Occupy Wall Street (OWS) vive una hora decisiva. Las ocupaciones han logrado desatar una tormenta de contestación política que ha radicalizado hasta el extremo la cuestión social norteamericana. Su visibilidad y su poder de movilización han sido un imán para una multiplicidad de luchas locales y parciales que existían en los márgenes del sistema, y […]
Occupy Wall Street (OWS) vive una hora decisiva. Las ocupaciones han logrado desatar una tormenta de contestación política que ha radicalizado hasta el extremo la cuestión social norteamericana. Su visibilidad y su poder de movilización han sido un imán para una multiplicidad de luchas locales y parciales que existían en los márgenes del sistema, y que ahora tienen un lugar donde converger, reafirmarse y reforzarse unas a otras. Las protestas también han atraído a un gran número de «nuevos ciudadanos» que se sentían incapaces de intervenir en la cosa pública pese a estar sufriendo las consecuencias de la crisis. Canalizando todo ese malestar, OWS ha logrado almacenar un potencial inmenso de energía destituyente. La cuestión esencial, frente a la represión y el asedio creciente del Estado, es saber si el movimiento será capaz de articular y actualizar esa energía en un frente común lo suficientemente poderoso como para asumir una capacidad real de oposición y transformación política.
En el fondo de la cuestión hay preguntas fundamentales sobre la identidad del movimiento, sobre quiénes deben ser sus interlocutores reales, sobre los fines, los medios y los tiempos necesarios de su lucha. En las últimas semanas, ese debate ha cristalizado en torno a dos extremos contrapuestos. Uno de los grupos de trabajo de Nueva York elaboró una propuesta llamada «Jobs for All», que exige la creación de un programa público de empleo, sanidad, educación y obras públicas financiado con nuevas tasas al capital y las rentas más altas; el fin de todas las guerras y el cierre de las bases militares en el extranjero. Mientras la Asamblea de Nueva York aparcaba la discusión de la propuesta, en Oakland una huelga general obtenía una impresionante victoria de la acción directa: contra todo pronóstico, miles de personas paralizaron la ciudad y lograron bloquear el quinto puerto comercial más grande del país. De Este a Oeste, la pregunta ¿qué hacer? surge una y otra vez con una fuerza desmedida.
Esa pregunta es en cierto modo el mejor síntoma de la salud del movimiento, pero también es un índice de los peligros que lo acechan. OWS teme fragmentar la «unidad» que hasta ahora le ha otorgado una coherencia vaporosa, pero también un inmenso poder mediático y político, y ese temor acaba generando una doble paradoja. Por una parte, las asambleas corren el riesgo de convertirse en nuevos «centros» de poder que reproduzcan las rigideces burocráticas del sistema que se pretende transformar. Como la autocrítica es constante, esa tendencia da lugar a debates apasionantes, pero también a una cierta obsesión consigo misma. Esta es la segunda paradoja: preguntándose hasta la extenuación quién es y qué quiere ser en realidad, zarandeado por varios superyós revolucionarios, el movimiento ha llegado a obnubilarse con su propia fuerza. Como Sísifo, OWS corre el riesgo de empujar cuesta arriba una exigencia de unidad, de pureza y de consenso que acabe por aplastarlo una y otra vez contra un fondo inmóvil, contra un «adentro» improductivo y narcisista.
Como muchos levantamientos de 2011, OWS tiene una capacidad inmensa para generar realidades autónomas, experimentos de organización y pensamiento democrático que anticipan espacios y tiempos políticos diferentes. Pero como los recientes desalojos se han encargado de recordar, esas construcciones no suceden en el vacío, sino que se han abierto un hueco por la fuerza de los hechos en el seno de un estado de excepción económica y social que no conoce límites ni fronteras. Las ocupaciones son frentes de resistencia ante una guerra global contra el trabajo y la democracia que amenaza con detonar todas las conquistas sociales de los últimos dos siglos. Por eso la pregunta ¿qué hacer? no puede tener ahora mismo una única respuesta: cualquier debate «constitucional» necesitará liberar un espacio más amplio donde respirar, y disponer de un poder social mayor y más concreto sobre el que apoyarse. Así que este es el desafío: seguir traduciendo la fuerza simbólica del movimiento en acto, en poder real, en una multiplicidad creciente de prácticas y luchas federadas y asociadas entre sí.
Para ello, cada vez parece más claro que será necesario mantener una cierta apertura táctica, estratégica e identitaria. El pensamiento sobre los fines y los medios, y la unidad misma de la lucha, sólo podrán desarrollarse en la alianza y la intersección de esas prácticas distintas. Por eso es fundamental que OWS no se encierre en sí mismo y continúe haciendo lo que mejor sabe: llenar la realidad de problemas inconmensurables. Inconmensurable es aquello que no tiene medida, algo que resulta imposible ubicar o definir usando mapas, esquemas y vocabularios habituales. Lo inconmensurable es un desafío a la realidad tal y como la entendemos y la explicamos, y ahí radica su potencial revolucionario: en esa capacidad de iluminar con una luz nueva paisajes que de pronto se han hecho viejos, palabras que han dejado de significar, respuestas que han dejado de valer. En su lugar, se empiezan a intuir posibilidades y oportunidades que parecían inimaginables hace apenas unos meses. Pero las posibilidades de por sí no cambian nada: son como nervios sin músculo, como mentes sin cuerpo. Las posibilidades necesitan llenarse de realidad, bucear en ella hasta politizarla por completo, hacer que la realidad misma se llene de fracturas y aperturas revolucionarias. No es el momento de mirarse fijamente en el espejo, sino de multiplicar la resistencia por las cuatro esquinas del sistema. Desde dentro hacia afuera, hasta ocuparlo todo.
Fuente: http://blogs.publico.es/dominiopublico/4259/sisifo-en-wall-street/