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11 de septiembre de 2011: se acabó la diversión

Fuentes: Johannes Maurus

«Sigan ustedes sabiendo que, mucho más temprano que tarde, de nuevo se abrirán las grandes alamedas por donde pase el hombre libre, para construir una sociedad mejor.» (Salvador Allende, 11 de septiembre de 2011) Hace tiempo que el 11 de septiembre entró en la historia. Lo hizo con la irrupcion del ejército golpista chileno en […]

«Sigan ustedes sabiendo que, mucho más temprano que tarde, de nuevo se abrirán las grandes alamedas por donde pase el hombre libre, para construir una sociedad mejor.»

(Salvador Allende, 11 de septiembre de 2011)

Hace tiempo que el 11 de septiembre entró en la historia. Lo hizo con la irrupcion del ejército golpista chileno en el palacio de La Moneda y la muerte de Salvador Allende en un ya lejano 11 de septiembre de 1973. Ese dia marca simbólicamente -literalmente a sangre y fuego- el comienzo de la contrarrevolución neoliberal. El 11 de septiembre de 2001 es, sin duda otro hito dentro de la historia de esa misma contrarrevolución. Tras el surgimiento de un movimiento de resistencia a nivel mundial contra el neoliberalismo, denominado movimiento «antiglobalización», que logró erosionar considerablemente la legitimidad del sistema, parecía iniciarse un cierto diálogo entre el poder y el movimiento. Esta incipiente negociación política con los trabajadores y con los pueblos del tercer mundo fue frustrada por otra estrategia cuyo eje era el desencadenamiento de una guerra civil mundial. La maniobra fue ciertamente facilitada por los ataques contra las Torres Gemelas y el Pentágono por parte de un comando islamista probablemente integrado en la red Al Qaida.

Dos guerras de ocupación neocoloniales contra Afganistán y, posteriormente, contra Iraq sirvieron para cambiar enteramente el escenario anterior: en el interior de los países del centro capitalista se proclamó un estado de urgencia antiterrorista permanente; en el exterior una «guerra de civilizaciones» contra el mundo araboislámico. El estado de urgencia interior se tradujo en una fuerte reducción de los derechos y libertades de los ciudadanos mediante la introducción generalizada de legislaciones antiterroristas. La guerra de civilizaciones se centró en primer lugar en el apoyo incondicional a Israel, convertido en país emblemático de los «valores» de «nuestra civilización» y de la lucha por su defensa. En segundo lugar supuso también un refuerzo del apoyo a los tiranos árabes «laicos» y «moderados» como Ben Ali en Túnez o Mubarak en Egipto, y, sin temor a la paradoja, el mantenimiento de la vieja alianza entre los Estados Unidos y la monarquía teocrático-petrolera saudí. Por último, la «normalización» de Afganistán y la liquidación del régimen de Saddam Hussein, el único régimen árabe que suponía algún tipo de amenaza potencial para Israel, y la fragmentación del país en comunidades religiosas y étnicas sumidas en una guerra civil permanente.

Esta táctica tuvo algunos resultados positivos para el régimen liberal. En primer lugar, la oposición incipiente que había salido a la luz pública en Seattle y posteriormente en diversos puntos de Europa, y había obstaculizado eficazmente la labor de varias conferencias de la OMC, quedó neutralizada. La prioridad era la «lucha contra el terrorismo», y a su sombra, se adoptó, en materia de libertades y en materia socioeconómica una legislación extremista sin necesidad de ninguna negociación con los movimientos sociales y las poblaciones. En este sentido, el 11 de septiembre de 2001 constituye un segundo aliento del 11 de septiembre de Pinochet y sus «Chicago boys». Al calor de la catástrofe provocada (Chile) o sobrevenida (Nueva York), pudieron tomarse, como recordaba Naomi Klein en la Doctrina del shock, medidas impensables en otras circunstancias. Ambos 11 de septiembre funcionaron como auténticos electrochocs para las poblaciones, provocando junto al terror, docilidad y obediencia.

El décimo aniversario del 11 de septiembre neoyorquino, el vigésimo octavo del chileno, se celebran en condiciones ya muy distintas. En primer lugar, en América Latina se consolidaron en la primera década del siglo XXI una serie de gobiernos dispuestos, con un programa de transformaciones internas más o menos radical, a romper con la sumisión a los Estados Unidos. El ascenso político y el auge económico de la potencia brasileña sirve de apoyo a otros procesos más radicales como el venezolano, el ecuatoriano y el boliviano asociados entre sí en pactos regionales. A la ola «populista» y anticolonial latinoamericana está sucediendo una primavera árabe igualmente plebeya y anticolonial. Una primavera contagiosa que está atravesando el Mediterráneo y extendiéndose como un virus por toda Europa, llegando incluso en un maravilloso pliegue del tiempo histórico al propio Chile donde el miedo acumulado por la tiranía de Pinochet parece haberse disipado y se abren a una juventud sin miedo, por fin libre y combativa, «las grandes alamedas» de que hablara el Presidente Allende.

La hidra que el neoliberalismo terrorista quiso doblegar ha levantado ya muchas de sus cabezas. El movimiento antiglobalización no ha renacido igual a sí mismo, sino que se está transformando en un movimiento más amplio y más potente. Ya no se trata de pequeñas movilizaciones como la de Seattle en torno a las ONG y los sindicatos, sino de auténticas insurrecciones -más o menos pacíficas- autoconvocadas y de un auténtico proceso constituyente que -de momento-, a un lado y otro del Mediterráneo y del Atlántico, reivindica una democracia real, una democracia que ya sólo puede existir más allá del capitalismo. Los fantasmas del «terrorismo» y del «islamismo» sólo son el reflejo especular de la violencia y del fanatismo de un régimen que ha perdido su racionalidad social y económica así como su legitimidad política. Son fantasmas que ocupan el lugar clásico del chivo expiatorio. Al igual que el antisemitismo de izquierdas (el socialismo de los imbéciles) y, de manera más sistemática, el nacionalsocialismo, desviaron enlas primeras décadas del siglo pasado el el odio «lógico» que implicaba el anticapitalismo de masas hacia un objeto de sustitución que fue el pueblo judío, el neoliberalismo ha pretendido identificar al enemigo de la democracia y del bienestar de las poblaciones occidentales con el «terrorista» y el fanático «islamista». Un teatro de espejos donde el neoconservadurismo religioso americano combate al integrismo islámico ha pretendido, desde el 11 de septiembre neoyorquino, apartar la atención de las poblaciones de la auténtica y masiva violencia que el capitalismo financiarizado y sus agentes gubernamentales ejercen contra ellas. El problema para el régimen neoliberal es que el teatrillo de los neoconservadores ha perdido toda credibilidad y que la legitimidad del propio régimen está siendo cuestionada cada vez con más radicalidad por las poblaciones. El clásico intercambio de obediencia por protección que nos habían propuesto una vez más los neoconservadores dejó de funcionar cuando en todo el mundo y cada vez más claramente se ve que la mayor amenaza es el propio régimen. GAME OVER. Se acabó la diversión.

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