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¿Sensibilidad policial?

Fuentes: Rebelión

Llevamos muchos años padeciendo la chulería y la brutalidad de la policía vascongada, la misma que según el defenestrado Arzallus sería un dechado de virtudes ciudadanas, de solícita y paciente comprensión practicada además en euskara. Durante estos años, sin embargo, se ha confirmado inequívocamente la vieja ley según la cual el sentimiento humanitario de las […]

Llevamos muchos años padeciendo la chulería y la brutalidad de la policía vascongada, la misma que según el defenestrado Arzallus sería un dechado de virtudes ciudadanas, de solícita y paciente comprensión practicada además en euskara. Durante estos años, sin embargo, se ha confirmado inequívocamente la vieja ley según la cual el sentimiento humanitario de las fuerzas represivas se limita a la mejor represión de la humanidad que siente. En todas partes. Viene esto a cuento al leer los comentarios de Aralar, AB y Zutik que han calificado la violencia de la Ertzaintza estos pasados días como «enorme falta de sensibilidad». No es en modo alguno un problema de falta de sensibilidad ante las gentes que se manifiestan pacíficamente, sino justo de lo contrario, de una exquisita sensibilidad analítica para buscar siempre los mejores objetivos políticos previamente designados por el poder dominante, aunque para ello haya que apalear sin piedad. Lo que ocurre es que, como en todo, existen contenidos opuestos dentro de las mismas palabras. La sensibilidad policial empieza en la reverencia a la ley y al orden, aunque sean manifiestamente injustos, y se manifiesta decididamente frente al pueblo que protesta pacíficamente en demanda de algo justo y democrático. La sensibilidad del pueblo empieza con el dolor causado por la represión carcelaria y se manifiesta activamente cuando la policía le machaca a golpes. Se quiera o no admitirlo, en esos momentos chocan y se enfrentan dos sensibilidades antagónicas: la del dinero y la de la dignidad.

La lógica del dinero, que estructura la sensibilidad del poder, actúa tanto a nivel consciente como inconsciente. El gobiernillo vascongado y el PNV saben muy bien lo que está en juego actualmente en Euskal Herria y en la parte que ellos administran con permiso español. Saben qué es lo que puede ganar el pueblo vasco y lo que ellos pueden perder, y es aquí en donde interviene su profunda sensibilidad monetaria ya que desprecian al pueblo y adoran al dinero. Durante estos años siempre que se ha iniciado el camino hacia una posible solución democrática, la sensibilidad monetaria del PNV le ha llevado a sacrificar el bien público en beneficio de su bien privado: a finales del franquismo, a finales de los 80 durante las conversaciones de Argelia; en la segunda mitad de los 90 durante el proceso de Lizarra-Garazi. El gobiernillo y el PNV decidieron conscientemente boicotear estos intentos forzando su fracaso en la medida de sus responsabilidades. Con la frialdad del contable que sólo valora su ganancia económica decidieron ahorcar la democracia aun sabiendo que tal egoísmo generaría más sufrimientos y violencias. El inconsciente alienado por la lógica del dinero juega aquí un importante papel ya que sostiene el conjunto de ideologías, creencias y dogmas que cierran toda posibilidad de diálogo democrático con quienes rechazan la dictadura del dinero.

La lógica del dinero es autoritaria por esencia y reacciona furiosamente contra quien práctica la lógica de la dignidad. Quien adora al dinero no puede tolerar otros dios que él y toda su estructura psíquica funciona obsesivamente en esa dirección, aunque siempre existen especialistas en lavar su imagen real con otra propagandística. Hay que partir de aquí para comprender que es imposible que los cuerpos represivos, la Ertzaintza o cualquier otro, posean sensibilidades que no sean las del poder que les paga el sueldo. Han sido escogidos, seleccionados, formados y disciplinados para hacer lo que decide el mando, que, a su vez, está integrado en el núcleo duro del Estado, al igual que el resto de aparatos del sistema represivo en su conjunto. Comprendemos así por qué ha habido tan pocas revueltas de estos aparatos contra su propio patrón. Una señal definitiva de que el poder está en crisis es que comienza la división y el malestar dentro de dichas fuerzas, un sector gira más aún a la derecha o al fascismo y otro hacia la izquierda y resto permanece a la expectativa. Naturalmente, hay que analizar estas crisis una a una, pero esta y no otra es la experiencia acumulada desde que en la segunda mitad del siglo XIX las burguesías comenzaron a crear fuerzas policiales separadas de las fuerzas militares. Pero situaciones así sólo se producen en contados momentos, cuando la sociedad entera está polarizada por los antagonismos sociales irreconciliables. En previsión de tales riesgos angustiosos, los Estado crean cuerpos represivos especiales, más fanáticos y fieles que el resto, capaces de todo.

Mientras tanto, unos sectores tienen el convencimiento de que sirven a la sociedad, de que la defienden de cacos y maleantes, de que, en suma, son trabajadores del orden. Cumplen la ley porque es la ley, rutinariamente. No se preguntan de dónde surge ese orden, cómo se ha impuesto, a quién beneficia y en detrimento de quién va. Pero otros sectores disfrutan con su trabajo, con su «vocación». La lógica del dinero tiene una sensibilidad que gira siempre alrededor de la ganancia crematística directa, inmediata, la que se palpa en el sueldo a final de mes, en las prebendas, ayudas, chanchullos, enchufes, etc.. También existe una ganancia indirecta, psicológica, la que se obtiene mediante el ejercicio del poder y de la autoridad delegada ante las gentes que observan con alguna o mucha sumisión y hasta temor, o ante quienes se identifican con ese poder y toda su parafernalia en uniformes, gestos, poses, etc., con su latencia sexual subyacente. Es sabido que, por lo general, los uniformes producen sensación de superioridad, pero anulan o merman mucho la independencia personal y crítica de quienes los llevan. Ocurre lo mismo que en otras profesiones importantes para el Estado, como son los jueces y fiscales, por ejemplo. Sin entrar ahora al debate sobre la predisposición psicológica a la aceptación acrítica y hasta colaboracionista de la dominación, y sobre la personalidad autoritaria y sado-masoquista mayoritaria que pueda haber en estas profesiones o «vocaciones», sí es cierto que éstas apenas se han caracterizado por resistirse colectiva y prácticamente a la injusticia, aunque haya habido algún caso excepcional y muy digno que si lo haya hecho o lo esté haciendo. Si nos fijamos, dos de las profesiones que menos se han resistido colectivamente a las dictaduras, a los golpes militares, a las involuciones autoritarias e incluso a las leyes de los invasores, han sido la judicial y la policial. Un ejemplo de todo lo anterior lo tenemos en la práctica impune de la tortura.

Cuando por simples razones de oportunismo político, esas mismas fuerzas represivas que ahora nos machacan reciban la orden de no hacerlo, como otras veces ha ocurrido, simplemente permanecerán observando a la espera de recibir la orden contraria. Su código es la obediencia muy bien remunerada, e independientemente de las dudas que algunos puedan tener, cumplirán las órdenes que reciban porque están mentalmente condicionados para eso, porque vivir bien cuesta dinero y porque el autoritarismo es inherente a la defensa de la opresión. Su sensibilidad es la síntesis de estas tres características. No conviene olvidarlo, y es un error teórico y práctico con garrafales efectos políticos negarlo o minimizarlo hablando de «mínima falta de sensibilidad».