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1-O: el fracaso de Rajoy

Fuentes: Rebelión

El 1-O ha mostrado dos resultados básicos: el carácter autoritario del Gobierno del PP, con su apuesta represiva, y una gran movilización democrática y pacífica de la ciudadanía catalana. El Gobierno de Rajoy, inmovilista y reaccionario, ha fracasado estrepitosamente. Su estrategia impositiva de restricción de derechos democráticos de la sociedad catalana, ha perdido legitimidad ante […]

El 1-O ha mostrado dos resultados básicos: el carácter autoritario del Gobierno del PP, con su apuesta represiva, y una gran movilización democrática y pacífica de la ciudadanía catalana. El Gobierno de Rajoy, inmovilista y reaccionario, ha fracasado estrepitosamente. Su estrategia impositiva de restricción de derechos democráticos de la sociedad catalana, ha perdido legitimidad ante la opinión pública de Catalunya, España y el mundo entero. La credibilidad democrática de la derecha española ha quedado en entredicho. Su relato, centrado en la aplicación de la legalidad, ha sido insuficiente y contraproducente.

Su justificación maniquea y sectaria de un ‘nosotros’ (la élite gubernamental y sus aliados ‘constitucionalistas’) que defienden el Estado de derecho, la convivencia y la racionalidad frente a un ‘ellos’ (los ‘secesionistas’ catalanes y el resto de soberanistas) antidemócratas, divisionistas e irracionales (pasionales) no ha cuajado. Su idea de ‘empate catastrófico’ pretendía explicar la necesidad del desempate marginando a los supuestamente populistas que querrían destruir el Estado y España. Pero, ante la evidencia de la doble actitud en el conflicto, una dirección política represiva y una ciudadanía democrática y pacífica que quería votar, toda su retórica ha quedado desacreditada y su estrategia política desnuda con su autoritarismo inconfesable.

Pero, además, desde el punto de vista fáctico, el Ejecutivo de Rajoy ha mostrado su incapacidad para impedir la libre expresión de millones de personas y su reafirmación en la defensa de su autogobierno. Desde el punto de vista político, de las relaciones de poder, ya que los criterios éticos y democráticos le resbalan, es la mayor crítica que diferentes sectores mediáticos, socioeconómicos e institucionales pueden constatar: su gestión ineficaz para garantizar sus objetivos de neutralizar el proceso del Govern hacia la independencia. No ha sabido y no ha podido, con todos los mecanismos jurídicos, policiales, económicos y administrativos del Estado, impedir la masiva marea democrática y participativa en torno a la consulta planteada. Ellos mismos lo reconocen a medias: les ha desbordado la situación. Les ha cegado su prepotencia reaccionaria y su infravaloración de la masividad y firmeza de la cultura democrática, cívica y soberanista existente en el pueblo catalán.

Además, ante semejante incapacidad y torpeza, socios europeos ya han mostrado su inquietud ante esta ‘inesperada’ crisis de Estado en el panorama de una UE frágil en su articulación institucional, con el trauma del brexit y el ascenso de dinámicas nacionalistas autoritarias y xenófobas en distintos países.

Sus primeras reacciones son ‘sostenella y no enmendalla’: su empecinamiento en una estrategia errónea, divisionista y antidemocrática. No les proporciona margen para la autocrítica o la rectificación. Para su regeneración democrática necesitan, al menos, salir del poder y pasar a la oposición. La ausencia de auténtico diálogo político anuncia una escalada de la tensión. Su opción, perfeccionar su estrategia autoritaria y su control efectivo de la Generalitat: intervenir y/o anular instituciones catalanas, mediante la aplicación del artículo 155 de la Constitución y la Ley de Seguridad Nacional. Se trata, de la inhabilitación y judicialización de sus principales dirigentes, y la toma de control ejecutivo (incluido la dirección de los Mossos de escuadra y los medios de comunicación públicos -TV3-), por un periodo indeterminado hasta la convocatoria de otras elecciones autonómicas con garantías para ellos de una representación minoritaria de las fuerzas independentistas; es decir, sin una salida clara al conflicto.

El plan puede ser de ejecución inmediata o diferida, a tenor de la apuesta independentista real y más allá de la simple declaración unilateral del Parlament que están calculando. Es un paso arriesgado para las dos partes y quizá se produzca una fase transitoria de tanteos junto con alguna gestión mediadora para (ambos) ganar tiempo y mejorar las posiciones respectivas de fuerza y legitimidad. Por tanto, es realista el escepticismo con el que el Govern valora los resultados efectivos de un diálogo (con mediadores internacionales). E, igualmente, para las derechas españolas, que mantienen su rigidez ‘uninacional’ y cuidan su supremacía institucional.

La dinámica de conflicto de fondo solo se va a poder encauzar con un Gobierno de progreso en España, con un claro perfil social y democrático y respetuoso de la plurinacionalidad. Y ahí, la responsabilidad de la dirección socialista es clave. Es un reto para el nuevo PSOE de Pedro Sánchez ante dos opciones: apoyar la gestión gubernamental del PP (y Ciudadanos), su continuismo autoritario, ofreciéndole estabilidad; o apostar, junto con las fuerzas del cambio y nacionalistas una profunda reforma constitucional que culmine en un referéndum estatal. Y, al mismo tiempo, un acuerdo sobre un referéndum con garantías en Catalunya que satisfaga el deseo mayoritario (hasta el 80%) de decidir su estatus relacional y su futuro. Una consulta con mayorías reforzadas que incluya un marco de relación, así como la posibilidad de independencia, dada la representatividad de ese sector, y aunque muchos prefiramos su permanencia en una España mejor, más justa y solidaria.

El planteamiento del PP es cortoplacista y corporativo de sus propios intereses de partido. Frente a su retórica vacía no piensan en la sociedad española. Tampoco en España y el Estado, ni tienen un proyecto de país (de países). Piensan (erróneamente) que aunque electoralmente pierdan Catalunya, con su nacionalismo ‘españolista’ conservador ganan España, con la absorción de Ciudadanos, la subordinación del PSOE y la marginación de las fuerzas del cambio. Toda una estrategia reaccionaria de dudosa eficacia y menor legitimidad.

Desprecian la fractura social generada en ambos ámbitos y entre ellos, mientras ocupen el poder estatal. Es más, se pueden encontrar cómodos en una dinámica prolongada de conflicto ‘nacional’ que facilite su hegemonía electoral, chantajee al Partido socialista y dificulte el avance de Unidos Podemos y sus aliados con una opción de progreso en lo social y solidaria en la gestión de la plurinacionalidad. Han anulado su ya escaso margen para tener un papel relevante en una solución política negociada. A su gestión regresiva de la política socioeconómica y sus responsabilidades en la corrupción política, se añade ahora claramente su autoritarismo político.

Los límites del independentismo

En el otro campo, en Catalunya, hay que diferenciar dos procesos paralelos y entremezclados. Ya he señalado el ejemplar, masivo y democrático comportamiento de gran parte de la ciudadanía catalana, en torno a su deseo de participar en el rechazo a los planes gubernamentales y sus medidas represivas e independientemente del sentido de su voto o de no votar. En el 1-O ha confluido la posición de avanzar en la dinámica independentista junto con la reafirmación soberanista y democrática, ésta acentuada por combatir a Rajoy y sus medidas.

Según distintas encuestas, la primera tendencia cuenta con alrededor del 45% de la población catalana y la segunda llega hasta el 80%, es decir, existe en torno a un 35% soberanista no independentista. Esto es importante para valorar el siguiente paso y sus riesgos: la apropiación del Govern de las dos corrientes y legitimidades para apostar por la hoja de ruta independentista. Convertir una amplia alianza democrática en un compromiso específico independentista es un error ventajista que conlleva una instrumentalización de esa parte y, específicamente, de su representación política en torno a Els Comuns de Xavier Domènech y Ada Colau.

La cuestión es importante por los límites del proceso independentista y la articulación de la pluralidad en la sociedad catalana (y en España). O sea, tiene implicaciones estratégicas y de valores (inclusivos y de fraternidad). El Govern y el bloque independentista han demostrado su ampliación (desde el 25% en el año 2010 al 45% actual). Pero, aparte de un sector nacionalista radical, el incremento independentista en esta década se ha producido sobre la base de la existencia de una amplia corriente nacionalista (moderada y representada por CIU) que se ha desplazado hacia el independentismo. Ello en el contexto de frustración ciudadana por el recorte del Estatut, a iniciativa del PP, al mismo tiempo que por la gestión neoliberal y regresiva de la crisis económica por parte del Govern, compartida por la estrategia de austeridad promovida por su familia liberal conservadora europea (y socialdemócrata). En ese sentido, las élites de la derecha independentista han sabido eludir sus responsabilidades regresivas y trasladarlas hacia un ‘enemigo’ externo: España. Y ante la pasividad crítica de la izquierda independentista.

Por tanto, independentismo o República catalana, con la actual hegemonía de la burguesía neoliberal catalana y una gestión económica del PDeCAT no es sinónimo de mejora social para las clases trabajadoras, especialmente de Barcelona y su cinturón metropolitano que, como se sabe tienen un mayor origen emigrante del resto de España, muchos son castellano hablantes y con un estatus socioeconómico menor. Sus sectores progresistas y de izquierda son, en gran medida, la base social de Catalunya en Comú y Podem, incluso del PSC, con lazos culturales e identitarios con el resto de España y reticentes al nacionalismo independentista.

Significa que el bloque independentista tiene dificultades estructurales para imponer la independencia de Catalunya por dos tipos de razones. Uno de carácter democrático, derivado de los déficits democráticos de la consulta realizada, especialmente por interpelar, casi solo, al sector independentista cuando la mitad, al menos, de la sociedad catalana no lo es; no era propiamente un referéndum con garantías para la expresión de la diversidad de posiciones existente, por lo que no tenía validez política, jurídica y democrática para decidir sobre esa opción. Pero, sobre todo, no reflejaba una igualdad entre las distintas opciones ni una actitud inclusiva e integradora de la diversidad nacional realmente existente en Catalunya.

Otro tipo de motivos son de carácter fáctico: los límites de su ‘contrapoder’ institucional (o popular) frente al poder del Estado y sus aparatos judiciales, de seguridad y económicos, así como la falta de reconocimiento internacional. Los dirigentes independentistas se han esforzado mucho en reafirmar su ‘soberanía’ práctica, no solo su legitimidad sino su fuerza, su poder, para realizar el referéndum. Era central para dar cobertura a la Declaración de independencia, es decir, demostrar que podían contrapesar el poder del contrario y desbordarlo (desobediencia, imposición, implantación…). Han salido airosos en algunos aspectos clave: ha habido colegios abiertos, urnas, papeletas y recuento. Pero sobre todo, ha habido gente valiente y decidida a votar y participar en esta pugna con el Gobierno de Rajoy y las medidas represivas y judiciales. Evidentemente, no ha sido un referéndum legal y válido en términos jurídicos (contraviene la convención de Venecia), pero constituye una gran movilización política que el Govern se apresta a utilizar para legitimar su próximo paso independentista.

El pulso de legitimidades y de poder, aun con forcejeos discursivos y de diálogos contemporizadores, se va a reproducir en un peldaño superior de confrontación. Y ahí, el refuerzo de una tercera posición autónoma, con un fuerte contenido social, democrático y solidario es clave para construir un país plurinacional más justo. Es el reto de Els Comuns y el conjunto de las fuerzas del cambio.

Antonio Antón. Profesor Honorario de Sociología de la Universidad Autónoma de Madrid

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