Si algo se puede decir de Ronald Reagan es que supo cuándo cortar y salir corriendo. Cuando en 1983 un bombazo suicida cobró las vidas de 241 marines en Líbano, replegó la intervención estadunidense sin pestañear, listo para evitar lo que él y sus asesores temían: un pantano que comprometería estratégicamente a Estados Unidos. ¿Podría […]
Si algo se puede decir de Ronald Reagan es que supo cuándo cortar y salir corriendo. Cuando en 1983 un bombazo suicida cobró las vidas de 241 marines en Líbano, replegó la intervención estadunidense sin pestañear, listo para evitar lo que él y sus asesores temían: un pantano que comprometería estratégicamente a Estados Unidos. ¿Podría su terco sucesor ideológico de la Casa Blanca aprenderle la lección de cuándo toca replegarse?
Sin embargo, la retirada de Líbano es el único elemento positivo que este escritor ve en el recuento posible de lo que fue Reagan.
Su política daba miedo: para lograr la superioridad nuclear que Washington requería sobre la Unión Soviética y preparar la posibilidad de una «guerra nuclear limitada» contra los soviéticos, se abandonó el programa Detente, y quienes le planificaban una posible guerra nuclear aumentaron los blancos estratégicos en la Unión Soviética de 25 mil a la asombrosa cifra de 50 mil sitios programados.
En realidad, fue en el tercer mundo donde Reagan impulsó la guerra, y lo hizo con el gusto de un bravucón de patio, donde y cuando sabía que podía salirse con la suya. Primero invadió Granada y derrocó a un gobierno propenso a la izquierda, para lo cual hizo que sus diplomáticos fabricaran una «petición» de intervenir desde una muy poco conocida instancia, la Organización de Estados Caribeños del Este. También violó flagrantemente las leyes internacionales al minar los puertos de Nicaragua y al financiar y armar grupos mercenarios -la contra- con el objetivo de derrocar al gobierno sandinista. Luego, en 1986, bombardeó Trípoli y Benghazi -en un esfuerzo por asesinar a Muammar Khaddafi-, utilizando una potencia aérea de fuego «quirúrgica» que terminó asesinando a la hija del hombre fuerte de Libia y a enormes cantidades de civiles inocentes.
Al conocerse la noticia de que Reagan asumía la presidencia, el ala derecha de El Salvador celebró con juegos pirotécnicos. No los desilusionó. Tampoco se desencantó Ferdinand Marcos, a quien el emisario de Reagan, George Bush padre, le ofreció el siguiente brindis durante su visita a Manila en 1981: «Lo queremos, señor (…) tenemos en alta estima su compromiso con los derechos y los procesos democráticos». Hubo mucha presión por parte de los pragmáticos del Departamento de Estado, como el subsecretario Michael Armacost, para lograr que Reagan abandonara a Marcos durante el levantamiento popular de 1986. Y aunque se dejó llevar por las realidades políticas, Reagan se aseguró de proteger a su buen amigo Ferdinand en un confortable exilio en Hawai.
Reagan y su socia ideológica Margaret Thatcher iniciaron la revolución neoliberal del libre comercio, que terminó con el compromiso adquirido tras la Segunda Guerra Mundial (equilibrar administración y empleos en el norte) y barrió con las políticas desarrollistas del Sur global.
Se dice que Reagan no creía en la redistribución del ingreso. Claro que creía, por eso favoreció a los ricos. En el norte, las políticas antisindicalistas, los despidos indiscriminados, los presupuestos maniatados y los recortes a la seguridad social ahogaron los ingresos de las masas trabajadoras. Las estadísticas son reveladoras: en Estados Unidos, entre 1979 y 1989 decreció el salario por hora de 80 por ciento de la fuerza de trabajo y el salario del obrero típico (o promedio) cayó 5 por ciento en términos reales. En 1992, hacia el fin de la era republicana, el 60 por ciento inferior de la población obtenía la tajada más pobre, y el 20 por ciento superior la tajada más grande registrada del total del ingreso. Y, por supuesto, en el 20 por ciento superior, las ganancias, la riqueza, se concentró en el uno por ciento más alto, que captaba 53 por ciento del total del crecimiento en el ingreso.
En el gobierno de Reagan, el Departamento del Tesoro sacó ventaja del masivo endeudamiento que los países del tercer mundo tenían con los bancos comerciales estadunidenses y los impulsó a adoptar programas radicales de liberalización, desregulación y privatización del comercio bajo la administración del Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial en el rubro «ajustes estructurales». Para casi todo el mundo en desarrollo, los años 80 se conocen como la década perdida.
En América Latina, debido a los ajustes estructurales, el número de personas que vivían en la pobreza aumentó de 130 millones en 1980 a 180 millones a principios de los años 90. En la mayoría de los países, la carga de las políticas de ajuste recayó, desproporcionadamente, en los grupos de bajos ingresos y en los de ingresos medios, mientras 5 por ciento de la población de tales países mantuvo o aumentó su tajada de ingresos. A principios de la década de los 90, el 20 por ciento superior de la población continental ganaba 20 veces lo que el 20 por ciento más pobre.
En África, los ajustes estructurales fueron uno de los factores clave que condujeron a una estrepitosa caída en el ingreso per cápita -más de 2 por ciento anual en los años 80- por lo que, a finales de la década, el ingreso per cápita se había hundido hasta el nivel que tenía al momento de la independencia (1960), y unos 200 millones de los 690 millones de personas de la región cayeron dentro de la clasificación de pobreza del Banco Mundial. Al revisar el devastado panorama creado por los programas de libre comercio, el economista en jefe del Banco Mundial para Africa admitió: «Nunca pensamos que el costo humano de estos programas fuera tan vasto, y que las ganancias económicas llegaran tan lentamente».
Aun los aliados clave de Estados Unidos en la guerra fría sintieron el aguijón de Reagan. Uno de los subordinados de Reagan advirtió, mientras exigía términos más sueltos para la entrada de bienes e inversiones estadunidenses a los «nuevos países industrializados» de Asia oriental: «aunque los nuevos países industrializados se sientan tigres por ser fuertes y feroces mercaderes, la analogía tiene un lado oscuro. Los tigres viven en la selva y por la ley de la selva. Pero su población está mermando». Se inició así una guerra mercantil contra Corea del Sur, que en el lapso de cuatro años transformó el enorme déficit mercantil estadunidense con dicho país en un excedente comercial. Washington también forzó a Tokio a que incrementara drásticamente el valor relativo del yen con el dólar; redujo las importaciones de Japón y aumentó las exportaciones estadunidenses a ese país. Este fue uno de los factores que condujeron a la prolongada recesión japonesa en los años 90.
Si me preguntaran qué epitafio escribiría yo para Ronald Reagan, sería este: «Aquí yace un hombre que fue muy bueno para 20 por ciento de sus compatriotas y para sus ricos y poderosos amigotes de todas partes, pero muy malo para el resto de nosotros».
Ah, sí, en 1985 Reagan le concedió asilo político a este exiliado de izquierda, pero eso, estoy seguro, fue resultado de alguna falla burocrática. Pero gracias, de todos modos, señor Reagan, y descanse en paz.
Traducción: Ramón Vera Herrera
Walden Bello es director ejecutivo de Focus on Global South, con sede en Bangkok, y profesor de sociología y administración pública de la Universidad de Filipinas