En España, parte de la familia estaba muy preocupada cuando recibía las noticias de que un huracán de fuerza 4, casi cinco, con vientos sostenidos de hasta doscientos cuarenta kilómetros por hora, se cernía sobre la isla de Cuba. Estábamos allí de vacaciones con nuestros dos niños de tres y cuatro años cada uno, y […]
En España, parte de la familia estaba muy preocupada cuando recibía las noticias de que un huracán de fuerza 4, casi cinco, con vientos sostenidos de hasta doscientos cuarenta kilómetros por hora, se cernía sobre la isla de Cuba. Estábamos allí de vacaciones con nuestros dos niños de tres y cuatro años cada uno, y los abuelos se figuraban que los íbamos a exponer al desastre, tan chiquititos e indefensos. El jueves, siete de julio, no logramos tranquilizarlos demasiado cuando les contamos que nos encontrábamos en una nación volcada en la prevención de la catástrofe, ante un ejercicio prodigioso de movilización colectiva y civismo masivo. Pero no mentíamos por teléfono tratando de calmar los ánimos en la distancia. Decíamos la verdad y teníamos la tranquilidad interna de saber que no estábamos en el lugar equivocado con nuestras dos criaturas.
Anonadados, vimos las mesas redondas de las tardes de la televisión cubana convertidas en centro nacional de control de los preparativos. Fuimos espectadores privilegiados, junto con millones de cubanos, del trabajo, real y verdaderamente efectivo, de los máximos dirigentes del país. Sin trampa ni cartón, sin trajes de mil euros, sin ningún atisbo del espectáculo infinitesimalmente calculado al que nos tienen acostumbrados los políticos profesionales del mundo capitalista. Ministros y altos responsables sudorosos, sin maquillar, en camiseta y pantalón barato; responsables provinciales en sencillo uniforme verde oliva -hermosa ausencia de parafernalia militar en un pueblo hecho ejército-; el máximo dirigente entregando horas y horas de su tiempo al escrutinio público de la defensa de las vidas de los ciudadanos y ciudadanas cubanos. La nación entera se movilizó y cada cual sabía bien cuáles eran sus responsabilidades familiares y comunitarias. Todos los rincones del país estaban preparados porque el tejido social impresionante de la Revolución llega a todos lados a la hora de proteger vidas e infraestructuras. Y todos los esfuerzos… monitoreados desde la emisión estrella de la televisión pública, en una experiencia insólita en el podrido mundo mediático de la globalización capitalista.
Dennis fue un azote brutal para la isla. La atravesó en diagonal, barrió todo el centro del país. Hubo enormes inundaciones en las provincias de Villa Clara y Matanzas, un millón y medio de personas tuvieron que ser evacuadas antes de la llegada del ciclón. Mató a poco más de diez personas. Se llevó por los aires miles de tejados, destruyó el acuario de Santiago de Cuba, las instalaciones de la Sierra Maestra, la cosecha de mangos… Pero nada parecido a un cataclismo, no se derrumbaron la nación y sus leyes ni medio segundo. Pudimos sentimos tranquilos y seguros. Ningún peligro para nuestras vidas. Cero caos. Cuba no perdió ni un instante los cimientos de la normalidad. Y con una velocidad encomiable, todo el pueblo se puso manos a la obra para restaurar, lo antes posible, construcciones y servicios. En apenas una semana, se dejó de hablar tanto del huracán.
Dennis fue un Mitch sobre una nación civilizada. Ojo, no digo país, ni digo rica. El huracán Mitch arrasó unos cuantos países sometidos a la barbarie del capitalismo. Eran muy pobres, si bien los indicativos de renta per capita de todos ellos -el modo liberal de medir la riqueza de un país- superan los cubanos. Mi familia pensaba en un Mitch, pero Dennis pasó sobre una nación civilizada. Cuba es socialista. Parece que es la única manera en que se puede seguir siendo nación civilizada en estos tiempos de capitalismo global, total.
Por supuesto, no regresamos a España hasta que acabaron nuestras vacaciones en Cuba, a finales de junio. En el aeropuerto nos esperaba mi padre, no la prensa. Apenas nadie habló casi nada de Dennis en España. Si hubiera resultado catastrófico, los medios se habrían volcado en mostrar muerte y destrucción y no habrían dudado en atribuir los daños al socialismo. Pero como, en realidad, sucedió todo lo contrario, silencio total. En España no es noticia, vaya, que una nación de menos de tres mil dólares de PIB per capita toree con maestría un huracán de fuerza cuatro, casi cinco.
Ahora, los españoles que han tenido la desgracia de veranear en Lousiana (EEUU) regresan antes de tiempo a sus casas. En el aeropuerto, cuentan sus vivencias traumáticas a decenas de periodistas. Hablan de un escenario más de guerra que de catástrofe natural. Describen tiroteos, muertos flotando por las calles, saqueos y violaciones, horrores sin fin y dificultades para abandonar la zona. Han visto una desbandada de individuos sazonada de diarreas y cólera, y tiburones acostumbrados al libre comercio que no dudan en pescar en aguas revueltas, a menudo a golpe de pistola. Se quejan de que los cuerpos de seguridad, la única presencia real del estado en la zona, se dedicaba más a proteger la propiedad privada que a rescatar a la gente. Quién lo iba a decir. Resulta que Katrina ha sido el Mitch que mis familiares se figuraban para Cuba. Con sus vientos de 250 kilómetros por hora, entró hace ya más de una semana en EEUU, un país, que no una nación civilizada, muy, muy pobre, aunque su renta per capita supere los 36.000 dólares anuales.