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El galáctico Imperio estadounidense

Somos el imperio

Fuentes: TomDispatch

Traducción del inglés para Rebelión de Carlos Riba García

Nos encontramos con el extranjero* y él es nosotros  

Introducción de Nick Turse

Imaginad un centro gubernamental secreto enterrado profundamente en las entrañas de una montaña, un lujoso refugio a prueba de bombas -disimulado en la densa roca y prácticamente sin una fisura- para que los funcionarios más importantes del gobierno puedan soportar una terrible catástrofe. 

Yo lo imaginé. Y mucho. 

Cuando era niño dediqué una enorme cantidad de tiempo a leer todo lo que pudiese encontrar sobre un complejo absolutamente secreto -una Casa Blanca de recambio, un hospital, un estudio de televisión, despachos, reservas subterráneas y vaya uno a saber qué más-, todo sepultado en el interior de una montaña de Virginia. Para un adolescente de los tiempos anteriores a Internet era difícil situar gran cosa en su interior, pero lo que encontré sobre Mount Weather ** me fascinó.  

Ahora que lo veo, me doy cuenta de que yo estaba cautivado, y tal vez subconscientemente nervioso, por la perspectiva de una tercera guerra mundial. Al parecer, ese conflicto futuro estaba omnipresente, un ingrediente más del caldo de la cultura popular en el que mi mente se sumergía regularmente. Las películas El amanecer rojo y El día después mostraban dos escenarios posibles de cómo podía desarrollarse una conflagración así: una guerra como la de Vietnam en territorio de Estados Unidos o un intercambio nuclear a gran escala entre Estados Unidos y la Unión Soviética. El presidente en ese momento sugería que nosotros podíamos evitar la devastación atómica de El día después mediante un colosal gasto en un sistema de defensa misilística con base en el espacio; un sistema que, en el espíritu cinematográfico del momento, los críticos lo apodaron «La guerra de las galaxias». Por otro lado, la serie WarGames, señalaba que alguna combinación de suerte tonta, una computadora inteligente y el increíblemente joven Matthiew Broderick sería capaz de -en el último y fatal segundo- resolver la difícil situación (¡gracias, Ferris Bueller!). ¿Qué niño de los ochenta del pasado siglo puede olvidar ese momento cuando tu última ciudad era destruida en el ‘Comando misil’ de Atari?  

Un estudio realizado entre 1978 y 1980 por la Asociación Psiquiátrica Estadounidense (APA, por sus siglas en inglés) con 1.000 alumnos de primaria y secundaria descubrió que «la amenaza inminente de una aniquilación nuclear había penetrado profundamente en la conciencia de los estudiantes». Sus respuestas al cuestionario «muestran que esos adolescentes están profundamente trastornados por la amenaza de una guerra nuclear, tienen dudas acerca del futuro y su propia supervivencia», escribió John Mack, profesor de psiquiatría en la Facultad de Medicina de Harvard y miembro del grupo investigador de la APA. Yo no recuerdo haber estado angustiado por esa perspectiva, pero ciertamente atrapó mi atención.  

Mientras leía y releía el libro lujosamente ilustrado y de gran formato escrito por John Bradley, World War III: Strategies, Tactics, and Weapons, y jugaba con mi G.I. Joes, el colaborador habitual de TomDispatch William Astore estaba yendo hacia otro centro diseñado para soportar un holocausto nuclear (aunque muy probablemente para achicharrarse ahí dentro). Hoy, Astore nos traslada desde los días de su adolescencia en la misteriosa montaña Cheyenne a los oscuros intermedios en el cine en el que una dieta regular de ‘operas espaciales’ y ‘películas de desastres extraterrestres’ -desde la icónica La guerra de las galaxias al reciente éxito de taquilla, la última entrega de El Día de la Independencia- proporciona una visión de la experiencia estadounidense del siglo XXI y una imagen de espejo deformante que propicia reflexiones poco halagüeñas de nosotros mismos y nuestras fracasadas y vacilantes guerras.

* * *

De las intervenciones militares de Estados Unidos, las películas de desastres extraterrestres y La guerra de las galaxias  

Quizás haya escuchado alguna vez la frase: «Nos encontramos con el enemigo, y él es nosotros». La famosa zarigüeya Pogo, del dibujante de cómics Walt Kelly, fue la primera en decirla. A la luz de las películas de desastres extraterrestres como la reciente continuación de El Día de la Independencia y las desastrosas guerras de Estados Unidos del siglo XXI, me gustaría proponer una ligera modificación en esta clásica frase: nos encontramos con el extranjero, y él es nosotros.

Permitidme que lo explique. Crecí leyendo y viendo ciencia ficción con una fascinación que bordeaba la pasión. En mi juventud, también sentí una gran admiración por la tecnología de punta, de características futuristas, de las fuerzas armadas de Estados Unidos. Cuando llegó el tiempo de ir a la universidad, me especialicé en ingeniería mecánica y me incorporé a la fuerza aérea de Estados Unidos. Nada más graduarme, fui destinado a uno de los entornos militares de más alta tecnología -de ciencia ficción (por no decir apocalíptico) posible: el comando espacial de la fuerza aérea en Cheyenne Mountain.

Para quienes no recuerden la inminencia de la amenaza, la atmósfera de fin del mundo de la época de la Guerra Fría, Cheyenne Mountain era un centro de comando alojado en túneles perforados dentro de la masa granítica de una montaña en el estado de Colorado. En aquellos días, yo me veía a mí mismo como uno de ls ‘chicos buenos’ que protegían a Estados Unidos de las invasiones de ‘extranjeros’ y de la posible aniquilación nuclear del país por obra de los impíos comunistas de la Unión Soviética. En ese momento -1985-, la idea que tenía de una invasión ‘extranjera’ estaba inspirada por la película Amanecer rojo, en la que los soviéticos y sus aliados cubanos invadían Estados Unidos solo para ser rechazados por un grupo de rebeldes adolescentes estadounidenses puros al estilo de los glotones (pensad en un vietcong estadounidense; la guerra de Vietnam había sido justo una década antes).

Aunque parezca extraño, a medida que progresaba en las fuerzas armadas, fui sintiéndome cada vez más incómodo con mi estatus de ‘chico bueno’ y acerca de quién exactamente estaba haciendo qué a quién. Por ejemplo, ¿por qué invadimos Irak en 2003 cuando ese país no tenía nada que ver con los atentados del 11-S? ¿Por qué estábamos tan concentrados en la dominación de los recursos del planeta, sobre todo el petróleo? ¿Por que, después de declarar la victoria total contra los comunistas ‘extranjeros’ en 1991 y adormecida para siempre la Guerra Fría (al menos eso parecía entonces), nuestras fuerzas armadas continuaban esforzándose por un «alcance y poder globales’ y lo que, sin ninguna intención de exageración o ironía, gustaba llamar «dominación total del espectro».

Aun así , fuera lo que fuera lo que estaba cociéndose dentro de mí, no fue hasta que me retiré de la fuerza aérea en 2005 que me enfrenté completamente con quien había estado mirándome en todas aquellos años: Me había encontrado con el extranjero, y el extranjero era yo.

La naturaleza alienígena de las intervenciones militares de Estados Unidos

La última película de la saga El día de la Independencia, pese a haberse ganado críticas desastrosas, es probable que continúe proyectándose en algún multisala cerca de su casa. El argumento básico no ha cambiado: despiadados invasores llegados desde muy lejos (una vez más) nos invaden con la intención de explotar nuestro precioso planeta aniquilando a la humanidad (algo que, por lo que bien sabemos, solo nosotros somos capaces de hacer). Pero nosotros, los seres humanos, tanto en esas películas como en la realidad, somos muy resistentes. Lo suficiente como para que los valientes y los afortunados surjan de entre los escombros y organicen un contraataque. A pesar de verse superados por la espantosamente superior tecnología de los alienígenas y su impresionante arsenal y poder de fuego, la humanidad encuentra la forma de salvar la Tierra y -no os sorprenderá saberlo- darle una soberana paliza a los intrusos.

¿Recordáis la primera entrega de El día de la Independencia, hace 20 años? Con todo lo manida y previsible que pudo haber sido, fue también un espectáculo caricaturesco… con ese piloto militar, Will Smith, mascando su cigarro; con el impresentable presidente Bill Pullman en la cabina de mando; y la Casa Blanca hecha añicos por aquellos extraterrestres. Eso era en 1996. Hacía cinco años que la Unión Soviética había desaparecido y Estados Unidos era la ‘única superpotencia’ del planeta. Aun así, ¿quién sabía que siete años más tarde, un muy real presidente de EEUU vestido con uniforme de vuelo en la cubierta de un portaaviones se treparía a un avión de combate para sentarse en una cabina de mando similar a aquélla después de haber hecho añicos una parte de Oriente Medio y se ufanaba con su versión de «misión cumplida»?

En el periodo que siguió a la invasión de Afganistán y el asalto «impresión y espanto» contra Irak, la interminable capacidad de destrucción de las guerras que se sucedieron después, junto con el despliegue -por parte del gobierno de Estados Unidos- de los drones piloteados a distancia y las unidades de operaciones especiales por todo el mundo, las películas de invasiones de extraterrestres ya no eran -al menos para mí- lo exageradas que habían sido, y no porque la última de la saga sonara más fuerte y fuera más tonta y más trillada que las anteriores. Sospecho que también hay algo más, algo que apenas ha afectado a nuestra conciencia: en estos años, nos hemos transformado en los alienígenas que invaden la Tierra.

Pensad en ello. En la última mitad de siglo, cada vez que se «despliega» el poder militar estadounidense -no importa cuándo ni dónde-, demasiado a menudo en ciudades y aldeas de países subdesarrollados -Vietnam, Afganistán, Irak…-, llega con la actitud de esos extraterrestres de ciencia ficción. Después de todo, ese poder llega portando un deslumbrante y futurista armamento y todo tipo de artilugios de alta tecnología (conocidos en la jerga militar como «multplicadores de potencia»). Después procede a construir bases ‘nodrizas’, que se parecen frecuentemente a pequeñas ciudades estadounidenses dejadas caer en un novedoso entorno. Hoy día, en esos territorios, los drones patrullan los cielos (recordad las películas de la serie Terminator), se derriban muros, se coloca alambre de espino y se brinda «protección a la fuerza» sobre el terreno mediante potentes lámparas de arco; son habituales los ataques con helicópteros y aviones de combate o con helicópteros armados de cañones, todos ellos tan parecidos a los vehículos aéreos de los alienígenas. Para señalar blancos que deben ser borrados del mapa, las fuerzas de EEUU ¡incluso utilizan rayos láser!

En el frente, los oficiales militares bajan de vehículos de alta tecnología para ladrar sus órdenes en una áspera lengua ‘extraterrestre’ (ya sabéis: en inglés). Incluso, mientras los líderes estadounidenses emplean palabras tranquilizantes con los nativos (y con la gente de ‘la patria’) sobre las fuerzas armadas de Estados Unidos y su condición de fuerza para la liberación humana, para alguien que casualmente vive en esos países el mensaje no podría ser más inequívoco: han llegado los ‘alienígenas’ y su plan es controlar todo, con las armas cargadas y preparadas para disparar.

Otros oficiales militares de Estados Unidos se han dado cuenta de esta transformación. Por ejemplo, en 2004, cerca de Samarra, en la provincia iraquí de Salahuddin, el por entonces comandante Guy Parmenter recuerda haber preguntado a un campesino si había visto por ahí a algún combatiente extranjero. La respuesta del hombre respondió con toda sencillez: «Sí, usted». Parmenter observó: «Hay un montón de intuiciones acerca de nuestra experiencia aquí [en Irak], y me han hecho pensar en cómo somos percibidos: ¿quiénes somos nosotros para ellos?».

Los estadounidenses pueden verse como liberadores, pero para los iraquíes y otros pueblos que están en la mira de Washington, de sus drones, aviones de combate y armas de tecnología punta, nosotros somos los invasores.

¿Recuerda usted detrás de qué estaban los alienígenas de El día de la Independencia?: de los recursos. En esa película ellos eran vistos como langostas viajando de un planeta a otro para despojarlos de sus objetos de valor y matar a sus habitantes. En estos días, a nosotros, esta narrativa debería sonarnos mucho menos ajena. Después de todo, ¿acaso habría cometido Washington lo hecho en el Gran Oriente Medio si esta región no hubiera tenido todo el petróleo que tiene, tan vital para nuestro estilo de vida signado por el consumismo? Eso es lo que pretendía la ‘doctrina Carter’ de los ochenta: definió el golfo Pérsico como una zona de «interés vital» debido a que, precisamente -citando la apropiada caracterización que de Irak hizo el subsecretario de Defensa Paul Wolfwitz-, «flota en un mar de petróleo».

Recuerdos de la Guerra Fría y las tropas de asalto imperiales

Se dé cuenta o no uno de ello, cuando se trata de la destructiva realidad de las ambiciones globales de Washington, la invasión de extraterrestres brinda una reveladora analogía; también lo hacen las ‘óperas espaciales’ como La guerra de las galaxias. Soy un seguidor de la original trilogía de George Lucas, que apareció en los años de mi formación. Cuando vi esas películas en medio de la Guerra Fría, nunca dudé que el autoritario Imperio de Darth Vader, en una remota galaxia, era la Unión Soviética. ¿No estaba acaso la URSS, a la que el presidente Ronald Reagan apodó «el imperio del mal», concentrada en la dominación imperial? ¿No tenía acaso el equivalente de las tropas de asalto, y no era nuestro trabajo «contener» esa amenaza?

Como muchos jóvenes estadounidenses de entonces, yo me veía como un valeroso rebelde, una mezcla del despreocupado y bromista Han Solo y el saludable e idealista Luke Skywalker. Por supuesto, George Lucas tenía en mente una visión más oscura y compleja, una en la que el presidente Richar Nixon -no un esclerótico premier soviético- era el modelo del emperador loco por el poder, mientras los adorables ewoks de El regreso del Jedi -con sus armas tan simples, aunque efectivas, y sus tácticas de insurgencia anti-imperilista- tenían la clara intención de evocar la resistencia de las fuerzas vietnamitas en una guerra estadounidense que Lucas había aborrecido. Pero demasiados pocos estadounidenses de los tiempos de la Guerra Fría pensaban en estos términos (yo lo hacía). El hecho de que nosotros fuéramos el cruel imperio del mal estaba fuera de cuestión. ¡Nosotros éramos el Jedi! Y hablando metafóricamente, ¿no fuimos quienes finalmente hicimos estallar la Estrella de la Muerte soviética y ganamos la Guerra Fría?

Entonces, ¿cómo fue que un descomunal Pentágono se convirtió en la Estrella de la Muerte de este momento? Nosotros incluso tuvimos nuestro propio Darth Vader encarnado en Dick Cheney, un vicepresidente que en realidad se enorgullecía de la comparación.

Piense el querido lector un minuto en la óptica de las típicas intervenciones militares de Estados Unidos en el siglo XXI. Mientras nuestros soldados se despliegan hacia lugares que para la mayoría de los estadounidenses podrían estar incluso en una remota galaxia, con todo su despersonalizador atuendo de combate y su armamento de alta tecnología, ciertamente tienen todo el aspecto de las tropas de asalto imperiales.

De ninguna manera soy la primera persona que se ha dado cuenta de esto. Como Roy Scranton, veterano de Irak, escribió en el New York Times, «Yo era el soldado sin rostro y los belicosos rebeldes eran los iraquíes». ¡Vaya!

Era frecuente que los soldados estadounidenses en ese país se movieran a bordo de enormes MRAP (vehículos a prueba de minas protegidos contra emboscadas), unos vehículos respecto de los cuales un comandante de batallón me dijo una vez que eran «torpes» e «impropios de un soldado». Junto con los tanques Abrams M1 y los vehículos de combate Bradley, el MRAP era el equivalente del Imperial Walker en La guerra de las galaxias. Esos vehículos, decía mi chistoso amigo comandante de batallón, no «propiciaban compromisos sociales con los iraquíes».

No es un defecto del soldado estadounidense -en tanto individuo- que en esos años estuviese disfrazado de soldado de asalto de La guerra de las galaxias. Su equipo estaba diseñado para que fuera resistente, es decir, difícil de romper, pero eso tiene un precio. En Irak, los soldados estadounidenses estaban recubiertos con un equipo que pesaba entre 40 y 50 kilos, incluyendo rifle, chaleco antibalas, casco, munición, agua, radio, baterías y gafas para visión nocturna. Y, aunque ligeras de peso, no olvidemos las ominosas gafas oscuras necesarias para soportar el brillo del Sol en Irak.

Ahora bien, pensemos cómo era visto ese soldado por los y las iraquíes corrientes -o afganos, yemeníes, libios, o prácticamente cualquiera que no fuese un occidental-. ¿No sería visto acaso como intimidante y ajeno; ciertamente, hostil y ‘extranjero’, sobre todo si te apuntaba con su rifle y farfullaba en una lengua incomprensible? Por supuesto, en términos de La guerra de las galaxias, eso era lo que pasaba en Irak. Una colega me contó que durante el tiempo de servicio allí, ella oyó que sus compañeros hablaban de los iraquíes como la «gente de la arena», los feroces asaltantes del desierto y carroñeros de la película. Si los vemos a «ellos» como feroces extranjeros, ¿debería sorprendernos que nosotros podamos ser vistos del mismo modo por ellos?

Mientras tanto, pensemos en los enemigos de Estados Unidos, sea el Talibán, al-Qaeda o cualquier otro de nuestros adversarios de esta época. Liberados de armas pesadas y ligeros de equipo, se desplazan en pequeñas bandas e improvisan sobre la marcha. Esos ‘terroristas’ -o ‘combatientes por la libertad’, según quien los mire- desde más de cerca se parecen (a la vista, al menos) a esos valerosos humanos supervivientes de El día de la Independencia o los variopintos aunque resueltos grupos de rebeldes de La guerra de las galaxias que a las patrullas fuertemente armadas de soldados estadounidenses.

Ahora, consideremos la típica respuesta militar de Estados Unidos a la agilidad y rapidez de esos ‘rebeldes’. Normalmente implica el despliegue de todavía más y más tecnología. Estados Unidos incluso ha enviado su propia versión de los Destructores Imperiales de Estrellas (nosotros los llamamos los B-52) a Siria e Irak para eliminar a ‘rebeldes’ montados en su versión de ‘vehículo veloz’ de La guerra de las galaxias (a saber, las camionetas Toyota).

Para navegar y negociar en el complejo «territorio humano» (una expresión real del ejército de EEUU) de los ‘planetas’ como Irak y Afganistán, las tropas estadounidenses apelan a un abanico de tecnologías de la era espacial, entre ellas la radiogoniometría, la intercepción de señales, el modelismo territorial y la navegación satelital con GPS. El enemigo, que forma parte de ese «territorio humano», no necesita de semejante tecnología para ‘dominarlo’. Como la comprensión de culturas ajenas y su peculiar «territorio humano» no es el punto fuerte de las fuerzas armadas de Estados Unidos, se ha sabido que ha contratado a antropólogos para que les ayuden en la tarea de aprehender los extraños comportamientos de los pueblos del planeta Irak y el planeta Afganistán.

Aun así, a diferencia del imperio demoníaco de La guerra de las galaxias o los despiadados alienígenas de El día de la Independencia, las fuerzas armadas de Estados Unidos nunca han afirmado que estén tratando controlar (o destruir) los territorios invadidos; tampoco que deseen la total aniquilación de su población (a menos que se tenga en cuenta la fantasía del «bombardeo de saturación» de Ted Cruz, el émulo de Lord Sith,). En cambio, prometieron retirarse rápidamente cuando hubiera acabado su misión liberadora, llevándose consigo sus soldados, su parafernalia ofensiva y sus ‘naves nodrizas’.

Después de 15 años en el planeta Afganistán y 13 en el planeta Irak, decidme una vez más en qué han acabado esas promesas.

En una galaxia muy, pero muy lejana  

Consideradlo una ironía de las películas de desastres extraterrestres que se las arreglaran para criticar las ambiciones de las fuerzas armadas de Estados Unidos en relación con los ‘primitivos’ nativos de las tierras remotas (aunque ninguno de nosotros y pocos realizadores de cine lo supiéramos). Guste o no guste, en su calidad de única superpotencia mundial dependiente de la tecnología más avanzada para satisfacer sus ambiciones globales, Estados Unidos aporta un modelo notablemente verosímil de los alienígenas -imperiales e imperiosos- de nuestra vida.

Por supuesto, nosotros los estadounidenses, orgullosos habitantes de la tierra de las armas y la única superpotencia que todavía queda en pie no queremos pensarnos como extraterrestres. ¿Quién lo querría? Vamos al cine para ver películas como El día de la Independencia o La guerra de las galaxias y nos identificamos con los rebeldes superados en potencia de fuego. Indicios en contrario: continuamos viéndonos como los desamparados, los rebeldes, los liberadores. Entonces -yo continúo creyendo-, una vez estuvimos, hace mucho tiempo, en una galaxia muy, pero muy, lejana.

Necesitamos regresar a ese tiempo y a esa galaxia. Pero, para hacerlo, no necesitamos una máquina del tiempo de alta tecnología ni un agujero de ciencia ficción. En cambio, necesitamos mirarnos a nosotros mismos con detenimiento y sin concesiones. Como Pogo, necesitamos estar dispuestos a ver lo evidente de nuestra naturaleza invasora. Solo entonces podremos empezar a convertirnos en el país que decimos que queremos ser.

* El autor juega deliberadamente con la ambigüedad del vocablo inglés alien, que significa extranjero pero también alienígena o extraterrestre. Lamentablemente, es imposible trasladar esta ambigüedad al castellano. (N. del T.)

** El autor se refiere al Centro de Operaciones de Emergencia de Mount Weather, una instalación del gobierno de Estados Unidos situada en Virginia. (N. del T.)

 William Astore , colaborador habitual de TomDispatch, es teniente coronel retirado de la fuerza aérea de Estados Unidos y profesor de Historia.

Fuente: http://www.tomdispatch.com/post/176163/tomgram%3A_william_astore%2C_we_have_met_the_alien_and_he_is_us/#more

Esta traducción puede reproducirse libremente a condición de respetar su integridad y mencionar al autor, al traductor y Rebelión como fuente de la misma.