Estamos esperando a Sandy. En la calle se oye el viento, a ráfagas, y a algunos vecinos que han bajado al patio a fumar, como excusa para estar con otra gente. En la radio avisan de que quizá tengan que dejar de retransmitir en AM. La gente llama y dice que nunca había visto una […]
Estamos esperando a Sandy. En la calle se oye el viento, a ráfagas, y a algunos vecinos que han bajado al patio a fumar, como excusa para estar con otra gente. En la radio avisan de que quizá tengan que dejar de retransmitir en AM. La gente llama y dice que nunca había visto una cosa así y el locutor responde que es cierto, que esto ya está en los anales de la meteorología. El huracán aún no ha tocado tierra. A la calle salimos los curiosos, algunos a fumar, otros a pasear el perro; nos miramos y nos reconocemos.
Estamos esperando a Sandy porque no podemos hacer otra cosa. El metro no funciona, la mayoría de las tiendas y de los centros comerciales de Brooklyn cerraron ayer, más temprano que de costumbre para que los empleados pudieran volver a casa antes de que se acabara el transporte público. Pero también, sospecho, para apresurar a los clientes y promover, como siempre pero hoy de manera más exagerada, el consumo irracional. Y es que nada puede parecer irracional cuando decretan estado de emergencia, todo sirve para el por si acaso, todo sirve ante la perspectiva de pasar tres días encerrado en casa con esos desconocidos que se llaman familia. En la radio dan consejos a los padres para hacer actividades con sus hijos en caso de que se queden sin electricidad, es decir sin tele y sin internet y sin videojuegos; unos minutos después el alcalde Bloomberg aconseja a los neoyorquinos que saquen un bocadillo de la nevera y se sienten a ver la televisión.
Ayer ya esperábamos a Sandy. En Flatbush Avenue, un padre enseñaba a hablar a su hijo, Say hurricane, le decía, say hu-rri-ca-ne. Manhattan estaba más vacía que cualquier domingo y en el supermercado había colas larguísimas y estanterías vacías y una señora que gritaba por teléfono y decía que ya había conseguido agua, pero que aún le faltaba comprar muchas cosas. A todos nos faltaba comprar muchas cosas. En las colas la gente tenía carros llenos de ropa, algunos corrían de una tienda a otra, con cara de preocupación, había que comprar antes de la catástrofe. Probablemente al mismo tiempo los alumnos de NYU recibían un email del vicepresidente de la universidad en el que les avisaba de las medidas que tenían que tomar ante el temporal: entre otras cosas, prohibía el uso de velas en las residencias universitarias, por si acaso, para evitar incendios. Probablemente al mismo tiempo miles de teléfonos móviles recibían un mensaje de alerta, un sonido estridente como de sirena de toque de queda, que les avisaba de que tenían que evacuar la zona A de Brooklyn. Los mensajes llegaban a teléfonos fuera de la zona A, por si acaso.
Esa misma alarma acaba de sonar otra vez en mi teléfono. Son las 8.00PM, Take shelter, refúgiense. Sandy ha tocado tierra hace dos horas. Quizá Sandy sea realmente una tormenta para los anales de la meteorología, de hecho ya ha dejado 65 muertos en Haití, aunque eso no sale en las noticias. Pero que haya llegado es lo de menos; hace mucho que la esperábamos y ahora no vamos a dejarla ir así como así. Sandy se llama hoy Sandy pero mañana puede llamarse Halloween, o Thanksgiving, o el terrorismo global. En este país, las amenazas se suceden como las decoraciones en las casas y en las tiendas, sin respiro, sin dejar un minuto en blanco; a las calabazas les siguen los pavos, a los pavos, las guirnaldas. Este país que necesita crearse ficciones para dar densidad a una vida evaporada en pantallas y en tarjetas de crédito; esta sociedad que construye casas alrededor de escaleras de incendio, por si acaso.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso de la autora mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.