Para Rosa Senserrich Teddy Roosevelt fue un presidente norteamericano, hoy olvidado por la mayoría de sus compatriotas, que, sin embargo, inspira ahora a los más duros halcones del gobierno de su país. Fue un hombre serio, un patriota, un tipo que popularizó el sombrero panamá posando en el canal que había robado a Colombia, un […]
Para Rosa Senserrich
Teddy Roosevelt fue un presidente norteamericano, hoy olvidado por la mayoría de sus compatriotas, que, sin embargo, inspira ahora a los más duros halcones del gobierno de su país. Fue un hombre serio, un patriota, un tipo que popularizó el sombrero panamá posando en el canal que había robado a Colombia, un prócer que tiene un río bautizado con su nombre en el Brasil, y a quien, para honrarlo, convirtieron su casa neoyorquina en un museo de sus recuerdos y de las glorias de los Estados Unidos. Pero si la población lo ha olvidado, no lo han hecho los más celebrados pensadores y estrategas del duro capitalismo de nuestros días, que citan a Teddy Roosevelt con frecuencia. Henry Kissinger (ya saben, uno de los artífices del más sanguinario imperialismo norteamericano, que anegó de sangre el Vietnam) mantiene en su libro Diplomacia que Teddy Roosevelt fue «el primer presidente que insistió en que el deber de los Estados Unidos era hacer sentir globalmente su influencia, y relacionar al país con el mundo en términos de un concepto de interés nacional.» Kissinger acepta que Roosevelt impulsó «la interpretación más intervencionista» de la Doctrina Monroe, y, pagado de sí mismo, sostiene que Roosevelt tuvo en las relaciones internacionales «una sutileza que no mostró ningún otro presidente de los Estados Unidos, y a la que sólo se acercó Richard Nixon.» Construyéndose su propio pedestal histórico, Kissinger omite, con modestia de colegial, que los asuntos exteriores del corrupto y carnicero Nixon estaban bajo su dirección, como secretario de Estado de su gobierno que era.
No es ninguna casualidad que, hoy, desde Kissinger hasta Kagan, pasando por Wolfowitz o Hungtinton -los círculos de la nueva derecha norteamericana, los bautizados neocons– se inspiren en el viejo Teddy Roosevelt. Roosevelt impulsó un nuevo imperialismo norteamericano, pero no lo creó. De hecho, su política exterior bebió de la que había diseñado William Henry Seward, secretario de Estado con Abraham Lincoln y con Andrew Johnson. En aquellos años sesenta del siglo XIX, Seward creó las bases de la construcción del imperio norteamericano, con la vista puesta en los mercados asiáticos, el control del Caribe, el proteccionismo y la captación de inmigrantes como mano de obra barata. Seward logró comprar Alaska, y controlar las Midway, consolidando para Estados Unidos la zona de Hawai. Tenía, incluso, la idea de que Washington podría forzar a Canadá y México a integrarse en la Unión. Era demasiado ambicioso.
Roosevelt también lo fue. Era un hombre educado, burgués, que no tenía remilgos a la hora de actuar, y mantuvo siempre una marcada inclinación por la naturaleza, la vida salvaje, la caza y las expediciones a tierras más o menos incógnitas. Miembro del Partido Republicano, era tradicional y conservador, aunque algunas de sus decisiones políticas suscitaron la simpatía de un vago movimiento que, a principios del siglo XX, en Estados Unidos, fue calificado de «progresista»: una mezcla de un nuevo nacionalismo que, para Roosevelt, debía regular los monopolios, y de las posiciones tradicionales del partido republicano. Creía en la superioridad racial del hombre blanco y en la expansión inevitable de su poder: la corriente intelectual del darwinismo racista acompañó, en su presidencia, al nuevo imperialismo norteamericano. Así, Roosevelt organizó la intervención norteamericana en Cuba, en 1898. Fue vicepresidente con William McKinley, y accedió a la máxima representación en 1901: sería presidente hasta 1909. Con él, se consolidó la política imperialista norteamericana, que llevó a impulsar la separación del istmo de Panamá de Colombia, en 1903, para construir el canal, que fue concluido en 1914. Partidario de la utilización de la fuerza en las relaciones internacionales, con su presidencia se populariza la diplomacia del dólar y del gran garrote, el «big stick» con que los Estados Unidos amenazarán al resto del mundo durante todo el siglo XX. Hasta hoy.
Era, también, un hombre previsor. Roosevelt creía en la necesidad de una nueva frontera para los Estados Unidos, tal como la había definido Frederick Jackson Turner: eso implicaba iniciar la expansión norteamericana por el mundo. Y eso hizo Roosevelt. En 1903 forzó a Estrada Palma, el primer presidente cubano, impuesto por Washington, a firmar la concesión perpetua de la base de Guantánamo, y mandó expediciones militares al Caribe. Tras la imposición a Cuba de la enmienda Platt, aprobada por el Congreso norteamericano en marzo de 1901 y añadida como apéndice a la Constitución cubana del mismo año, fue Roosevelt el encargado de poner en marcha su aplicación efectiva, lo que limitaría la soberanía cubana durante décadas. Ese año Roosevelt impulsó una rebelión en Panamá, a la que apoyó con tropas, para conseguir la secesión de Colombia y la independencia de Panamá: quería construir un canal para comunicar el océano Atlántico con el Pacífico, en la que fue una de sus más importantes decisiones de política exterior. En 1904 decidió ocupar Santo Domingo, añadiendo el célebre «corolario Roosevelt» a la vieja «doctrina Monroe»: según él, Estados Unidos podía «verse obligado» a ejercer funciones de policía internacional e intervenir militarmente en otros países. Eran tiempos duros. Son los años de los que nos habla Upton Sinclair en La jungla, los años de la carne podrida que vendían los mataderos de Chicago, y de la más cruel explotación de los obreros norteamericanos.
Teddy Roosevelt tenía la pretensión de convertir a Estados Unidos en una potencia mundial y puso así las bases del imperio. Intervino en las disputas europeas por el reparto de Marruecos, llegando a presidir la Conferencia de Algeciras que, además de poner a Marruecos bajo control internacional, y de concretar su reparto entre Francia y España, facilitó el comercio norteamericano en la zona. Participó, además, en las negociaciones entre la Rusia zarista y el Japón, en la guerra de 1905: consciente de la debilidad militar norteamericana en esa parte del mundo, Roosevelt quería frenar la expansión rusa y favorecer al Japón. Lo consiguió. El Tratado de Portsmouth sancionó así la derrota rusa y el creciente poderío japonés. Por su mediación en el conflicto, le fue concedido el Premio Nobel de la Paz, en 1906. Estaba satisfecho: un presidente norteamericano conseguía un premio de gran prestigio internacional, aunque aceptó la ocupación japonesa de Corea, que tantos sufrimientos y nuevas guerras traería.
A la vista de esa trayectoria, no es de extrañar que su presidencia inspire hoy a los más duros militaristas de Washington, que ilumine a quienes han elaborado la tesis de las guerras preventivas y de un nuevo siglo americano. Porque las ideas imperialistas desarrolladas por Frederick Jackson Turner, Thayer Maham y Brooks Adams iban a estar, desde esos años de la presidencia del primer Roosevelt, en el centro de la política exterior norteamericana. Era, además, un hombre consecuente: cuando todavía iniciaba su carrera política, el propio Roosevelt acudió a luchar a Cuba, al frente de sus Rough Riders, un regimiento de caballería que él mismo había creado para luchar contra España. Entonces, Washington proclamó que intervenía en Cuba por «razones humanitarias» y para «proteger a los ciudadanos e intereses norteamericanos», recurriendo a un lenguaje y unos pretextos que sigue utilizando hoy.
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La ciudad de Nueva York honra a Teddy Roosevelt: allí nació y fue gobernador del Estado, y aún se encuentran en Manhattan algunas huellas de su vida. En la taberna McSorley, en la calle 7, por ejemplo, está un retrato suyo, que le otorga el rango de vicepresidente. Así ha quedado para la historia, al menos en ese lugar. Puede seguirse su vida en diferentes obras: disponemos, entre otras, de una biografía escrita por Natham Miller. Sabemos, así, que Roosevelt procedía de una familia de raíces holandesas y que estudió en Harvard. Su primera esposa, Alice Hathaway Lee, murió a los cuatro años del matrimonio, y, dos años después, Roosevelt se casó con Edith Carow. Roosevelt tenía en ese momento menos de 30 años e inició entonces su ascensión política. McKinley le nombró después subsecretario de Marina, desde cuya responsabilidad Roosevelt empieza a preparar la guerra contra España de 1898. Hacía tres años que Washington había elaborado un plan para apoderarse de las colonias españolas de Cuba, Puerto Rico y Filipinas. Tras ser gobernador, llegó a la presidencia del país, después del asesinato de McKinley, liquidado en septiembre de 1901 por el desconocido anarquista León Czolgosz, un hijo de emigrantes polacos. El asesinato, en el que se quiso involucrar a la legendaria Emma Goldman, sin conseguirlo, creó una terrible convulsión en Estados Unidos, y Czolgosz, juzgado con extrema celeridad, fue condenado a muerte y ejecutado en la silla eléctrica al mes siguiente.
En Nueva York, en el 28 Este de la calle 20, está la casa de Teddy Roosevelt, que el municipio cuida con esmero. Allí nació y vivió el viejo presidente, oscurecido, décadas después, por el Roosevelt del New Deal y de la Segunda Guerra Mundial. Subí al primer piso, por una escalera de madera que crujía. En una sala, se veía un león disecado, una cabeza de oso y una silla de montar, recuerdos de sus cacerías. Roosevelt fue a África con la Smithsonian African Expedition, algunas de cuyas escenas pueden verse en las salas, junto a un mapa de la expedición Roosevelt-Rondon al Brasil, en 1914. Hay fotografías de un grupo de camellos, y un salacot colonial. Me fijé en los dos volúmenes escritos por él: African Game Trails. Al lado, destacaba una partitura de Lajos von Serly, con un dibujo representando a Roosevelt, armado con carabina, y con el pie puesto sobre un león muerto: se titula Roosevelt’s Grand Tiumphal March, y está dedicado al expresidente, a su vuelta de África y Europa, que tanto eco tuvo en la prensa. En otras imagénes se ve a Roosevelt con salacot, o con sombrero ante un elefante muerto. Y a dos negros, que tienen colgando de un palo a un leopardo vivo. En esa sala, la principal de la casa, se recogen otros aspectos de su vida de cazador: está presidida por un gran óleo donde Roosevelt está retratado con suma dignidad, y hay también una mesa de tapete verde, y, al lado, una antigua y rara bicicleta estática, con una sola rueda, y dos enormes pieles de cebra. Era todo un personaje, aventurero célebre, prócer de la nación.
Vi otras salas, donde vivían los Roosevelt, con tapizados oscuros, sillones y canapés de color verde, opresivos, y una chimenea con un reloj y dos obeliscos, al gusto burgués de la época. En una vitrina cerrada, se disponen los libros, de historia, paleontología, agricultura, zoología, política, historia de Grecia; allí están incluso los Spanish Papers, de Irving. También, la Historia de Roma, de Gibbon, y una historia de Napoleón. En el comedor, dispuesto para doce comensales, hay sillas de madera labrada, también oscura. Otra chimenea, de mármol, con un gran espejo, y tres ventanales con cortinones verdes, oscuros: qué obsesión por la oscuridad. Un armario con vajilla expuesta, otra vez verde, de bordes dorados y flores en el centro de los platos. El suelo, de moqueta, verde oscura. Es un conjunto opresivo, aunque luzca la vajilla inglesa.
Un hombre gordo, con uniforme del Nacional Park Service, me explicó los detalles de la casa, satisfecho de las gloras del país, convencido de la grandeza de Roosevelt. Mientras yo lo escuchaba, distraído, vi otra sala, que da a la calle. Hay una chimenea con un gran espejo de marco dorado. Un piano con una partitura: es música dedicada a un oscuro reverendo. Junto a ello, un armario expositor, con dos objetos ridículos: un huevo de color rosa, y una campana de vidrio con unas figuritas dentro. Las paredes tienen papel pintado, de flores y arquitecturas ornamentales. Hay dos sofás de color azul cielo, con sus sillas a juego, también tapizadas en azul, y los cortinones son del mismo color. Una lámpara de lágrimas en el centro, y, sobre la chimenea, unas cerámicas chillonas.
Arriba, están las habitaciones de la familia. En una, veo una cama individual, con una cunita al lado que tiene baldaquino con mosquitera, y una chimenea con un óleo que muestra el retrato de una mujer. En la repisa de la chimenea, perritos de porcelana, y ovejas, horribles. Una muñeca de porcelana está dispuesta sobre una pequeña silla. El papel oscuro hace la habitación opresiva, pese a que todo indica que debía ser de una niña. Hay también, un tocador, con espejo, y un balancín. Entre dos habitaciones, en el espacio que las comunica, hay un lavabo. Desde aquí, se entra en la gran habitación con el lecho matrimonial, severo, y una chimenea, un secreter, un armario de luna, y un tocador. El espantoso gusto burgués de principios del siglo XX. En el secreter-escritorio, veo un diario, cerrado, de 1885, y unos tinteros, con pluma de ganso. Una jofaina para lavarse. Aún, al lado, otra salita, donde destaca un cuadro con las firmas de los ministros de Roosevelt. Veo a un olvidado, y curioso, Charles J. Bonaparte, de Marina. Hay también libros de Roosevelt: Ensayos literarios, Problemas americanos, Recuerdos africanos, y alguna biografía.
En otra sala, de la planta baja, sus recuerdos políticos, fotografías de orador, una autobiografía. Se ve, incluso, una placa de unos Havana Cigars, que le hicieron con su efigie, y, dentro de la caja, dos puros. Aquí están algunas imágenes de la guerra de Cuba, de españoles, y de un ataque del 1 de julio de 1898, en Santiago de Cuba. Es curioso que ocupen más espacio sus objetos de cazador y explorador que sus recuerdos políticos.
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Me había encontrado con Roosevelt en otra ocasión, en Nairobi. Allí vi algunas imágenes de aquel hombre elegante partidario de «hablar suavemente y llevar un gran garrote», frase que utilizó para definir la política exterior que debía impulsar Estados Unidos. En el Stanley hotel se halla un bar que frecuentaba, aunque hoy le han cambiado el nombre. Se llamaba Safari bar. Ahora, pueden verse allí fotografías de época: la visita del príncipe de Gales, llegando a Nairobi, a Hemingway posando con unos amigos, tras haber cazado cuatro astados, o a Karen Blixen ante el porche de su casa, en 1931, y, en otra, disparando, también delante de su casa. Hay imágenes del tendido del ferrocarril de Uganda, con los obreros indios trabajando, todos con turbante. Pero las mejores fotografías son las del safari de Teddy Roosevelt. Son únicas. Puede verse en ellas a Roosevelt sentado delante de los parachoques de una locomotora, con otros tres amigos. Sonríen, están satisfechos. En otra, se ve un ricksaw tirado por un negro, en donde lleva a dos tipos, con salacot, traje y corbata.
Allí, al lado del Stanley, está el Norfolk hotel, el lugar desde donde Teddy Roosevelt inició su gran safari, el mayor de la historia, que duró casi un año. Es un hotel de lujo, de estilo Tudor, con ladrillo rojo. Aquí se alojaron los miembros de la expedición del presidente, entre ellos algunos célebres exploradores. Fue inaugurado en 1904, según vi en una felicitación del hotel, de 1946, que presumía de sus 42 años de servicio. El bar estaba envuelto en melodías europeas de siempre, y los sillones de mimbre, con cojines azules, dan la nota exótica y africana: recrear África en el mismo continente. Tras el mostrador, un cuadro muestra a tres askaris con gorros rojos, que acompañan a una mujer con salacot, y los ventiladores del techo alejaban el agobio del calor de la media tarde. El restaurante está dedicado a Lord Delamare, gobernador británico de Kenia, y es el más selecto de Nairobi, el que reúne hoy a los embajadores y a los ricos occidentales residentes en la capital de Kenia. Allí, los clientes hablan de safaris, mientros los camareros sonríen con sus bandejas, y los ventiladores del techo van a velocidades diferentes, adaptados al gusto de los comensales.
Las paredes del bar están pintadas de amarillo, y, en ese momento, servía las mesas un negro vestido con una casaca blanca, inmaculada. Tras el vestíbulo, se veía un gran patio ajardinado, con aspecto británico, al que dan las habitaciones, y un cuidado césped. Dentro, se ven algunas fotografías del hotel en los años treinta, de color sepia, entre sofás tapizados de verde y lámparas de tela en las mesitas. Me llamó la atención una fotografía, del centro de Nairobi, en 1940, con un autobús y un gran termómetro. En otras, se ve a una señorita (tal vez Osa Johnson), montada sobre una cebra, con pantalón corto y sombrerito. Y, en otra, los coches de la expedición Baboona, cargados hasta los topes: distingo al menos ocho vehículos. En una imagen, hecha por Osa Johnson, se ve un coche arrastrado por las acémilas, para vadear un río: era la forma de hacer safaris, hace casi un siglo. En otra, se ve la «parada ring», de octubre de 1928, con el príncipe de Gales y Beryl Markham. Y, finalmente, se ve al propio Roosevelt, ante el campamento plantado del safari, al lado de una gran bandera norteamericana, junto con otros tres tipos, uno de los cuales maniobra con una carabina. Hay algunas imágenes realizadas por el propio Roosevelt: en una, se ve una tienda de campaña, con la bandera norteamericana. Era un patriota.
En el restaurante Ibis se ve una fotografía de Roosevelt, con la carabina, ante un gran león muerto. Lleva puesto el salacot, y está serio, con su bigote blanco con las puntas hacia abajo, vestido de cazador, con el cinturón lleno de municiones. No se ve nada más: Roosevelt y el león. Me senté en uno de los sillones de mimbre, viendo la entrada y la recepción, ante la fotografía de un cazador que estaba apoyado con indolencia en la capota de lona de su coche, estacionado en una pista de tierra, ante el lago Nakuru. Era una fotografía de 1940: aquel tipo estaba allí, tranquilo, mientras el mundo estaba en guerra. Tras el mostrador del vestíbulo, había tres cuadros: uno, mostraba una fila de ricksaws, y los otros dos a señoritas con parasoles. Yo estaba anotando en una servilleta de papel, y, entonces, se sentó el pianista, me sonrió y empezó a tocar una melodía pizpireta, alegre, que saltaba entre los comensales del restaurante. Allí no aparecían los problemas de Kenia, de África, y el mundo podía seguir girando, sin preocuparse.
Intenté imaginar las escenas del safari. La caravana de Roosevelt, anota la biografía oficial de la Casa Blanca, se realizó en 1909, tras dejar la presidencia. Salió desde el Norfolk con novecientos porteadores, dicen, cargado de carros con los elementos necesarios, y llevando hasta tractores para arrastrar los vehículos por la sabana. Iban a cazar. Eran los dueños de Kenia. Cuentan que entre Roosevelt y su hijo mataron a más de quinientos animales, entre ellos nueve rinocerontes blancos, que estaban al borde de la extinción. Una carnicería, justificada por los animales que se enviaron después al Smithsonian de Washington.
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Termino. Lo que los historiadores norteamericanos han dado en llamar el «cierre de la frontera» norteamericana en la década final del siglo XIX, tras haberse apoderado Estados Unidos de buena parte de las tierras continentales de la América del Norte, que fueron arrebatadas a sangre y fuego a los pueblos indios o a México, contribuyó, junto con la crisis económica de esa década, a que los gobiernos de Washington impulsaran una política imperialista que ya mostraba ambiciones mundiales. Ahí estaba nuestro Teddy Roosevelt, el cazador. Es tentador, aunque no tenga ninguna validez científica, relacionar esos hechos de hace un siglo, con la oportunidad que supuso para Washington la desaparición de la Unión Soviética y, a finales del siglo XX, el inicio de una nueva crisis para Estados Unidos, ligada al lento pero constante declive de su potencia económica. Hay más coincidencias. Es curioso, pero los propios anarquistas norteamericanos desconfiaban de León Czolgosz, el anarquista polaco que mató a McKinley, y, hoy, todavía no sabemos qué se esconde tras esa fantasmal red de Al-Qaeda que protagonizó el 11 de septiembre de 2001. No pretendo jugar con teorías conspiratorias: sería ridículo pensar que quienes elaboraron el Proyecto del Nuevo Siglo Americano -los círculos académicos de las Fundaciones y universidades norteamericanas, relacionados con la gran empresa y con la industria armamentística, los Cheney, Wolfowitz, Rumsfeld y otros semejantes- cuentan con la maldad suficiente y la sutileza intelectual de entretenerse con laberintos de ingenio mientras preparan las nuevas guerras imperialistas, las «guerras preventivas» del moderno intervencionismo colonial. Pretendo apenas mostrar una extraña simetría, un oscuro juego de la historia, que lleva a relacionar el 14 de septiembre de 1901, el día que murió McKinley y pasó a ser presidente Roosevelt, el hombre que lanzó la política del gran garrote y del moderno imperialismo norteamericano, con el 11 de septiembre de 2001, un siglo después, con otro atentado, el de las Torres Gemelas, que dio a George W. Bush (un presidente que tantos puntos en común tiene con el viejo Roosevelt) la oportunidad de lanzar otra escalada imperialista en el mundo. Tal vez, para ellos, el mundo y la vida se reducen a una cuestión de cacerías. El mundo era un safari para Roosevelt, y se ha convertido también en una carnicería para Bush.