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Trofeos de guerra

Fuentes: La República.com

El coro de las lamentaciones ha sido muy nutrido: «absolutamente deplorable», comentó el Secretario de Defensa de EE.UU.; la Secretaria de Estado mostró su «total consternación»; y el más alto jefe militar a las órdenes de Obama manifestó estar «profundamente perturbado». Pero quien se ha visto más directamente implicado por lo ocurrido, el comandante general […]

El coro de las lamentaciones ha sido muy nutrido: «absolutamente deplorable», comentó el Secretario de Defensa de EE.UU.; la Secretaria de Estado mostró su «total consternación»; y el más alto jefe militar a las órdenes de Obama manifestó estar «profundamente perturbado». Pero quien se ha visto más directamente implicado por lo ocurrido, el comandante general del Cuerpo de Infantería de Marina, tuvo que ser más explícito y declaró que los hechos objeto de tan extensa compunción «son totalmente incompatibles con los elevados niveles de conducta y de ética bélica que hemos mostrado a lo largo de nuestra historia».

La escena que ha provocado este generalizado rasgar de vestiduras en EE.UU. se ha difundido por todo el mundo: cuatro uniformados infantes de marina orinando sobre los cadáveres de unos afganos no identificados. Conviene añadir que en el vídeo tan propagado (aunque no en las fotografías) se han difuminado púdicamente los orígenes desde donde brota la cuádruple micción: como si lo reprobable fuera contemplar los órganos excretores de los bravos soldados y no la vergonzosa operación a la que están dedicados con entusiasmo. Escuchando atentamente se oye a uno de ellos decir: «Que tengas un buen día, colega… dorada, como una ducha», dirigiéndose probablemente a la víctima por él rociada.

Ciertamente hay mucho de lo que avergonzarse, pero la condena oficial de la «conducta inapropiada» de unos soldados suena a falso; sobre todo cuando hay antecedentes fidedignos de una aceptada obscenidad, solo reprobada oficialmente cuando salen a la luz pública documentos comprometedores. Las ya famosas fotos de Abu Ghraib fueron solo la parte visible de un iceberg profundo, producto de las guerras libradas contra unos países, lejanos e incomprensibles para los soldados invasores, y contra unos combatientes despreciados. Despreciados porque oficialmente habían sido calificados como «insurgentes», «terroristas», «malhechores» (esto es, agentes del «eje del mal» que inventó Bush II) y, por tanto, no eran vistos como enemigos, ni siquiera como seres humanos. Eran simples objetos ajenos sobre los que desfogar las frustraciones de unos soldados que no veían cerca la victoria que se les había prometido, la que justificaría sus padecimientos en el campo de batalla y les permitiría un triunfal regreso a casa.

Es una vieja y muy extendida tradición bélica el coleccionar trofeos de guerra. Entre los más deseados despojos en la historia de las guerras están las banderas y pendones del enemigo y sus mujeres. Pero la gama de posibles trofeos ha sido muy variada. Algunos indios de Norteamérica coleccionaban las cabelleras arrancadas a los blancos que invadían sus tierras; y los ejércitos napoleónicos arramblaron con todas las obras de arte que encontraron en sus correrías por Europa y África, enriqueciendo así los museos de la dulce Francia.

Años atrás, un veterano de las guerras españolas en África me mostró los dedos momificados, arrancados al cadáver de algún rifeño que en los años 20 del pasado siglo había muerto frente a la posición donde estaba destacado. No es que los venerara como el brazo de Santa Teresa (tan arrugados y repulsivos como éste se veían), pero para él eran el reconfortante recuerdo de un tiempo pasado en que luchó contra un enemigo y sintió la emoción juvenil de arriesgar su vida.

Ahora no es necesaria tanta violencia para conservar recuerdos bélicos. Basta una cámara digital o un teléfono móvil para mostrar a los demás, de vuelta a casa, lo que el valiente veterano, que sobrevivió a la violencia de la guerra, ha conocido muy de cerca y ha padecido. O para mostrar su audaz masculinidad, como en el caso aquí comentado, y jactarse años después, ante sus nietos, de su pasado como héroe de guerra frente a los humillados enemigos derrotados.

Pero esos trofeos acaban sirviendo, a la larga, para registrar indeleblemente la crueldad de la guerra y ponerla al alcance de los que viven ajenos a ella. No hay que ir muy lejos: le propongo al lector una dirección de Internet que lo demuestra; su horror puede ser insoportable, pero reflejan una realidad de hoy:

http://warisacrime.org/image/tid/55

Lo que observará el lector que abra esta página son simples fotografías que los soldados conservan o envían a casa, como trofeos de guerra. No necesitan cortar personalmente los dedos a un cadáver: ellos se limitan a fotografiar lo que ven. Son imágenes brutales y sangrientas. Son el resultado inevitable de la guerra, de cualquier guerra.

Pero es lícito preguntarse: ¿quiénes toman estas fotografías? ¿por qué lo hacen? ¿quiénes disfrutan con ellas? Y por último, ¿revela su difusión esos «altos niveles de conducta y de ética bélica» a los que aludía el comandante general de la Infantería de Marina?

«El horror… el horror», es la conclusión de Apocalipse Now, una de las mejores películas de guerra que conozco. Basta con escarbar bajo la delgada piel de la guerra para encontrar irremediablemente el horror, todo horror.