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Sí, esto era y esto es: nuestra parte de responsabilidad

Fuentes: Rebelión

En febrero de 2016, observando los inquietantes acontecimientos que se sucedían a mi alrededor, durante el gobierno del bizarro y moderado Rajoy, escribí un artículo para Diagonal, titulado Llamadlo fascismo, ya está aquí…, que concluía de este modo:

Es el fascismo, que, como se ha anunciado ya, como lo han anunciado otros antes que yo, ya está aquí… Un fascismo nuevo, quizás, en las formas: subrepticio y difuso, unas veces, chirriante y escandaloso, otras; pero, en realidad, antiguo en sus causas y en sus consecuencias terroríficas y deshumanizadoras. Avisados llevamos hace tiempo y avisados quedamos.

Quizás tengamos que volver a tomar las calles de nuevo, antes de que sea demasiado tarde, y vengan a por (todos) nosotros.

Al final, como se ha visto, no tomamos las calles; por el contrario, nos replegamos y nos dividimos aún más y aquí están.

Hay una parte de la izquierda que considera que no debemos hacer hincapié en nuestra responsabilidad, que no debemos ‘autoflagelarnos’; sin embargo, hay quienes consideramos que no solo no es malo hacerlo, sino que es nuestro deber explicarnos cuál ha sido nuestro papel en el ascenso de la derecha fascista en nuestro país.

Ya he dado mi opinión, otras veces, sobre las pulsiones suicidas y la ineptitud de los aparatos partidarios de la izquierda: el harakiri de Podemos, en este aspecto, ha sido modélico, como antaño lo fue el protagonizado por el aparato del PCE y, luego, de Izquierda Unida. También he escrito sobre los políticos aficionados y twitteros que pululan dentro de esos mismos aparatos o por sus alrededores: léase Carmena, Errejón, Teresa Rodríguez, Kichi, Baldoví y un largo etcétera, que confunden Twitter con la realidad o que, cuando han destrozado todo, con un rosario de malas decisiones, y le han dejado expedito el paso a la derecha, se van a sus casas o a sus profesiones de partida, como si nunca hubieran roto un plato y, encima, con esa pretendida aureola de héroes de la causa y de la coherencia política. Hoy, solo pretendo repasar, como hace siete años, algunos de los síntomas que me llevan a confirmar el diagnóstico.

El verano pasado, leí un artículo de Cristina Fallarás (del 16 de agosto) en Público, sobre lo agradables que son, por lo general, los escritores en las universidades de verano (y, en general, en todos los saraos a los que son invitados), mientras lo hacía pensé en lo agradable que era ella también, en su artículo, en el que se negaba a dar nombres propios, de modo que todo quedaba en un cansino ejercicio de generalidades que aburren y no van a ninguna parte; todo lo contrario me sucedió con otro artículo, algo posterior, de Juan Tortosa, del 3 de septiembre, en el mismo periódico, sobre la vuelta, tras el descanso estival, de los intoxicadores profesionales de nuestros medios, en el que no se ahorraba ni un solo nombre propio: una escritura no agradable, más útil y reconfortante.

Traigo a colación esos artículos, porque este es uno de los síntomas y, acaso, también de las causas de la lenta victoria del fascismo en nuestro país: somos y hemos sido demasiado agradables, tanto desde la cultura, como desde la política, pero especialmente desde la cultura, durante mucho tiempo; querer quedar bien con todos, no molestar a nadie, sobre todo, con los que nos pagan o con quienes tienen el dominio del campo en el que nos bregamos, aceptar sin decir ni pío sus reglas y protocolos, ha sellado nuestra derrota efectiva, no solo en el campo específico en que desarrollamos nuestra actividad y en el que deseamos sobresalir, a toda costa, sino en todos los campos, a la vez. En otras palabras, hemos dejado el relato de la disidencia a los fascistas.

Sé lo incómodos que resultan artículos como este (la censura y la autocensura demandada, no solo se practica en los medios del sistema y de la derecha).

Aunque no lo parezca, las recientes ferias del libro, en las que he participado (mea culpa!…) son otro buen ejemplo. La desconexión de esos saraos pretendidamente culturales con la realidad real es absoluta y su efectividad desmovilizadora e igualadora imbatible; pero lo más tremendo es que las pequeñas y medianas editoriales “de izquierda” y los escritores y escritoras “de izquierda” participamos en esa pantomima con entusiasmo y sin la menor distancia crítica. En vez de salirnos y crear nuestros propios espacios y eventos alternativos, conectados con lo real y discordantes, aceptamos sus reglas y sus protocolos, reproduciéndolos de un modo patético, cuando no trágico. Da grima confrontar esas colas enormes de pseudo-lectores, esperando a que les firme su ejemplar un pseudo-autor, un youtuber, un famosete o un influencer, en comparación con la soledad de los aspirantes al reconocimiento, aguardando impacientes y desmoralizados a que algún amigo o familiar venga a hacerse la foto contigo.

Esa rendición incondicional ante sus reglas y sus protocolos igualadores: por los que vale lo mismo cualquier famosete, youtuber o influencer de pacotilla, que quienes han dedicado su vida a la escritura; o peor, vale lo mismo un botarate revisionista que un riguroso historiador, o un científico, que un charlatán, o un fascista, que un demócrata, es otro síntoma de nuestra anunciada derrota y su completa victoria.

Estamos asistiendo, también, desde hace un tiempo, de un modo más lesivo y evidente, a otra rendición semejante en el campo del entretenimiento: más evidente y lesivo, digo, desde que el entretenimiento se ha convertido en una poderosísima máquina editorial, en manos de los grandes medios dominados por la derecha. Es en este contexto en el que las decisiones contrapuestas de Mónica López, de no asistir a El Hormiguero, y la de Javier Cámara, de asistir, devienen sumamente ilustrativas y definitorias de este estado de derrota permanente en que vive la izquierda. La valiente decisión de Mónica López es tan minoritaria, que ha quedado como un gesto señero y heroico, frente a la decisión lógica y normal, por habitual, del bueno de Cámara. El que el congresista y twittero Rufián considere que se debe ir y que se arrepiente de no haber ido, como ha hecho Pedro Sánchez, en estos días, a esas máquinas de fascistización, no deja de ser otro síntoma desolador; pues, en vez de preguntarse por qué la izquierda no ha sido capaz de generar medios propios de información, en estos cuarenta años (que podría perfectamente haberlo hecho); en vez de preguntarse cómo es posible que el gobierno más de izquierda que hemos tenido haya dejado TVE en manos de la derecha; en vez de plantearse las cosas de este modo, debaten cómo apuntarse y subirse a la ola de los medios dominados por la derecha económica y política.

No sé si me explico, pero creo que este planteamiento sobre la realidad mediática supone, de por sí, otra rendición en todas las líneas y anuncia sucesivas e inevitables derrotas, dejando el paso franco a la derecha más extrema y al fascismo.

Así sucedieron las cosas en los momentos de ascenso de los fascismos y así suceden, de nuevo, hoy; la derrota de los demócratas no es algo puntual que se dé en un proceso electoral o en un momento concreto; no, la derrota es paulatina y progresiva, en la normalidad del día a día y en todos los frentes de la vida social y cotidiana: cuando la mayoría acepta sin rechistar sus protocolos y sus reglas, su agenda política y su relato del mundo; cuando los escritores son agradables para no molestar a quienes les harán medrar, cuando nadie quiere molestar a nadie –tampoco a un energúmeno fascista– en una reunión familiar o en un programa de televisión; cuando verdad y mentira equivalen, y la profesión periodística no se distingue ya de la profesión más antigua del mundo; cuando los aparatos y los líderes de la izquierda se olvidan de lo esencial y se dedican solo a disfrutar de las migajas del sistema y a mantener sus sillones –o sus silloncitos– y a tratar de salir en las fotos o en el prime time; cuando las gentes de la cultura no creamos espacios y protocolos alternativos y disidentes, y jugamos a su juego, con las reglas que nos marcan; cuando un profesor, en la Universidad o en la Secundaria, renuncia a la verdad por no meterse en problemas; cuando una persona homosexual vuelve al armario, en el trabajo, para que no la despidan y la mayoría lo ve como algo lógico, inteligente y normal; cuando alguien “de izquierda” interviene en un programa junto a Inda o Ferreras, blanqueando su desfachatez e impostura. Esa izquierda, en fin, que no solo renunció a sus propios medios de comunicación, sino que, durante años, se convenció –incluso, hay quien sigue convencido– de que El País y La Sexta son “de izquierda”.

No son los líderes de la extrema derecha, las Ayuso, los Feijóo o los Abascal; no, no son ellos y ellas los más peligrosos, ni los causantes de la derrota de la democracia y del advenimiento del fascismo, tampoco lo son sus nichos de votantes cautivos o ideológicos; los realmente peligrosos son, por una parte, esa masa de votantes que se han tragado el relato construido e impuesto, a lo largo de esta legislatura, por sus grupos mediáticos y por un uso agresivo e inteligente de la mentira en las redes sociales; y, por otra parte, aquellos que no los han votado, pero que han renunciado a la defensa de la democracia, tanto en sus vidas profesionales, como personales. Los equidistantes, como Cercas o Muñoz Molina, o los que contemplan esa insoportable violencia sistémica contra el cuerpo de la mujer en TV: en esas series que siguen embobados, en la publicidad que los bombardea o en el entretenimiento que comparten. Los mismos que asisten embelesados a la machacona matraca del submarino de los cuatro multimillonarios y admiten sin rechistar el silencio despreciativo respecto del naufragio con treinta y nueve víctimas, el mismo día, cerca de Canarias. Pero también la izquierda política y cultural que no ha sabido reaccionar, en estos años: que ha mantenido esta división suicida y desmoralizadora, o que, instalada cómodamente en las instituciones, no ha dado respuesta al cansancio y desazón de la mayoría, comportándose –objetiva, en algunos casos, y subjetivamente, en otros– como auténtico establishment; integrada e instalada, desde los años noventa, hasta la gran crisis de la primera década de este siglo, en el relato del ‘fin de la historia’ o, en su defecto –como Almudena Grandes y Mendoza, entre muchos otros– en el de la «aburrida y democrática» comodidad de las sociedades del bienestar –ayunas de épica– como resultado final –no conflictivo– de la misma: sumándose alegremente a esa espiral privatizadora del arte y de la literatura proveniente del mercado y de la industria cultural. Cuando no, en muchas ocasiones, evitando cualquier conexión de la obra con la realidad material e histórica presente o aceptando, sin contradicción ninguna, esa lógica y natural autocensura que ofrezca productos aceptables y agradables para el mercado.

Es así, considerado todo esto, cómo dos aspectos de la realidad tan distantes aparentemente, como son el divorcio de la izquierda con una buena parte de los trabajadores y la penosa respuesta, de esa misma izquierda, al linchamiento mediático de la ministra Irene Montero: ese incomprensible encogimiento ante el espectáculo de su acoso y derribo, aparecen, desde mi punto de vista, como dos hechos conectados y extremadamente significativos.

La idéntica respuesta de Yolanda Díaz y de Pedro Sánchez, arguyendo la necesidad de expulsar a la ministra de Igualdad del actual proceso político por meras razones demoscópicas habla por sí misma. No es que Irene Montero lo haya hecho mal, que no se haya batido el cobre por los derechos de las mujeres, contra la violencia sistémica que padecen, y por los derechos y la felicidad de colectivos maltratados y acosados, poniéndose en contra a la ultraderecha fascista, al Partido Popular y a los medios de la caverna y de la caspa; no, no ha sido esa la razón; la causa ha sido simplemente demoscópica. Había que dar una respuesta agradable y ofrecer al monstruo fascista y a sus medios otra víctima propiciatoria con el fin de apaciguarlos; digo otra, porque han sido varias las víctimas que se le han sacrificado a ese mismo monstruo, no desde ahora, sino desde el mismo momento en que triunfó el golpe de estado del 23F y se acabaron, apenas cuando empezaban, los sueños democráticos. Y ya sabemos a dónde conduce esa política de apaciguamiento, tan solo, a retrasar lo inevitable.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.