Al recibir el Nobel de la Paz, Obama recurrió a las ideas de San Agustín y de Santo Tomás de Aquino sobre la legitimidad moral de las «guerras justas». Al hacer eso, reanudó la tesis medieval de que existiría una única moral internacional, situada por encima de todas las culturas y civilizaciones. «En el grado […]
Al recibir el Nobel de la Paz, Obama recurrió a las ideas de San Agustín y de Santo Tomás de Aquino sobre la legitimidad moral de las «guerras justas». Al hacer eso, reanudó la tesis medieval de que existiría una única moral internacional, situada por encima de todas las culturas y civilizaciones.
«En el grado de cultura en que todavía se encuentra el género humano, la guerra es un medio inevitable para extender la civilización, y sólo después de que la cultura se haya desarrollado (Dios sabe cuando), será saludable y posible una paz perpetua.» Immanuel Kant, «Comienzo verosímil de la historia humana», 1796
La confusión ya era grande, y fue aún mayor, después del discurso del presidente norteamericano, Barack Obama, en defensa de la guerra, al recibir el Premio Nobel de la Paz, de 2009. Como liberal, Obama pudo haber utilizado los argumentos del filósofo alemán, Immanuel Kant (1724-1804), que también defendió, en su época, la legitimidad de las guerras, como medio de difusión de la civilización europea, hasta que llegase la hora de la «paz perpetua». Pero Obama prefirió volver a la Edad Media y recurrir a las ideas de San Agustín (354-430) y de Santo Tomás de Aquino (1225-1274) sobre la legitimidad moral de las «guerras justas».
La opción del presidente Obama no fue casual: a través de los santos católicos, en vez de los filósofos iluministas, él intentó reanudar la tesis medieval de que existiría una única moral internacional, situada por encima de todas las culturas y civilizaciones, capaz de abarcar los juicios objetivos e imparciales sobre la conducta de todos los pueblos y todos los estados. Y no debe haber pasado desapercibido al presidente Obama que el argumento de la «guerra justa» – sobre todo en el caso de Santo Tomás de Aquino- estuvo asociado con el proyecto de construcción de una monarquía universal de la Iglesia Católica, en los siglos XII y XIII. Lo que quizás él haya olvidado o desestimado fue que ese proyecto «cosmopolita» de Roma fue derrotado y desapareció después del nacimiento de los estados nacionales europeos. Al igual que la tesis de la «guerra justa» fue archivada después de la crítica demoledora de Hugo Grotius (1583-1645), el jurista holandés y liberal que demostró que en el nuevo sistema inter-estatal que se había formado en Europa era posible que frente a la única «justicia objetiva», coexistiesen varias «inocencias subjetivas».
En otras palabras: aun si se creyera en la existencia de una sola moral internacional dentro de un sistema de estados con igual poder, no habría jamás manera de arbitrar «objetivamente» sobre la legitimidad de una guerra entre dos estados. Por esto, en la práctica, este arbitraje correspondió siempre, a través de los tiempos, a los estados que tuvieron capacidad de imponer sus intereses y sus valores, como si fuesen intereses y valores universales. En los siglos siguientes, esta «paradoja de Grotius» se transformó en la principal contradicción y límite de la utopía liberal inventada por los europeos. Thomas Hobbes (1588-1679) e Immanuel Kant (1724-1804) percibieron desde el primer momento del nuevo sistema que la garantía del orden de los estados y de la libertad de los individuos exigía la presencia de un poder soberano absoluto, situado por encima de todos los demás poderes, y de la propia libertad de los individuos. Por otro lado, François Quesnais (1694-1774) y la escuela liberal de los fisiócratas franceses también concluyeron que el buen funcionamiento de una economía de mercado requerirá siempre de un «tirano esclarecido» que eliminase, por la fuerza, los obstáculos políticos al propio mercado. Y por último, Immanuel Kant concluyó que las guerras eran un medio inevitable de difusión de la civilización europea.
En todos los casos, se puede identificar la misma paradoja en el reconocimiento liberal de la necesidad del poder y de la guerra para difundir y sustentar la propia moral en que se funda la libertad, y el reconocimiento de que, en el campo de las relaciones internacionales, lo que se llama la «moral internacional» será siempre la «moral» de los pueblos y de los estados más poderosos. Edward Carr (1892-1982), el padre de la teoría política internacional inglesa, se refirió a estos países como miembros del «círculo de los creadores de la moral internacional», formado en los dos últimos siglos, por Gran Bretaña, los EE UU y Francia.
Para entender en la práctica cómo se dan estas relaciones, basta mirar hoy la posición de los anglosajones y de los franceses respecto al programa nuclear de Irán. Estados Unidos patrocinaron el golpe que depuso al presidente electo de Irán, en 1953, y apoyaron al régimen autoritario del sha Reza Pahlavi, junto con su programa nuclear, hasta su derrocamiento en 1979. Pero antes de esto, ya habían permitido que Israel tuviese acceso a la tecnología nuclear, con el auxilio de Francia y de Gran Bretaña, allá por 1965. Cuando entró en vigor el Tratado de No Proliferación Nuclear, en 1970, EE UU, Gran Bretaña y Francia conocían y escondieron el arsenal atómico de Israel, y nunca protestaron contra Israel por no haber firmado el tratado, ni haber aceptado las inspecciones de la Agencia de Energía Atómica de la ONU, además de haber rechazado la Resolución 487, de 1981, del Consejo de Seguridad de la ONU, que se proponía colocar las «facilidades atómicas» de Israel bajo la supervisión de la AIEA. Como resultado de esto, existe hoy una asimetría gigantesca de poder militar dentro de Oriente Medio: por un lado 15 países, con 260 millones de habitantes, y por otro, sólo Israel, con sólo 7,5 millones de habitantes y 20 mil km2, posee un arsenal de cerca de 250 cabezas atómicas, con un sistema balístico extremadamente sofisticado, y con el apoyo permanente de la capacidad atómica y de ataque de EE UU, dentro del propio Oriente Medio.
En este contexto, el olvido del «poder» en el tratamiento de la «cuestión nuclear iraní», y su sustitución por un juicio moral y de política interna, es una hipocresía y una manipulación publicitaria. Por ello, cuando se lee hoy la prensa estadounidense – en particular los periódicos liberales de Nueva York – uno se queda con la impresión de que las bombas de Hiroshima y Nagasaki cayeron del cielo, sin que hubiese habido interferencia de los aviones norteamericanos en el único ataque atómico jamás llevado a cabo sobre poblaciones civiles en la historia de la humanidad. Uno se queda con la impresión que el arsenal atómico de Israel también cayó del cielo sin la interferencia de Francia y de la Gran Bretaña, y con aquiescencia de EE UU, los grandes «creadores de la moral internacional». Y lo que es peor, se queda uno con la impresión que el Holocausto sucedió en Irán, o en el mundo islámico, y no en la Alemania del filósofo Immanuel Kant, situada en el corazón de la Europa cristiana.
(Traducción ALAI).
– Jose Luiz Fiori, filósofo y cientista de política internacional, Universidad Federal de Rio de Janeiro. Artículo originalmente publicado en portugués en la Agencia Carta Mayor de Brasil.
Fuente original: http://alainet.org