El presidente Trump protagoniza un drama excitante, cuya intensidad consiste en una lastimosa confusión entre ascenso y descenso, optimismo y pesimismo. Significa la sospecha creciente de que Estados Unidos ha sido un gran fiasco. Clases altas y bajas, medias e ilustradas, burgueses y proletarios, han depositado en la presunta democracia americana una esperanza religiosa, pero el país ha sido un centro internacional de actividad imperialista y financiera que simula una república nacional. Construido ‘sobre arena’ y no ‘sobre piedra’, su decadencia está en evidencia desde el siglo XX.
Ahora está la deuda de 36 trillones de dólares que nuestro héroe trata de enfrentar con recortes presupuestarios antipopulares y reduciendo la actividad internacional. Debe atajar el déficit comercial (Estados Unidos compra al extranjero muchos más bienes y servicios de los que importa), la economía informal –como corresponde a cualquier estado-nación burgués moderno– y de trabajo barato, representada en la inmigración constante de ‘ilegales’, y los gastos federales. Desde luego, a costa de los pobres. Las sorpresas por la insensibilidad social de Trump sugieren ingenuidad, como si los presidentes estadounidenses debieran ser socialistas o algo así. La reorganización económica –sea exitosa o no– la pagan especialmente los pobres, asalariados y comunidades étnicas subordinadas. Siempre ha sido así, y lo que procede es organizarse como clase en lugar de lamentarse y asustarse.
Asimismo, la indignación porque Trump es racista y sexista sugiere un olvido de que también lo han sido legiones de políticos, burócratas y ricachones norteamericanos, y esa sociedad en su conjunto. Los comentarios ingenuos de que el imperialismo ‘regresa’ ignoran lo que el país ha sido por doscientos años. Sin embargo, la indecente participación del gobierno de Trump en el genocidio israelí, su advertencia de bombardear Irán y sus exclamaciones anti-diplomáticas sobre Groenlandia, el Canal de Panamá y Canadá, parecen llamar la clase dirigente a considerar cómo dominar partes del mundo donde todavía pueda hacerlo, dada su disminución. Delata una nostalgia por el pasado, si bien el imperialismo herido de muerte podría ser más virulento. A la vez, reduce recursos a entidades de intervención en otras naciones como la CIA, USAID, National Endowment for Democracy, Radio Free Europe y el Pentágono.
Una búsqueda íntima o ‘soul searching’ estadounidense se deja ver en la consigna electoral de ‘Make America Great Again’, pues indica que en verdad Estados Unidos no es grande. Su crisis estuvo siempre ahí, y lo sorprendente es que tantos creyéramos por tanto tiempo que era cierto que dominaba al mundo. El imperialismo norteamericano está condenado desde la Revolución Bolchevique, la victoria soviética sobre Alemania nazi, la Revolución China, y el cambio del mundo que empezaron los países subordinados después de la Segunda Guerra Mundial. Es parte del declive de Occidente, donde la vida personal y social está esclavizada por el dinero más que antes, desde el neoliberalismo y la ‘economía de servicios’. En Europa occidental el deterioro de las sociedades se dramatiza con la pobreza, la represión política y racista, la escasa legitimidad del estado y su sumisión colonial a Estados Unidos. Su democracia multipartidista y parlamentaria es un simulacro, ya que el poder se ha concentrado en la Unión Europea. Habrá que ver si la Unión Europea sobrevive a las corrientes proteccionistas y ‘nacionalistas’ que, azuzadas por el trumpismo, cuestionan que deba seguir existiendo.
Mientras países emergentes forman rutas de desarrollo a base de su trabajo y creatividad nacional, combinando culturas autóctonas y propiedad privada, estatal y cooperativa, Estados Unidos ha ido de desastre en desastre. Su economía es guerrerista y los monopolios, al hacerse transnacionales, han redoblado la opresión sobre el pueblo norteamericano. Incluso en el periodo dorado de su economía, las décadas de 1950 y 60, abundaron las protestas y motines –verdaderas rebeliones populares contestadas con dura violencia policiaca– y las movilizaciones de afroamericanos, puertorriqueños, mexicanos, sindicatos, iglesias y estudiantes contra la pobreza y la guerra. Los asesinatos de políticos que se resistían al guerrerismo imperialista incluyeron un presidente (el tercero en la historia nacional).
Repulsivo y brusco –según la imagen que nos llega–, Trump se creyó el Mito del Presidente de Estados Unidos, que a través del mundo se ha considerado una especie de rey del planeta. Pero las instituciones de Washington son una construcción ideológica que viene desmoronándose por ejemplo con series televisivas de internet. ‘House of Cards’ narra irónica y crudamente la ritualidad falsa de las instituciones de gobierno, sus miserias intelectuales y morales, y su criminalidad secreta. ‘Succession’ retrata la incapacidad total de lo que sería la clase dirigente, cuyos personajes billonarios están impedidos siquiera de hablar o expresar un razonamiento y se hunden en su propia incultura y en tragicómicos torbellinos de perdición psicológica y ética; recuerdan la divertida síntesis de vulgaridad y persona billonaria en Trump, Musk y demás cuates magnates.
Esta administración ha aparecido en un punto extremo de la degradación intelectual norteamericana, desde el sistema escolar hasta altos funcionarios congresionales, judiciales y ejecutivos. La catástrofe intelectual es parte de la holgazanería implicada en una economía que se supone eternamente rica, y regida por las finanzas en lugar del trabajo y la producción. En Washington la corrupción siempre ha sido grande, pero antes se disimulaba con elegancia y educación formal.
El Hombre Naranja tiene el mérito de reconocer la caída en picada de Estados Unidos; en esto supera sus predecesores, incluido Obama, en quien el mito de justicia racial depositó tanta esperanza, como si la raza encarnara cualidades políticas. Ya que Trump nació un bebé millonario, cree que las cosas ocurren según el antojo personal. Poco diestro en leer y estudiar, ignora que aunque represente los intereses de la clase, y los defienda mejor que otros, un político necesita estar unido orgánicamente a su clase, pues la política difícilmente trata de individuos que actúan por su cuenta. Tiene en contra a buena parte de la clase dirigente y de las clases populares, y los medios de difusión principales. Hijo de esta época de crisis occidental del habla, de la conversación y del convencimiento, apenas explica sus decisiones o las circunstancias a que obedecen.
No es imposible que en 2020 el ‘Deep State’ (o aparato secreto) haya organizado un fraude electoral en su contra. No debería sorprender, habida cuenta de las intervenciones en otros países. El Establishment le tiró con casi todo, pero Trump se apoyó en masas populares, empresarios en dificultades y trabajadores empobrecidos por la desindustrialización que desde los 70 nuevas tendencias de la clase dominante impusieron, y la crisis de la agricultura, asociada a las deudas que estrangulan la pequeña empresa. Por su gran ímpetu empresarista y billonario –se le ha llamado egocéntrico– pudo prevalecer sobre los círculos de poder, los medios de comunicación y el aparato estratégico que supervisa tras bastidores las perspectivas de largo plazo de las fuerzas armadas, recursos naturales, inteligencia, tecnología y finanzas.
Ha sido una revolución relativa. El movimiento trumpista impuso sobre las resistencias del Establishment una visión realista de la situación de la misma clase dominante. Dejó ver que los partidos Demócrata y Republicano viven un mundo de fantasía e ignoran cómo enfrentar la triste realidad. (El énfasis Republicano en la lucha competitiva del mercado como vía de prosperidad, y en mayor autonomía para los cincuenta ‘estados’, tiene al menos alguna lógica, mientras los Demócratas carecen de propuesta, como si se hubiesen adormecido sobre el lecho de dinero del entramado imperialista con que urdieron un clientelismo paternalista de fondos federales durante generaciones.)
El ‘proletariado’ que dio impulso electoral a Trump, y acaso se identifica con JD Vance, denunciaba en sus marchas y protestas callejeras a las ‘élites globalistas’ –las grandes fortunas concentradas en las costas este y oeste–, la corrupción de Wall Street y Washington, y el historial de la gran prensa, de desinformación y encubrimiento, a la cual ve como cómplice de crímenes alrededor del mundo. Investigaciones independientes y la diversidad informativa de internet han contribuido a las sospechas del sector secreto –que nadie elige– del estado norteamericano en la muerte de los Kennedy, Martin Luther King y numerosos luchadores; las guerras de Corea, Vietnam, Irak, Afganistán y Siria; las agresiones contra Cuba y otros pueblos latinoamericanos; diversos golpes de estado y ‘cambios de régimen’; y las provocaciones contra Rusia.
El uso astuto de los medios digitales, se dice, produjo la victoria de Trump y su conexión con gente joven crítica o indiferente respecto a medios del Establishment que han sido puntos de referencia como The New York Times, Associated Press, los grandes diarios y cadenas, CNN, las televisoras más poderosas. A la vez la cultura digital expande el fenómeno de la sociedad del espectáculo, en que la imagen opaca la información y ésta se ‘resume’ en partículas ínfimas. Un fetichismo ignora los procesos sociales y la historia, y celebra la ‘preferencia’ y la sumisión de la mente al comercio. Se verifica una degradación intelectual del país norteamericano –que se evidencia en su política, y no sólo la de Trump– en relación a lo que había sido el pensamiento ilustrado a que la educación aspiraba.
Quizá más en la cultura anglosajona, la internet –y las nuevas adaptaciones del sistema neuromuscular a las máquinas digitales y a esa prótesis que es el teléfono celular– contribuye a una percepción de que las narraciones, imágenes, entretenimientos, representaciones y espectáculos son la realidad, aunque a menudo sean un escape de ésta. No es nueva la inclinación occidental a suponer que la subjetividad determina la realidad y el poder. Dígase si se quiere que estas inclinaciones se remiten a literaturas antiguas o han contribuido a ricas reflexiones sobre la relación entre lenguaje, psiquis, cultura, etc.; en el contexto norteamericano han significado banalidad e incoherencia, cosas que han ayudado al showman Trump y a lo que parece un gradual derrumbe de la institucionalidad.
Trump persigue revertir la desindustrialización y traer el capital al suelo nacional en lugar de buscar mercados en otros países, esto es, una revisión del rasgo típico del imperialismo moderno, la exportación de capital. No será fácil, sin embargo, despegar las inversiones norteamericanas de las producciones y negocios sobre todo en Europa, Japón y las Américas, y de las inversiones de estas regiones en Estados Unidos. Una unidad orgánica transnacional se ha formado en estos decenios cementada por la banca y el comercio, más aún después de que la revolución informática y digital ha anulado el espacio y el tiempo, por así decir, en las transacciones financieras.
La coerción imperialista de países, la guerra, la deuda propia y ajena y la economía ficticia han terminado oprimiendo la nación norteamericana. Urge un cambio de prioridades de la gran banca, cuyo dinero permite los generosos subsidios del gobierno, para renovar la producción y la identidad industriosa del propio país. Pero en Estados Unidos el gobierno debe someterse al capital, o en todo caso incentivarlo con enormes dineros. Queda por ver cómo una clase dominante dividida y bastante desarticulada ejercerá hegemonia sobre los grandes bancos y corporaciones.
No es imposible que los aranceles y los incentivos al capital para que opere en el país mejoren la balanza comercial y aumenten la tasa de participación laboral y la manufactura. Pero el ruido que produce la lucha sectaria entre los irritados bandos en contra y a favor del trumpismo –a veces se alude a una potencial ‘guerra civil’– dificulta una mirada objetiva del esfuerzo estadounidense para salir de la crisis. Sustituir la guerra con guerra comercial implicaría una admisión de que Estados Unidos ha de competir como los demás países en el mercado mundial, si bien con recursos que le dan grandes ventajas.
Trump llena un vacío de liderato. Aunque revalide en 2028 seguramente su popularidad disminuirá y eventualmente podrá sucumbir ante nuevas crisis, como tantos otros.
Serena y sosegada, desde Asia oriental la República Popular de China observa este espectáculo histórico la mar de interesante. Su prudencia bien puede representar que la humanidad tiene en el Oriente, sobre todo el Lejano, su parte más civilizada, experimentada y sabia, y en Occidente, sobre todo en el extremo americano, su parte más ruda, infantil y violenta. Los países del Sur global, Rusia y China avanzan mientras la alianza imperialista occidental de siglos entre Estados Unidos y Europa se deshace asombrosamente. Rusia derrota el cerco que la OTAN intentó montarle en Ucrania. Ni el grupo de Trump ni otros en su clase parecen tener idea de que el imperialismo norteamericano viene siendo derrotado por los pueblos. No sabe cómo todavía, pero Estados Unidos deberá atenerse a su dimensión nacional y aprender a vivir de su propio trabajo.
(El autor es profesor jubilado de la Universidad de Puerto Rico.)
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