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«¡Usted no! ¡¡¡Usted!!!»

Fuentes: Rebelión

Traducido por Carlos Sanchis y revisado por Caty R.

«¡Eh!, ¡quíteme las manos de encima! ¡Usted no! ¡¡¡Usted!!!», se oye la voz de una joven mujer en la oscuridad del cine. Un chiste viejo.

«¡Eh!, ¡quite sus manos del Tíbet!», clama el coro internacional. «¡Pero no de Chechenia! ¡No del País Vasco! Y, por supuesto, ¡no de Palestina!». Y esto no es un chiste.

Como todos los demás, apoyo «el derecho del pueblo tibetano a la independencia o, por lo menos, a la autonomía». Como todos los demás, condeno las acciones del gobierno chino. Pero al contrario que todos los demás, no estoy dispuesto a unirme a las manifestaciones.

¿Por qué? Porque tengo la incómoda sensación de que alguien está lavando mi cerebro, de que lo que está pasando es un ejercicio de hipocresía.

No me importa un poco de manipulación. Después de todo, no es por casualidad que los altercados empezaran en el Tíbet en vísperas de los Juegos Olímpicos de Pekín. Eso está bien. Un pueblo que lucha por su libertad tiene derecho a usar cualquier oportunidad que se le presente para proyectar su lucha.

Apoyo a los tibetanos a pesar de que es obvio que los estadounidenses se están aprovechando de la lucha para sus propósitos. Claramente, la CIA ha planeado y ha organizado los alborotos y los medios de comunicación estadounidenses están dirigiendo la campaña mundial. Es una parte del forcejeo oculto entre EEUU, la superpotencia reinante, y China, la superpotencia emergente; una nueva versión del «Gran Juego» que se jugó en Asia central en el siglo XIX entre el imperio británico y Rusia. El Tíbet es una ficha en este juego.

Incluso estoy dispuesto a ignorar el hecho de que los mansos tibetanos han llevado a cabo un pogromo asesino contra chinos inocentes, matando a mujeres y hombres y quemando casas y tiendas. Este tipo de excesos detestables ocurre durante las luchas de liberación.

No, lo que realmente me indigna es la hipocresía de los medios de comunicación mundiales. Lanzan rayos y truenos con respecto al Tíbet. En miles de editoriales y debates se amontonan maldiciones e invectivas sobre la malvada China. Parece como si el tibetano fuera el único pueblo de la tierra a quien se le niega el derecho a la independencia por la fuerza bruta, como si sólo con que Pekín quitara sus sucias manos de los monjes vestidos de azafrán, todo se solucionaría y viviríamos en el mejor de los mundos posibles.

No hay duda de que el pueblo tibetano tiene derecho a gobernar su propio país, dar alas a su cultura única, promover sus instituciones religiosas e impedirles a los colonos extranjeros que los inunden.

Pero los kurdos de Turquía, Iraq, Irán y Siria, ¿no tienen derecho a lo mismo? ¿Los habitantes del Sahara Occidental cuyo territorio está ocupado por Marruecos? ¿Los vascos en España? ¿Los corsos apartados de la costa de Francia? Y la lista es larga.

¿Por qué adoptan los medios de comunicación del mundo una lucha de independencia y, a menudo, ignoran cínicamente las otras luchas por la independencia? ¿Acaso es más roja la sangre de un tibetano que la de mil africanos del este del Congo?

Una y otra vez intento encontrar una respuesta satisfactoria a este enigma. En vano.

Emmanuel Kant nos pidió: «Actuar como si el principio por el qué se actúa fuera a convertirse en una ley universal de la naturaleza» (tratándose de un filósofo alemán, lo expresó en un lenguaje mucho más enrevesado) ¿Es conforme a esta regla la actitud hacia el problema tibetano? ¿Refleja nuestra actitud hacia la lucha por la independencia de los demás pueblos oprimidos?

En absoluto.

Entonces, ¿qué origina que los medios de comunicación internacionales hagan diferencias entre las distintas luchas de liberación que se libran por todo el mundo?

Aquí están algunas de las consideraciones pertinentes:

– ¿Tiene el pueblo que busca la independencia una cultura especialmente exótica?

– ¿Son sus gentes atractivas, es decir «sexys», a la vista de los medios de comunicación?

– ¿La lucha está liderada por una personalidad carismática del agrado de los medios de comunicación?

– ¿Los medios de comunicación detestan al gobierno opresor?

– ¿El gobierno opresor pertenece al campo pro estadounidense? Éste es un factor importante, puesto que Estados Unidos domina una gran parte de los medios de comunicación internacionales y sus redes de agencias informativas y su televisión definen en gran medida la agenda y la terminología de la cobertura informativa.

– ¿Hay intereses económicos involucrados en el conflicto?

– ¿El pueblo oprimido dispone de portavoces cualificados que pueden llamar la atención y manipular los medios de comunicación?

Si tenemos en cuenta todos esos factores no hay nadie como los tibetanos. Disfrutan de las condiciones idóneas.

Bordeado por el Himalaya, el Tíbet está ubicado en uno de los paisajes más bellos de la tierra. Durante siglos, sólo llegar era una aventura. Su religión única despierta curiosidad y simpatía. Su no violencia es muy atractiva y suficientemente elástica para ocultar incluso las atrocidades más deleznables, como el reciente pogromo. El líder desterrado, el Dalai Lama, es una figura romántica, una estrella del rock de los medios de comunicación. El régimen chino es odioso para muchos; para los capitalistas porque es una dictadura comunista, para los comunistas porque se ha convertido al capitalismo. Promueve un materialismo espeso y feo, al contrario que los espirituales monjes budistas que pasan su tiempo en oración y meditación.

Cuando China construye una vía férrea a la capital tibetana a través de más de mil inhóspitos kilómetros, Occidente no admira la ingeniería, sino que ve (con razón) un monstruo de hierro que lleva cientos de miles de colonos Han chinos al territorio ocupado.

Y, por supuesto, China es una potencia en crecimiento cuyo éxito económico amenaza la hegemonía de Estados Unidos en el mundo. Una gran parte de la enferma economía estadounidense ya pertenece, directa o indirectamente, a China. El gran imperio estadounidense se está hundiendo desesperadamente en la deuda y China puede ser pronto el principal prestamista. La industria manufacturera de EEUU se muda a China, llevándose millones de puestos de trabajo con ella.

Comparado con estos factores, ¿que pueden ofrecer, por ejemplo, los vascos? Como los tibetanos, habitan en un territorio contiguo, la mayor parte en España y algo en Francia. También es un pueblo antiguo con cultura e idioma propios. Pero no son exóticos y no atraen especialmente la atención. No hacen ruedas de plegarias ni se visten de monjes.

Los vascos no tienen un líder romántico como Nelson Mandela o el Dalai Lama. El Estado español que se erigió de las ruinas de la detestada dictadura de Franco disfruta de una gran popularidad en el mundo. España pertenece a la Unión Europea, que está más o menos en el campo estadounidense: unas veces más, otras veces menos.

La lucha armada de la clandestinidad vasca es odiada por mucha gente y está considerada como «terrorismo», sobre todo después de que España concertó con los vascos una autonomía de largo alcance. En estas circunstancias, los vascos no tienen ninguna oportunidad en absoluto de ganar el apoyo mundial para su independencia.

Los chechenos deberían estar en una posición mejor. También son un pueblo separado que ha sido oprimido durante mucho tiempo por los zares del imperio ruso, incluidos Stalin y Putin. Pero ¡ay!, son musulmanes y, en el mundo occidental, la islamofobia ahora ocupa el lugar que estuvo reservado durante siglos para el antisemitismo. El Islam se ha convertido en sinónimo de terrorismo, se ve como una religión de sangre y muerte. Pronto se revelará que los musulmanes matan a los niños cristianos y utilizan su sangre para cocer el pan de pita (En realidad es, por supuesto, la religión de docenas de pueblos inmensamente diferentes, de Indonesia a Marruecos y de Kosovo a Zanzíbar).

Estados Unidos no teme a Moscú como a Pekín. China es diferente, Rusia no parece un país que pueda dominar el siglo XXI. Occidente no tiene interés en renovar la Guerra Fría, como lo tiene en renovar las Cruzadas contra el Islam. Los pobres chechenos, que no tienen ningún líder carismático o portavoces relevantes, han sido desterrados de los titulares. Por lo que al mundo respecta, Putin puede golpearles tanto como quiera, matar a miles y borrar pueblos enteros.

Eso no impide a Putin apoyar las exigencias de Abjasia y Osetia del Sur de separarse de Georgia, un país que enfurece a Rusia.

Si Emmanuel Kant supiera lo qué está pasando en Kosovo, se estaría rascando la cabeza.

La provincia exigió su independencia de Serbia y yo, personalmente, lo apoyé con todo mi corazón. Es un pueblo separado, con una cultura diferente (albanesa) y su propia religión (Islam). Después de que el popular líder serbio Slobodan Milosevic intentara expulsarlos de su país, el mundo despertó y proporcionó apoyo moral y material para su lucha por la independencia.

Los kosovares albaneses constituyen el 90% de los ciudadanos del nuevo Estado, que tiene una población de dos millones. El otro 10% son serbios que no quieren ser parte del nuevo Kosovo. Quieren que las áreas en las que viven sean anexionadas a Serbia. ¿Tienen ese derecho según la máxima de Kant?

Yo propondría un principio moral pragmático: Cada población que habita un territorio definido y tiene un carácter nacional claro tiene derecho a la independencia. Un estado que quiera mantener esa población tiene que procurar que se sientan cómodos, que reciban plenamente sus derechos, que disfruten de igualdad y tengan una autonomía que satisfaga sus aspiraciones. Para abreviar: que no tengan ninguna razón para desear la separación.

Esto es aplicable al Canadá francófono, a los escoceses en Gran Bretaña, los kurdos en Turquía y en otras partes, a los diferentes grupos étnicos de África, a los pueblos indígenas de América Latina, a los Tamiles en Sri Lanka y a muchos más. Cada uno tiene derecho a escoger entre la plena igualdad, la autonomía y la independencia.

Esto nos conduce, por supuesto, al problema palestino.

En la competición por la simpatía de los medios de comunicación mundiales, los palestinos no tienen suerte. Según todas las normas objetivas tienen derecho a la plena independencia, exactamente como los tibetanos. Habitan un territorio definido, son una nación específica, existe una frontera clara entre ellos e Israel. Hay que tener una mente retorcida para negar estos hechos.

Pero los palestinos están sufriendo varios golpes crueles del destino: el pueblo que los oprime reclama para sí mismo la corona de última víctima. El mundo entero simpatiza con los israelíes porque los judíos fueron las víctimas del crimen más horrendo del mundo Occidental. Eso crea una situación extraña: el opresor es más popular que la víctima. Cualquiera que apoye a los palestinos automáticamente se convierte en sospechoso de antisemitismo y de negar el Holocausto.

Además la gran mayoría de los palestinos son musulmanes (nadie presta atención a los cristianos palestinos). Puesto que el Islam suscita miedo y odio en Occidente, la lucha palestina se ha convertido automáticamente en una parte de esa amorfa y siniestra amenaza, el «terrorismo internacional». Y desde los asesinatos de Yasser Arafat y el jeque Ahmed Yassin, los palestinos no tienen ningún líder especialmente relevante; ni en Fatah ni en Hamás.

Los medios de comunicación mundiales derraman lágrimas por el pueblo tibetano cuyas tierras son ocupadas por colonos chinos. ¿Quién se preocupa de los palestinos de cuya tierra se apropian nuestros colonos?

En el tumulto mundial sobre el Tíbet, los portavoces israelíes se comparan -por extraño que parezca- con los pobres tibetanos, no con los malévolos chinos. Muchos creen que es bastante lógico.

Si Kant levantara la cabeza y se le preguntara por los palestinos, probablemente contestaría: «Denles lo que creen que hay que darles a todos y no vuelvan a despertarme para hacerme preguntas tontas».

Original en inglés:

http://zope.gush-shalom.org/home/en/channels/avnery/1207434781/

Carlos Sanchis y Caty R. pertenecen a los colectivos de Rebelión, Cubadebate y Tlaxcala. Esta traducción se puede reproducir libremente a condición de respetar su integridad y mencionar al autor, al traductor y la fuente.