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Informe del Senado de EEUU

Seis años y miles de torturados y asesinados después

Fuentes: El Mundo

El informe bipartidista del Comité de las Fuerzas Armadas del Senado estadounidense llega con demasiado retraso, con seis años de atraso. ¿Cuántos miles de personas fueron vejadas, torturadas, cuando no asesinadas durante estos años en Afganistán, Irak, Guantánamo o en las prisiones secretas de la CIA? En momentos en que se están retirando del poder […]

El informe bipartidista del Comité de las Fuerzas Armadas del Senado estadounidense llega con demasiado retraso, con seis años de atraso. ¿Cuántos miles de personas fueron vejadas, torturadas, cuando no asesinadas durante estos años en Afganistán, Irak, Guantánamo o en las prisiones secretas de la CIA?

En momentos en que se están retirando del poder los responsables políticos principales de las violaciones a los derechos humanos que se denuncian ahora en el informe, demócratas y republicanos descubren los delitos que cometieron. Ni en ese informe ni seguramente en los debates que se abran a partir de él se mencionarán sin embargo las corresponsabilidades políticas.

Al Partido Demócrata tampoco le interesará que recuerden públicamente que su silencio de todos estos años permitió cubrir con un manto de impunidad a los autores de la trama legal que dio luz verde a la tortura generalizada, a los que inventaron el laboratorio de Guantánamo, a los verdaderos responsables de actos como los de Abu Ghraib, a quienes diseñaron y ejecutaron el plan internacional de secuestros y vuelos de la CIA.

El voto demócrata no se enfrentó a la Orden Militar del 13 de noviembre de 2001 de George W. Bush sobre la detención, tratamiento y juicio de ciertos no ciudadanos en la guerra contra el terrorismo, por la que el comandante en jefe de EEUU decidió unilateralmente no reconocer para los prisioneros de su cruzada los derechos que las Convenciones de Ginebra otorgan desde 1949 a todos los prisioneros de guerra. Bush inventó para ellos el concepto de combatientes ilegales, estipulando que sólo podrían ser juzgados por tribunales militares especiales, rechazando explícitamente su derecho a recurrir «ni en Estados Unidos ni en ningún otro país ante ningún tribunal internacional».

Gracias a la tenaz labor de importantes organizaciones defensoras de los derechos civiles en Estados Unidos, como la American Civil Liberties Union (ACLU), se lograron desclasificar ya hace años memorandos clave del Pentágono, del Ministerio de Justicia y de la Secretaría de Estado, en los que desde Donald Rumsfeld, hasta el entonces colaborador y luego fiscal general del Estado Alberto R. Gonzales y muchos funcionarios de alto nivel intercambiaban ideas hasta encontrar la fórmula jurídica que dio luz verde total a sus fuerzas armadas y servicios de inteligencia en el tratamiento de los prisioneros, dejando a todos los responsables, desde el torturador de a pie, hasta al propio comandante en jefe, cubiertos por un blindaje legal absoluto ante cualquier tipo de denuncia que pudiera presentarse frente a tribunales nacionales o internacionales. Los documentos son conocidos y llevan firmas concretas como las leyes que se promulgaron con ese fin.

Denuncias y silencios

A pesar de eso, la dirección del Partido Demócrata no hizo en ningún momento de la denuncia de esos hechos una batalla fundamental contra la Administración Bush, como no dio una batalla contra la nueva doctrina militar de las guerras preventivas, ni contra la autorización de la guerra contra Irak justificada con mentiras a todas luces, ni contra tantas y tantas restricciones a las libertades democráticas de sus propios ciudadanos. Muy pocos miembros de la Cámara de Representantes o el Senado se salieron del guión, muy pocos se arriesgaron a ser tildados de antipatriotas, de resquebrajar la unidad nacional frente a una cruzada salvadora de la humanidad como aquella.

Desde poco después de que comenzara la guerra contra el terror tras el 11-S, lanzada a nivel planetario y por tiempo indefinido por la Administración Bush en su proclamada lucha del Bien contra el Mal, organizaciones humanitarias tan poco sospechosas de radicales como Human Rights Watch o Amnistía Internacional empezaron a denunciar las vejaciones y torturas a que sometían las tropas estadounidenses a los prisioneros capturados en Afganistán.

Habían pasado sólo días desde el inicio de la guerra en Afganistán, en octubre de 2001, cuando ya estos organismos defensores de los derechos humanos recogían testimonios de los sistemáticos abusos contra la población civil y las vejaciones, torturas y asesinatos de prisioneros sospechosos de pertenecer a las fuerzas talibán o a los milicianos de Al Qaeda de Osama bin Laden. Esta situación, sumada a los constantes daños colaterales entre la población civil, no haría más que empeorar.

Aunque se conocería un tiempo después, de esa época datan también los primeros secuestros de la CIA en el extranjero y los traslados de las víctimas a bases militares propias o prisiones en países aliados dispuestos a torturarlos bajo supervisión de la agencia, lejos de los tribunales federales estadounidenses. Este plan estrella de la CIA para capturar en sus guaridas a terroristas tan dispersos geográficamente como los de Al Qaeda, supuso la operación encubierta más gigantesca realizada por EEUU desde la primera guerra de Afganistán en los 80. Paradójicamente en aquella, en la que se batallaba para derrotar militarmente y expulsar al Ejército Rojo de Afganistán, EEUU tenía como aliados fundamentales a miles de integristas islámicos como el mismísimo Osama bin Laden. Dos décadas después, EEUU volvía a la región para combatir al monstruo que había ayudado a crecer.

Lecciones para el futuro

Donald Rumsfeld, uno de los miembros de la Administración Bush que peor sale parado en el informe actual de la comisión del Senado, no se vio obligado a abandonar su cargo precisamente por alguno de los hechos por los que ahora se lo acusa y que ya estaban suficientemente documentados desde hace años y denuciados públicamente por medios de comunicación y sólidos libros. No, Rumsfeld sobrevivió a todas aquellas denuncias, acusó a algunas manzanas podridas del Ejército de los actos más repudiables que salieron a la luz pública, como fue el caso de Abu Ghraib, y sólo cayó cuando los propios mandos militares pidieron su cabeza por su manifiesta incapacidad como estratega miliar en las guerras de Afganistán e Irak.

Sin duda el actual informe es valioso, recopila cronológicamente algunos de los documentos oficiales clave que permitieron semejante vulneración de los derechos humanos -incluida la Orden Militar de Bush de 2001 citada- pero sólo tendría trascendencia y supondría un real ejemplo de rectificación ante el mundo entero, aunque sea muy tardía, si no se queda en papel mojado, si sirve para depurar responsabilidades políticas y penales y, sobre todo, si sirve para cambiar con el nuevo Gobierno radicalmente la postura de EEUU con respecto a los derechos humanos y el Derecho Internacional.