

Dentro de su análisis de la historia y el presente del Estado español, Alvarez-Solís exige reparación e incluso restauración frente a una estéril y viciada petición de reconciliación que «resulta imposible si se exige desde el presente régimen viciado de origen». A quienes exigen condenas al resto como condición para poder ejercer la libertad política, […]

Dentro de su análisis de la historia y el presente del Estado español, Alvarez-Solís exige reparación e incluso restauración frente a una estéril y viciada petición de reconciliación que «resulta imposible si se exige desde el presente régimen viciado de origen». A quienes exigen condenas al resto como condición para poder ejercer la libertad política, Alvarez-Solís les recuerda que «ellos no han condenado jamás, como demuestra su diario ejercicio político, el crimen de haber asesinado la legalidad republicana».

Cuando desde el poder español me solicitan, como a tantos otros republicanos, un gesto significativo de reconciliación tras la ignominia de 1936 -gesto cínicamente unilateral- suelo responder que la reconciliación resulta imposible si se exige desde el presente régimen viciado de origen y me la plantean además en la situación política que subsigue, sin reparación alguna, a aquel delito de lesa institucionalidad, como fue el levantamiento de 1936. Los que deben su existencia política a aquel monstruoso desmán -como son todos los que apoyan la malintencionada reconciliación y otras retóricas cargadas de sangre durante cuarenta años, tal los «populares» y los socialistas, amén de comunistas pasados por la plancha del eurocomunismo- están rotundamente invalidados para invitar a clausuras de memorias y renovaciones de pensamiento a quienes siguen siendo leales a un régimen que sigue vigente al no haber sido abrogado mediante una consulta legal a la ciudadanía. Como decía Edgardo en «El rey Lear»: «Os engañáis; nada ha cambiado en mí, a no ser el traje». Todo el entramado institucional presente prolonga un crimen que se sucedió a si mismo tras maniobras vergonzosas por lo que tienen de traición armada.

Si suelen empecinarse los dirigentes de hoy en exigir ciertas condenaciones previas para ejercer luego la libertad política y de pensamiento, diría por mi parte que ellos no han condenado jamás, como demuestra su diario ejercicio político, el crimen de haber asesinado la legalidad republicana. Y no se me diga que se trata de abrogar la violencia de una guerra civil, cuando la violencia moral y legal con que se declaró esa guerra sigue constituyendo la médula del Estado. Es más, para cualquier observador limpio de la tradicional ferocidad española -donde frente a la honrada ciudadanía siempre se postula para salvar la tiranía católica, apostólica y romana un santo descabezador o una artillera en bragas- no cabe hablar siquiera de guerra civil sino, simplemente, de ignominia sangrienta. Ustedes saben que no hubo guerra civil preñada de pretensión moral sino represión brutal sobre quienes dictaron una ejemplar Constitución -«España es una República de trabajadores de todas clases»- para hacer de España algo honesto. Con ese navajazo al corazón de la democracia se pretendió enterrar un dificultoso intento para sentar la razón como base de una convivencia íntegra. España sigue viviendo, tanto o más que antes, en la serranía bajo el control de los agentes camineros, obispos, guardias, banqueros, terratenientes y gentes de la industria. Todos estos intérpretes de la antigua farsa constituyen el aristotélico motor inmóvil de un país que jamás llegó a nación por dominarle el rencor íntimo propio de una mala estirpe. Seguimos, como dice el castizo cuplé, «apoyaos en el quicio de la mancebía». Y los descendientes de esa tropa ¿son los que proponen una reconciliación que ponga el sello absolutorio sobre el crimen? Primero que nos devuelvan la herencia y luego podríamos abrir una puerta nueva. Mientras, no tendremos otra cosa que una monarquía agraviante para envolver el maldito plato que, como dicen los grandes cocineros de hoy, está preparado al perfume de crimen con guarnición de crema pastelera. Los republicanos somos gente de tan discreto vivir que hasta nos limitamos, en este día de canción con coro de semivírgenes, a pedir que nos devuelvan el tricolor pañuelo de nuestra madre y se queden con todo lo demás. A partir de ahí, ya hablaremos.

Por lo tanto, ¿con quién quieren que nos reconciliemos? ¿Con ellos, herederos solemnes del crimen? Pretensión prevaricadora, pues está parida con conciencia tuerta para disimular un rastro mezquino e imborrable por el que además circula constantemente la patulea represiva, como la de entonces, como la de siempre. No me obliguen a hacer un ejercicio de falsedades y desprecio de la ley legítima o, lo que es peor, de la clara y sencilla razón, la que sustituyen por una metodología que finge lo razonable y destruye lo verdadero. Al llegar aquí es útil, creo, echar mano de una frase luminosa de Whitehead: «Los oscurantistas de cualquier generación están constituídos principalmente por los que practican la metodología dominante».

¿Cómo quieren que nos reconciliemos; haciendo qué? ¿Ofreciendo la propia cabeza, como si fuéramos un Isaac que ha de llevar además la leña para su propio sacrificio? No vengan ahora con la tesis de que hay que superar la derrota nuestra y creer en el milagro de las bodas de Caná, con la sola diferencia hogaño de convertir el buen vino republicano en agua contaminada por la traición. Aquí fueron ellos, los del poder constante, ejercido por la derecha granítica y el socialismo quintacolumnista, quienes hicieron trozos el cántaro de la convivencia. Vamos a ser serios en el relato histórico y en el correspondiente análisis. Dejen ya de escribir libros esos falsarios que han convertido en heroica una sublevación alimentada por los intereses ingleses, que de no ser dañados por las nacionalizaciones decretadas por la República jamás hubiera acontecido. Nadie alzó las harkas moras ni echó a andar la cabra legionaria para defender la patria eternamente en obras o los eternos valores que al parecer representa de no haberse posado la mano republicana sobre lugares como Ríotinto o Almadén. Como advirtió en aquellas calendas un catoliquísimo aristócrata madrileño, todo puede ser negociado menos el dogma, o sea, las azucareras que cotizan en la Bolsa.

La restauración de la II República, que no murió de muerte natural, o sea, democráticamente, conllevaría, además de devolver al pueblo la legitimidad estrangulada en 1936, la pacificación que se dice perseguir con tan reiterado denuedo. Cuando tanto se habla del final de la violencia no se puede obviar que la violencia está encarnada ahora en unas instituciones que acabaron al tiempo, mediante el uso inmisericorde de las armas, con la legalidad y la legitimidad de las instituciones que el pueblo se había dado a si mismo mediante el juego electoral. Estoy convencido de que la situación agresiva en que vivimos permanentemente no sólo dimana de unas determinadas y generalizadas características de la época sino en el temor concreto en que el Estado español vive inconscientemente, si no otra cosa, por tener su raíz hundida en una iniquidad política. Cuando se quiere reducir la memoria a una pura exhibición electoralista, y se castiga por el contrario la memoria real del pueblo, algo huele mal en Dinamarca. Es muy distinto confiar la paz a unas fuerzas de orden público continuistas del periodo dictatorial anterior -un día debatiremos, espero, si la dictadura está de nuevo en peligroso vigor, rejuvenecida tras la muerte de Franco- que entregar la vigilancia de esa paz a fuerzas nacidas de una gran esperanza popular. El hecho de que la República fuera asolada criminalmente ha hecho del Estado español un arma represiva en múltiples dimensiones. Los vaticanistas manejan mucho eso del pecado original y, sin embargo, esos vaticanistas del infierno y la tentación demoniaca no constatan la vigencia de un pecado original en el marco de la política española. Parece que la serpiente estatal roe por dentro la malograda paz de la sociedad española y anda en la insidiosa ofrenda de la manzana envenenada a los que pacen amanillados en los atormentados campos de la periferia. Figuro, en definitiva, entre quienes echan cada día un alabo a la reconciliación, y rezo por ella, pero sin serpientes por medio, manzanas envenenadas ni fruto alguno que no lleve la marca de procedencia y su código de barras, que es la certificación del sano origen republicano.

Antonio Alvarez-Solís Periodista