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11-S, cinco años después: el fracaso de Bush

Fuentes: El Nuevo Diario

Este septiembre, hace cinco años, la humanidad era sacudida por la mayor y más compleja acción terrorista jamás realizada. Aviones de líneas civiles se estrellaban contra dos rascacielos emblemáticos de Nueva York, provocando su derrumbe y el de otros siete edificios más. El atentado tuvo un efecto psicológico colateral: hizo desaparecer el sentimiento de invulnerabilidad […]

Este septiembre, hace cinco años, la humanidad era sacudida por la mayor y más compleja acción terrorista jamás realizada. Aviones de líneas civiles se estrellaban contra dos rascacielos emblemáticos de Nueva York, provocando su derrumbe y el de otros siete edificios más. El atentado tuvo un efecto psicológico colateral: hizo desaparecer el sentimiento de invulnerabilidad que sentía EEUU. Se trató de la primera acción violenta sufrida por EEUU en su propio territorio desde el lejano desembarco inglés en Washington, en 1814, pues las islas Hawai tenían, cuando el ataque japonés en 1941, status de colonia.

La primera reacción exterior de EEUU fue invadir Afganistán ese mismo 2001. Una acción ilegal, según el Derecho Internacional, de enorme contenido geopolítico, pues sirvió a Washington para penetrar en Asia Central y establecer bases militares en el espacio ex soviético. No existía relación alguna entre el régimen talibán y los autores de los atentados, pero Afganistán era una víctima fácil y, sobre todo, un país estratégico en términos geopolíticos. Desde Afganistán podía EEUU -según los estrategas del derrumbado sueño de un mundo dominado desde Washington- ejercer influencia sobre las nuevas repúblicas de Asia Central, neutralizar los intentos de Rusia por restablecer su ascendiente y controlar posibles rutas del petróleo centroasiático hacia los mercados mundiales. Sueño que terminará naufragando ante la resistencia enconada de los derrocados talibanes, como demuestra el hecho de que, hace pocos días, el jefe de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), sustituta de EEUU en la guerra afgana, ha requerido más soldados y material militar, dada la magnitud de la resistencia.

A la invasión de Afganistán siguió la de Iraq, que ha terminado en un desastre militar, una debacle política y una hecatombe humanitaria. Más de 200.000 iraquíes han perecido, el país esta destruido y la situación militar se ha empantanado, al punto que EEUU se ha visto obligado a enviar 14.000 soldados más, para detener el ascenso de la actividad guerrillera. Los hechos desmienten lo sostenido de palabra, en el sentido de que la situación iraquí mejoraba. En agosto, las tropas de ocupación tuvieron 59 muertos, frente a 36 en julio, cifras que pueden resultar incompletas pues, según se conoce, hasta un 30% de soldados -la mayor parte latinoamericanos- no poseen nacionalidad estadounidense y el mando militar usa ese tecnicismo para no contabilizar como bajas propias a los muertos y heridos no estadounidenses. Del incremento de la efectividad de la resistencia iraquí y del número de ataques da fe el dato de que la resistencia colocó, en enero de 2006, 1.414 artefactos explosivos de fabricación artesanal contra los ocupantes y sus colaboradores, cifra que fue de 2.625 en el mes de julio. Fuentes citadas por The New York Times admitían el aumento del respaldo popular a la guerrilla iraquí y su creciente capacidad para combatir la ocupación.

Al desastre de la invasión de Iraq siguió, hace semanas, el ataque criminal de Israel contra Líbano, so pretexto de combatir a la organización guerrillera Hezbolá. Nunca, como durante esa guerra de agresión, sufrió el ejército israelí una humillación mayor. Además de no alcanzar ninguno de los objetivos propuestos -particularmente la derrota y desarme de Hezbolá-, vio su territorio bombardeado y sufrió bajas considerables, viéndose hoy en el compromiso humillante de negociar con Hezbolá la liberación de los soldados presos, cuya captura sirvió de pretexto para la agresión.

Tres guerras en cinco años, que resultaron en chasco militar y sólo han dejado un mundo más incierto e inestable. En ese sentido, la guerra contra el terrorismo declarada por la administración Bush sólo ha servido para destruir el orden jurídico internacional y promover una nueva carrera armamentista a nivel mundial. Ha provocado, además, un alza grave de los precios del petróleo, que ha golpeado sobre todo a los países pobres no productores, aumentando la miseria en el mundo (como se ha visto en Nicaragua) y añadiendo inflación y altos grados de volatilidad a la economía mundial.

La lucha antiterrorista ha llevado también, en EEUU y otros países, a aprobar leyes que violan gravemente los presupuestos más sagrados de los derechos humanos. La lista de violaciones es extensa, pero deben destacarse la «Patriotic Act», campos de concentración como el de Guantánamo, el establecimiento de cárceles secretas (reconocidas por Bush), el secuestro de sospechosos y la reducción de las libertades fundamentales. La lucha antiterrorista está sirviendo de pretexto, según han denunciado Amnistía Internacional, el Parlamento Europeo y distintos órganos de Naciones Unidas, para que EEUU vulnere esos derechos, en demasiados casos con consecuencias letales. Su ejemplo, por demás, ha sido seguido por una pluralidad de gobiernos, que bajo la excusa de la lucha antiterrorista, persiguen a sus opositores o justifican pucherazos, como ocurre en Egipto, Paquistán o Indonesia, todos aliados estratégicos de EEUU.

Los resultados prácticos de la lucha antiterrorista dirigida desde Washington son más que decepcionantes. Aunque EEUU puede apuntarse como su mayor éxito haber impedido la comisión de nuevos atentados en territorio estadounidense, fuera de EEUU los efectos han sido desoladores. Según el informe que publica anualmente el Departamento de Estado sobre terrorismo en el mundo, presentado en abril de 2006, en 2005 se produjeron unos 11.000 ataques terroristas en todo el mundo, provocando la muerte de 14.600 personas. Si se considera que en 2004 se registraron 651 atentados terroristas «significativos», con resultado de 1.907 víctimas mortales, el informe de 2006 multiplica por veintitrés el número de ataques terroristas y por ocho el número de víctimas, cifras que hacen innecesaria cualquier valoración sobre la efectividad de la política antiterrorista del gobierno Bush.

El fracaso se hace más evidente tomando los datos del informe 2004 sobre el año 2003, durante el cual fueron registrados 208 actos terroristas, con resultado de 625 muertos (en el año 2002, según el informe del Departamento de Estado de 2003, se registraron apenas 198 atentados). En otras palabras, la política antiterrorista de Bush ha obrado el milagro de multiplicar el terrorismo como si de pan y de peces se tratara, convirtiéndolo de fenómeno residual y casi figurativo, en una lacra internacional, sobre todo en los países que ha invadido, como sucede en Iraq y Afganistán.

Ni siquiera Al Qaeda, responsable de los atentados del 11 de septiembre, ha podido ser destruida. El informe 2006 afirma que Al Qaeda ha perdido parte del control sobre su red y está debilitada, a causa de las detenciones y muerte de algunos de sus operativos, pero admite que dicha organización sigue siendo la amenaza más peligrosa para Estados Unidos.

Las propias cifras oficiales del Departamento de Estado llevan a concluir que la lucha antiterrorista promovida por EEUU, en vez de provocar una reducción de las actividades y actos terroristas, ha producido su eclosión. Este hecho evidente, así como el escenario de inestabilidad provocado, ha tenido un tercer efecto: la lista de aliados de EEUU se ha ido reduciendo drásticamente, buscando los países vías alternativas y propias para combatir el fenómeno criminal. La soledad creciente de Washington se comprueba revisando el número de países que han decidido retirar sus contingentes y tropas de Iraq, un total de 14 hasta este mes de septiembre, del total de 38 que lo hicieron al principio de la guerra. A ellos habrá que sumar cinco más (Italia, Países Bajos, Ucrania, Noruega y Singapur), que lo harán en lo que resta de año.

A cinco años de los atentados contra las Torres Gemelas, Washington está más aislado y débil que nunca, resultado natural de una política violenta e ilegal y, sobre todo, contraproducente e inútil. Un balance desolador, tomando en cuenta los inmensos recursos invertidos por EEUU, políticos, económicos y militares, señal insoslayable de su declive como superpotencia mundial. Como le ha ocurrido a otros imperios que le precedieron, el sueño de dominio global ha terminado por provocar el efecto inverso: acelerar su declive y apuntalar el poder de las potencias emergentes. No se ha producido ningún fin de la historia. Solamente un punto y aparte.

Augusto Zamora R. es profesor de Derecho Internacional y Relaciones Internacionales en la Universidad Autónoma de Madrid. Su última obra es La Paz Burlada, los procesos de paz en Centroamérica 1983-1990.