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Una mujer que trabajo por la justicia social

«Rosario la dinamitera»

Fuentes: El País

Rosario Sánchez Mora tenía 17 años cuando se alistó voluntaria para luchar contra las tropas fascistas que pretendían tomar Madrid en los primeros días de la Guerra Civil. Fue el poeta Miguel Hernández quien la inmortalizó en un poema como «Rosario dinamitera».

Madrid no tenía el aire festivo de otros fines de semana. Aquel sábado 18 de julio de 1936, la capital había abortado el levantamiento militar iniciado la víspera en el protectorado español de Marruecos, que se había extendido como el aceite por la Península. Miles de obreros habían asaltado el Cuartel de la Montaña, principal foco de los rebeldes, y se preparaban para defender la ciudad del autodenominado Ejército Nacional, que avanzaba desde el Norte para hacerse con los embalses del Lozoya.

Decenas de camionetas partieron la madrugada del día 19 rumbo a la sierra repletas de jóvenes que se habían ofrecido voluntarios para combatir, convencidos de que en cuestión de días estarían de vuelta en casa. Entre los que viajaban en uno de esos camiones, camino de Buitrago, estaba una muchacha de diecisiete años, Rosario Sánchez Mora. Se había alistado la tarde anterior, sin decir nada a su familia, en el centro cultural Aída Lafuente, que la Juventud Socialista Unificada (JSU) tenía en el número 10 de la calle de San Bernardino, a unas manzanas de su domicilio.

Rosario llevaba un año viviendo en casa de unos vecinos de Villarejo de Salvanés, que se la habían traído con ellos a Madrid para que cuidara de sus hijos. Andrés Sánchez, su padre, no quería que se marchara del pueblo, pero al final accedió con la condición de que aprendiera corte y confección. Él hubiese preferido que estudiara para comadrona o maestra, pero sin dinero para pagar los estudios, un oficio era lo más que podía ofrecerle. Andrés había enviudado años antes, al morir la madre de Rosario se había vuelto a casar y tenía otros cinco hijos de su segundo matrimonio, de modo que no le pareció mal que su hija mayor se marchara a la capital para labrarse un futuro.

Cuando llegaron a su destino, Rosario y sus compañeros fueron encuadrados en una de las unidades de choque que se batían con el enemigo en primera línea de fuego, a las órdenes de un muchacho de veintiséis años, robusto, de mediana estatura y barba cerrada: Valentín González, al que todos apodaban El Campesino. Con un mosquetón de siete kilos de peso y sin otras nociones de armas que las que recibió en la trinchera, Rosario comenzó a pelear como un miliciano más en una línea del frente que se prolongaba a través de kilómetros. Disparaba contra un enemigo que sabía a escasa distancia, pero al que raramente veía. En la Peña del Alemán, una posición avanzada que los fascistas habían señalado como objetivo prioritario, vio morir a muchos de los muchachos que viajaron con ella desde Madrid.

Tras dos semanas de enfrentamientos, en las que lograron contener a los rebeldes, la guerra en la sierra dejó de ser una batalla abierta para convertirse en una batalla de posiciones. Rosario fue destinada entonces a la sección de dinamiteros, que estaba al mando del capitán Emilio González González, un minero barrenista de Sama de Langreo (Asturias) especialista en el manejo de los fulminantes y la dinamita. El grupo tenía su base en una casa abandonada entre Buitrago y Gascones, a unos cinco kilómetros de la línea de fuego, donde disponían de un pequeño polvorín en el que almacenaban los explosivos y se confeccionaban unas rudimentarias bombas. Los artefactos en cuestión eran botes de leche condensada que se reciclaban hasta convertirse en granadas de mano. El proceso era simple: se llenaba la lata con clavos, tornillos y cristales, y sobre ellos se vertía la dinamita. Después se cerraba el bote con su propia tapa y se ataba con una cuerda y trapos para que no se derramase el contenido. La tarea más peligrosa era colocar el fulminante y la mecha para que aquello estallara, de lo que se encargaba personalmente el capitán González.

La mañana del 15 de septiembre, Rosario y sus compañeros aprendían a efectuar una descarga con cartuchos de dinamita, mucho más fáciles de manejar que las bombas lata. Eran diez milicianos, y Rosario estaba situada la última a la izquierda. Cuando prendió su mecha, la oyó silbar. La noche anterior había llovido y estaba húmeda. Se quemaba por dentro, pero no por fuera, y no sintió el calor de la llama en la uña de su dedo pulgar, que indicaba el momento de lanzarla. El cartucho estalló en su mano derecha, que quedó destrozada por encima de la muñeca. Herida de gravedad, la operaron en el hospital de sangre de la Cruz Roja en La Cabrera, donde consiguieron salvarle la vida.

Llevaba varios días convaleciente en el hospital cuando el filósofo y catedrático de la Universidad Central de Madrid José Ortega y Gasset acudió a visitarla al conocer la historia de una muchacha muy joven que había perdido una mano en el frente. Iba camino de Valencia y aprovechó el viaje para informar de lo ocurrido a los padres de Rosario, que esa misma noche se desplazaron al hospital. «Miren ustedes, lo siento mucho, siento muchísimo que mi hija mayor haya perdido una mano, pero les aseguro que si mis otros cinco hijos perdieran la suya por la misma causa, estaría orgulloso de ellos. No tienen de qué preocuparse», les dijo Andrés, su padre, a los médicos que les recibieron con la intención de tranquilizarles. Ferviente republicano y presidente de Izquierda Republicana (IR) en Villarejo, el valor de su hija le llenaba de orgullo.

Rosario fue trasladada al hospital de la Cruz Roja en la calle de la Reina Victoria, y de allí a otro instalado en la Facultad de Filosofía y Letras para que concluyera su recuperación. Para entonces, 4 de noviembre, los fascistas se encontraban a cinco kilómetros de la capital. La caída de Madrid parecía inminente, y con ella el fin de la guerra. Así lo creía hasta el propio Gobierno de Largo Caballero, que abandonó la capital rumbo a Valencia. Dos días más tarde, Rosario y todos sus compañeros de convalecencia fueron evacuados del hospital ante la proximidad del enemigo, que estaba a punto de lanzar su mayor ofensiva por la Ciudad Universitaria. Aún débil, fue ingresada en el hospital de San José y Santa Adela, en la calle de Eloy Gonzalo, que abandonó fechas después con la intención de volver a las trincheras, aunque fuera con una sola mano.

La unidad de choque de El Campesino se había convertido en la 10ª Brigada Mixta, con más de tres mil hombres, y su comandancia estaba en el convento de las clarisas de Alcalá de Henares. Rosario fue recibida como una heroína y destinada al Comité de Agitación y Propaganda.

La estancia en Alcalá fue corta, apenas unas semanas, porque El Campesino trasladó su Estado Mayor a Ciudad Lineal, primero, y a un chalé en el número 11 de la calle de O’Donnell de Madrid, después, y Rosario se fue con él como encargada de la centralita del edificio. Antonio Aparicio, el joven poeta sevillano al que había conocido en Alcalá, se convirtió en uno de los habituales del lugar y pronto entablaron amistad. Un día vino acompañado de otro poeta y amigo al que, por sus palabras, rendía veneración. Éste no era otro que Miguel Hernández, que había escrito un poema a aquella joven de cuyas hazañas en el frente tanto le hablaba su compañero. Se lo presentó y le dio a leer los versos:

«Rosario, dinamitera, / sobre tu mano bonita / celaba la dinamita / sus atributos de fiera. / Nadie al mirarla creyera / que había en su corazón / una desesperación / de cristales, de metralla / ansiosa de una batalla, / sedienta de una explosión. / Era tu mano derecha, / capaz de fundir leones, / la flor de las municiones / y el anhelo de la mecha (…) / ¡Bien conoció el enemigo / la mano de esta doncella, / que hoy no es mano porque de ella, / que ni un solo dedo agita, / se prendó la dinamita / y la convirtió en estrella! (…)».

La amistad con Antonio se amplió también a Miguel, y con el tiempo a Vicente Aleixandre, compañero inseparable de los dos anteriores, ante los que oficiaba de maestro desde sus 38 años y su experiencia de escritor.

Los días discurrían tranquilos en el chalé de la calle de O’Donnell, aunque las noticias que llegaban del frente eran cada vez más preocupantes. Los bombardeos se iniciaban al amanecer -«el lechero», los llamaban los madrileños- y los cañones batían la Gran Vía, bautizada como avenida de los Obuses o del Quince y Medio por el calibre de los proyectiles que impactaban en ella. Una mañana irrumpió en las oficinas un joven al que Rosario no había visto nunca. Era alto y apuesto, el pelo o­ndulado y los ojos claros. Un latigazo le recorrió el corazón. Desde entonces esperaba con impaciencia sus visitas, que comenzaron a hacerse cada vez más frecuentes. Del cruce de miradas pasaron a los saludos y a animadas charlas. Se llamaba Francisco Burcet Lucini, tenía veinte años y era sargento de la Sección de Muleros de la Brigada. Comenzó a cortejarla y semanas después, azorado y nervioso, le pidió relaciones. Rosario aceptó. Su recién estrenado noviazgo se limitaba a encuentros fugaces y a algún breve paseo por el Retiro. Nunca fueron juntos al cine, ni ella le dejó que la cogiera de la mano, y mucho menos que le diera un beso.

Había transcurrido un año de guerra cuando se le presentó la ocasión de volver al frente. La 10ª Brigada Mixta de El Campesino se había convertido en la 46 División, con más de doce mil hombres a sus órdenes, que en el verano de 1937 intervino en una ofensiva hacia Brunete para intentar atrapar en una bolsa a las fuerzas nacionales que sitiaban Madrid desde el suroeste. El ataque fue de tal magnitud que el pueblo claudicó en apenas unas horas, aunque las pequeñas guarniciones de Quijorna y Villanueva del Pardillo resistieron la acometida. Rosario fue elegida para convertirse en cartera del frente, encargada de ser el nexo de unión con el Estado Mayor en la capital y de llevar la correspondencia de los soldados.

Las cartas para el frente se recibían en una dependencia situada en el número 18 del paseo del Prado. Un grupo de muchachas las ordenaban por brigadas, batallones y compañías, y las introducían en sacas debidamente identificadas. A las ocho de la mañana, Rosario y sus compañeros acudían puntuales a recoger la correspondencia, y sin demora se dirigían dando un rodeo para evitar las zonas más próximas a las posiciones enemigas, aunque en más de una ocasión fueron tiroteados al introducirse por error en territorio controlado por los nacionales. Hasta que el 25 de julio, festividad de Santiago Apóstol, los nacionales recuperaron de nuevo Brunete.

Rosario regresó a Alcalá con las tropas de El Campesino y aprovechó la ocasión para casarse con Paco, que llevaba meses insistiendo en ello. El enlace por lo civil se celebró el 12 de septiembre, acompañados de familiares y amigos. Alquilaron una modesta vivienda en la localidad, donde vivieron su pasión durante unas semanas intensas. Rosario se quedó embarazada, pero su felicidad duró poco. El 21 de enero de 1938, Paco partió rumbo a Teruel con los hombres de la 46 División para relevar a los de la 11, que habían participado en la toma de la ciudad, la primera capital de provincia que las tropas republicanas conseguían conquistar desde el inicio de la guerra. Como antes en Brunete, los republicanos cedieron poco después Teruel y las tropas de El Campesino regresaron a la capital agotadas y maltrechas. Estuvieron dos semanas juntos, hasta que la unidad fue enviada al frente de Aragón para contener otra ofensiva fascista en la zona.

Durante meses, su único contacto fueron las cartas que se escribían. Largas misivas en las que competían por expresar sus sentimientos. Angustiada por semanas de espera sin nada que hacer, limitándose a ver pasar los días desde su estado de gravidez, Rosario comenzó a trabajar en la oficina que Dolores Ibárruri, La Pasionaria, había organizado en el número 5 de la calle de Zurbano para reclutar mujeres que cubrieran los puestos de trabajo que los hombres dejaban libres cuando marchaban al frente. Estuvo hasta el 22 de julio, cuando dio a luz a una niña en el hospital de Santa Cristina, en la calle de O’Donnell, a la que puso de nombre Elena.

Las tropas de El Campesino participaban por entonces en la ofensiva republicana del Ebro. La batalla más decisiva de la guerra concluyó cuatro meses más tarde, el 15 de noviembre, cuando las tropas de Franco dieron por reconquistadas las posiciones que habían perdido durante el verano, partieron en dos la zona republicana y decidieron avanzar hacia Barcelona. Fue entonces cuando las cartas de Paco dejaron de llegar, y Rosario no supo si había muerto, había logrado escapar a Francia o era uno de los miles de prisioneros que hicieron los nacionales en su avance. El 26 de enero de 1939, las tropas de Franco entraban en Cataluña, y tres meses más tarde lo hacían en Madrid. La guerra había terminado.

Rosario dejó a su hija con su madre e intentó escapar por Alicante con su padre, donde fueron capturados con otros 15.000 republicanos que esperaban exiliarse a bordo de barcos de la Sociedad de Naciones que nunca llegaron a puerto. Fueron conducidos al campo de los Almendros, donde fusilaron a Andrés. Rosario fue liberada y trasladada semanas después a Madrid, donde fue detenida de nuevo por vecinos falangistas de su pueblo, que la encarcelaron en la prisión de Villarejo y después en la de Getafe mientras se incoaba el procedimiento sumarísimo de urgencia 34.378. La petición fiscal de muerte fue conmutada por 30 años de reclusión por un delito de adhesión a la rebelión. Ella, que había defendido la legalidad republicana, era acusada de haberse levantado contra quienes la violentaron.

Su primer destino como penada fue la prisión de Ventas, convertida en un enorme almacén humano en el que se hacinaban más de cuatro mil mujeres, pese a que su capacidad era de cuatrocientas. En ella permaneció por espacio de dos meses y medio, hasta su traslado a la prisión de Durango, un convento de monjas en el que hasta no hacía mucho tiempo tomaban sus votos las novicias. Comenzaba un periplo carcelario que habría de llevarla a las cárceles de Orúe y, finalmente, a la de Saturrarán, donde el 28 de marzo de 1942, tras sufrir tres años de encierro y todo tipo de calamidades, fue puesta en libertad gracias a los beneficios penitenciarios que el nuevo régimen se veía obligado a decretar periódicamente para aliviar sus prisiones. El mismo día en que ella pisaba de nuevo la calle moría en la prisión reformatorio de Alicante su querido poeta Miguel Hernández, víctima de una larga enfermedad agravada por el penoso tránsito por numerosas prisiones. «¿Qué hice para que pusieran / a mi vida tanta cárcel?», dejó escrito el poeta oriolano.

Desterrada a doscientos kilómetros de Villarejo, Rosario marchó a Samprón, una pequeña aldea del Bierzo leonés, en el que vivía una compañera de prisión que había recuperado la libertad antes que ella. Durante dos meses, la guerra se convirtió en un recuerdo lejano, hasta que el instinto por recuperar a su hija le hizo regresar a Madrid pese a la prohibición de hacerlo. En la capital buscó la ayuda de otra compañera, Rufina Núñez, que la acogió en su domicilio.

Las semanas siguientes descubrió que su hija Elena estaba al cargo de su suegra. Acababa de cumplir cuatro años y era una niña espigada y flaca que rompió a llorar cuando aquella desconocida que decía que era su madre la abrazó con toda la fuerza de que fue capaz. La vida pareció recuperar el sentido, y por Rufina mandó también recado a su madre, que no tardó en viajar a Madrid para reencontrarse con ella. Tan sólo faltaba Paco, de quien su suegra le aseguró que no sabía nada desde el final de la guerra. Tuvo que ser su cuñado José Luis quien le desvelara que su marido vivía en Oviedo, se había vuelto a casar y tenía dos hijos. El régimen de Franco había anulado los matrimonios civiles de la República y ella era, a efectos legales, una madre soltera.

Viajó a Asturias en su busca, pero tampoco lo encontró. Los padres de Socorro, su nueva mujer, le dijeron que hacía nueve días que se había mudado con su familia a Barcelona en busca de trabajo. Pensó que todo había terminado. Rehízo su vida con un hermano del marido de Rufina, con quien tuvo otra hija, se separaron al cabo de dos años y ella comenzó a vender tabaco americano de contrabando en la plaza de Cibeles. Hasta allí fue a su encuentro Paco. Cuando se encontraron habían transcurrido quince años desde su despedida en el ya lejano marzo de 1938, cuando él marchó a Teruel con las tropas de El Campesino. Demasiado tiempo para que todo volviera a ser igual.

«La mía ha sido una vida dura y valiente, porque si no le hubiera echado agallas no sé qué habría sido de mí», dice Rosario setenta años después de aquella mañana de julio de 1936 que marchó al frente. Hoy, a sus 86 años cumplidos, es una mujer rebelde y de una memoria prodigiosa, que se afana en conservar sus recuerdos escribiéndolos en enormes cuadernos de anillas. «Mi lucha», dice, «mereció la pena».