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Crónicas desde el corazón de la bestia

Un apagón para recibir el décimo aniversario de los atentados del 9/11

Fuentes: Rebelión

Eran casi las cuatro de la tarde cuando en mitad de un email, entre palabra y palabra, se fue la luz en el edificio de la universidad en la que trabajo. Al principió pensé que se trataba de un problema de la computadora o de ese edificio, pero mientras bajo las escaleras a oscuras alguien […]

Eran casi las cuatro de la tarde cuando en mitad de un email, entre palabra y palabra, se fue la luz en el edificio de la universidad en la que trabajo. Al principió pensé que se trataba de un problema de la computadora o de ese edificio, pero mientras bajo las escaleras a oscuras alguien me indica que se trata de un apagón en todo el condado de San Diego, poco a poco nos informan de que no sólo es el condado de San Diego, sino también partes de Arizona, Orange County e incluso Nuevo México, en total casi dos millones de personas sin luz. Esta es la segunda vez que me encuentro en mitad de un apagón de esta magnitud. El primero fue en Detroit en el año 2004 y recorrió también varios condados del llamado Medio Oeste (Michigan, Indiana, Ohio).

Cada vez que ocurre, y por desgracia la privatización y especulación con el tendido eléctrico no nos permiten descartar que vuelva a ocurrir otra vez, recibimos una lección de humildad, pues se hace visible la vulnerabilidad de un modo de vida en el que la falta de acceso a una de nuestras fuentes de energía hace que todo el sistema colapse como un castillo de naipes. Como la vez anterior, dejan de funcionar los semáforos, las gasolineras no pueden dispensar combustible porque funcionan con sensores electrónicos, los bares y las cafeterías tienen que cerrar porque nadie puede utilizar sus tarjetas de crédito y ya nadie lleva dinero, las televisiones dejan de emitir, la red de telefonía móvil se sobrecarga y uno recibe mensajes de texto de amigos y familiares una semana después. De repente, pánico de pánicos, ha llegado el fin del mundo, pero no el que anuncian las radios evangélicas cada seis meses: estamos desconectados, enfrentados a nosotros mismos sin la mediación de pantallas, teléfonos móviles, redes sociales, bandas magnéticas y otras prótesis tecnológicas; hemos sido, en otras palabras, arrancados del autismo narcisista de nuestra cotidianeidad, rota nuestra inercia laboral, no sabemos quiénes somos.

Nada más salir a la calle me doy cuenta de que estamos en el escenario de una mala película de Hollywood sobre el Apocalipsis. La gente ha salido de todos los edificios de la Universidad y de las empresas de alrededor, parecen zombies perdidos después de un accidente nuclear: unos se rascan la cabeza, otros se llevan la mano al bolsillo en busca de no sé sabe qué, otros tienen la mirada perdida en el cielo como si esperaran algún maná o alguna señal, una chica mira incrédulamente a un iphone que se niega a funcionar, alguien pone una cámara en mitad del campus, dios nos libre de que la realidad se escape de las imágenes. Decido que ha llegado la hora de volver a casa y trató de regresar en el sistema público de autobuses de la universidad, pero ¡oh sorpresa! Alguien pasa en uno de esos cochecitos eléctricos – el Sierra Club nos acaba de dar un premio por ser el campus más ecológico-para anunciar que el sistema de autobuses no va a funcionar esa tarde. Este es el problema, este país ha abdicado ya casi completamente de lo público y lo común, no está preparado para una eventualidad de este tipo, lo único público que funciona son los generadores de los hospitales y las historias inverosímiles. Desde el principio se impone una versión según la cual un trabajador de la empresa SDGE, en la mítica Yuma, Arizona -donde paraban las caravanas de cowboys– ha cometido un error haciendo trabajo de mantenimiento en una central y ha fundido en cadena toda la red eléctrica. Es absurdo, pero es un reduccionismo manejable y, por lo tanto, ideológicamente productivo: todo el mundo ha cambiado un fusible en casa y ha visto como se iba la luz.

Tan perdido como Alfredo Landa en una película de marcianos, comienzo a cruzar el campus de un lado a otro, zombie entre los zombies, hasta que consigo, milagro, pasar una llamada a mí compañera, que lleva una hora en un atasco y ha avanzado 500 metros, para que me venga a buscar. Salgo del campus y en las grandes intersecciones que conectan con las autopistas (esto tal vez sea difícil de imaginar, pero en San Diego no se puede ira ninguna parte sin coche) no hay ningún guardia dirigiendo el tráfico, es la ley de la jungla, en la gasolinera de la esquina hay una masa desordenada de conductores dispuestos a pasar la noche como vampiros sedientos de gasolina. Comienzo a andar por un puente que cruza la autopista por encima, espacios en los que sólo he visto caminar a niños latinoamericanos limpiando los parabrisas de los autos o vendiendo chicles, hasta que me cruzo con mi compañera y subo por fin al coche dispuesto a vivir en primera persona Mad Max, pero desgraciadamente no vemos a Tina Turner por ninguna parte.

Una de las dos estaciones de radio que funcionan en todo el condado, después de 20 minutos de rock clásico para desorientar, explica que los policías no están en las intersecciones dirigiendo el tráfico porque están haciendo algo mucho más importante: defender la propiedad privada. Un oyente explica que un grupo de policías está a la puerta de un Wall-Mart para evitar saqueos. Son unos patriotas, pero de la patria de los ricos. El locutor de radio se congratula de que los semáforos no funcionen, muy a la Tea Party, porque basta ya de tanta intromisión del gobierno en nuestras sacrosantas libertades individuales, frente al otro y la solidaridad, siempre el caos y yo. Me pongo a gritar como un desaforado por la ventana «fuck you, fuck you!» hasta que mi compañera me explica pacientemente que la gente no sabe que le estoy gritando al locutor de radio y ya ha visto dos peleas unos metros más atrás, nunca se sabe en que guantera hay un arma automática y los ánimos andan caldeados.

Por fin llegamos a casa, después de ver coches abandonados, gente caminando por las autopistas y, por supuesto, colas frente a los pocos supermercados abiertos –ante la duda consuma que siempre tranquiliza. Entre velas y linternas, nos disponemos a cenar, de uno de los apartamentos de al lado sale el sonido de un acordeón, los vecinos cantan, por un momento es como si estuviéramos en un conventillo de Buenos Aires a principios del siglo pasado y hubiéramos recuperado nuestra humanidad.

Cuando vuelve la luz una pregunta de la radio se me queda clavada. Una y otra vez los locutores aseguran a la gente que no se trata de un ataque terrorista. Es claramente un síntoma. Cuando se va la luz en Tegucigalpa, en Dakar, en El Cairo o en Estambul no piensan que se trata de un ataque terrorista, pensaran seguramente en otras cosas. En algún lugar del subconsciente anestesiado de una buena parte de los norteamericanos -¡ tan conectados a las máquinas y tan desconectados de la realidad ¡– saben que en su nombre se están librando varias guerras de agresión imperial y que las víctimas de esas guerras podrían tener razones para atacarles.

Pero para evitar esta desagradable invasión de lo real, para que el subconsciente no haga demandas desorbitadas, están las horas y horas de televisión en las que los supervivientes de los atentados dan su testimonio, al lado de George W. Bush o Dick Cheney, cómo si estos también fueran víctimas de los atentados y no agresores. Y por supuesto, las imágenes una y otra vez repetidas de las torres colapsando, la obscenidad manipuladora de gentes desesperadas que se lanzan al vacío para no morir calcinados.

Tiene razón Ernesto Semán, el corresponsal de Página 12, cuando afirma que, paradójicamente, sobre el 11 de septiembre hay un exceso de memoria y, a la vez, no hay suficiente memoria, » los atentados del 2001 están tan presentes que no son pasado» escribe Semán [1]. La memoria en sí misma no es un valor, importa siempre preguntar qué se recuerda y, sobre todo, cómo se recuerda. Ya he escrito en otra parte que el gobierno norteamericano trata de inducir en sus ciudadanos un peligroso complejo melancólico agresivo que agita sobre sus cabezas los fantasmas de las víctimas del 11 de septiembre para confundir deliberadamente la justicia con la venganza [2]. La memoria hegemónica del 11 de septiembre actúa, de este modo, en dos direcciones que conspiran justamente para no dejarnos pensar críticamente el pasado: la primera espectaculariza y globaliza un evento nacional y local, la segunda borra otras memorias e invisibiliza otras violencias, otros muertos.

No deja de sorprender que los mismos que abogan porque nos reconciliemos, olvidemos y perdonemos los horrores del pasado en Guatemala, Argentina, Chile o El Salvador, son los que nos tildarían de terroristas si dijéramos que hay que pensar de otra manera lo que sucedió o que hay que olvidarlo para poder recordar. Cuando no se trata del monopolio de la violencia del Estado hay un imperativo categórico de recordar: ¿Dónde estabas tú la mañana del 11 de septiembre? Pero ¿por qué nadie dice dónde estabas tú cuando Pinochet decidió bombardear el Palacio de la Moneda? ¿Dónde estabas tú cuando mataron al Che en Bolivia? ¿Dónde estabas tú durante la invasión de Bahía Cochinos? ¿Dónde estabas tú durante la matanza de indígenas en Panzós, Guatemala? O más recientemente: ¿Dónde estabas tú cuando sacaron al presidente hondureño Zelaya de la cama, con premeditación y alevosía, para mandarlo al exilio?

Esta es la paradoja: somos todos, todo el planeta, convocados a recordar lo que sucedió el 11 de septiembre en Nueva York, pero la forma y el contenido sirven, paradójicamente, para cubrir con un manto de olvido los otros muertos, los otros 11 de septiembre. El 11 de septiembre, por una cuestión elemental de justicia, deberíamos recordar el Palacio de la Moneda, el suicidio de Allende acosado por los tanques y los aviones de su propio ejército y también la rebelión de los presos de Attica, en el Norte de Nueva York. Después de una huelga de los prisioneros por las condiciones de hacinamiento, el Gobernador de Nueva York ordenó la represión: la policía disparó 2,000 rondas de munición y mató a 39 presos y guardias. Después, la policía golpeó y torturó a más prisioneros y negó atención médica a los heridos por varias horas. El Estado de Nueva York se ha visto obligado recientemente a pagar 12 millones en reparaciones. «Attica somos todos» gritó Cornell West al final de su intervención y es que dentro y fuera de las fronteras de Estados Unidos hay otras memorias, otras violencias, otros muertos y también otros futuros menos ominosos [3].

[1] http://www.rebelion.org/noticia.php?id=135483&titular=surge-una-nueva-arquitectura-del-terror-

[2] http://www.rebelion.org/noticia.php?id=127730

[3]  http://rebelion.org/noticia.php?id=135596