Ese es el saldo oficial del año en curso en las escuelas y centros educativos estadounidenses. Todo un record digno de figurar en el Guinnes. Y la espeluznante cifra no ha surgido de la nada, ni es gratuita, ni tiene en la casualidad su razón de ser. Han construido una selva y, en lógica […]
Ese es el saldo oficial del año en curso en las escuelas y centros educativos estadounidenses. Todo un record digno de figurar en el Guinnes.
Y la espeluznante cifra no ha surgido de la nada, ni es gratuita, ni tiene en la casualidad su razón de ser. Han construido una selva y, en lógica consecuencia, la selva se les ha llenado de animales.
Hace 8 años la CIA, por aquello de ir haciendo patria, colocó en internet una página propia dedicada a la infancia para ir instruyendo a los niños y niñas en las bondades del espionaje, en lo divertido que resulta aprender desde la infancia a mentir, disimular, engañar, falsificar, robar e, incluso, asesinar a nombre, beneficio y mayor gloria de la seguridad nacional.
Se trataba de que, entusiasmados con las hazañas de tantos indómitos espías, antes de emocionarse con sus tradicionales personajes infantiles, estuvieran en capacidad de elaborar manuales del crimen; que en lugar de perder el tiempo soñando con duendes y hadas, pudieran redactar breviarios de tortura que aplicar de adultos en las guerras patrias; que en vez de enternecerse con las vidas de ratones que hablan y patos que especulan divisas, pudieran recrear su ocio en virtuosos atentados y respetables crímenes. Había que aprender cuanto antes a tejer intrigas, a derrocar gobiernos e invadir países.
El caso de Adam Walter fue un oportuno reflejo de lo que se incubaba. En 1998, el adolescente, tras algunos incidentes en su escuela, decidió poner fin a su malestar y vengarse de los agravios recibidos haciendo volar por los aires la escuela en general y su profesora de Ciencias en particular. Sus bombarderos propósitos, sin embargo, fueron descubiertos antes de que los hiciera realidad y tras reconocer frente a un tribunal sus intenciones fue condenado a 8 años de probatoria. Pero como no hay mal que por bien no venga, al joven Walter le llegó una comunicación de la Fuerza Aérea de su país ofreciéndole una beca para ingresar a su academia en cuanto recuperase la libertad. Si la experiencia es un grado, la temprana vocación mostrada por el adolescente había que aprovecharla y, posiblemente, antes de que usted termine de leer estas reflexiones ya el bueno de Adam esté al mando de algún avión bombardero trabajando en Iraq o Afganistán. Al fin y al cabo, como advirtiera el abogado del adolescente: «Walter es un buen chico, más allá de la histeria provocada por el incidente».
El entonces presidente Clinton hasta se reunió con un grupo de expertos para analizar en profundidad el caso de dos niños blancos, de 11 y 13 años que, en ese tiempo, mataran a balazos en Arkansas a cuatro estudiantes y una maestra, hiriendo a otros 12 estudiantes.
Nadie entendía nada. Se sabía que los dos niños blancos de Arkansas hacían vida hogareña en compañía de sus padres y habían sido educados como la mayoría de los niños en ese país con arreglo a los más sólidos valores patrios y familiares.
Los padres, por supuesto, para protegerlos, los habían instruido desde muy temprana edad en el manejo de armas, para que ningún otro niño fuera a abusar de ellos en la escuela o en la calle: «No permitan que les peguen» les habían enseñado. También habían sido educados, como la mayoría de los niños, en su natural supremacía sobre las niñas, para que no fueran a tolerarle a ninguna que los desconsiderase o cometiera la equivocación de rechazarlos: «No permitan que les dejen» les habían enseñado. Como buenos estadounidenses, los padres también se habían preocupado porque los pequeños aprendieran a honrar país y bandera y a defenderse de toda clase de bravata extranjera: «No permitan que los amenacen», les habían enseñado. Eran, en consecuencia, niños comunes que consumían compulsivamente televisión y vídeo-juegos y soñaban con ser en el futuro una nueva versión de Rambo o Terminator. Consternados, los padres expresaban su asombro. Siempre les habían celebrado sus cumpleaños, habían compartido con ellos el St.Thank Living Day, Halloween y el Independence Day, siempre habían cumplido sus deberes ciudadanos para con su país votando una vez por los demócratas y otra por los republicanos, y hasta habían respaldado la aplicación de la pena de muerte porque había que proteger a la sociedad de las hordas criminales…
Tampoco era el primer episodio de tan triste crónica. Tennesse, Oregón, Nueva York, Detroit, Nueva Jersey… por todas partes se sucedían los casos de niños pistoleros ante el estupor de una sociedad que, lejos de buscar explicaciones, improvisaba pretextos que pusieran a buen recaudo su responsabilidad.
Se hablaba del gran número de armas en poder de los ciudadanos, de la proliferación de bélicas revistas que no sólo vendían fusiles y explosivos sino que, además, te buscaban las guerras en las que emplearte como mercenario, se hablaba de los vídeo-juegos, de las guerras retransmitidas como si fueran espectáculos deportivos, del auge de la delincuencia, de la migración, y se pretendía explicar, a partir de estos factores el desmoronamiento moral y cívico de una sociedad enajenada que, «entre el éxtasis de la victoria y la agonía de la derrota» engendra y multiplica la razón de su ruina, una sociedad que mientras reserva la gloria al triunfador sepulta en el anonimato y en la frustración a todos los derrotados, a todos los que no alcanzaron a comprar lo suficiente, a los que no pudieron aparentar lo debido, a quienes no alcanzaron a especular lo necesario, a los que no pudieron medrar lo imprescindible, a los que no supieron mentir lo inevitable y que nunca van a ser exaltados al salón de la fama, del dinero o del poder.
Y poco importan los discursos y proclamas frente a semejante realidad, aunque aparezcan en boca de representantes del gobierno. En el 2003, el propio secretario de Justicia, John Ashcroft, tras descubrirse una vasta red de pornografía infantil que tenía su sede en Texas afirmó: «Tenemos la obligación de preservar la inocencia de América porque el recurso más precisado de nuestra nación son nuestros niños».
Preocupación extrema la del ministro si consideramos que todos los niños y niñas que aparecían en los vídeos mientras eran violados procedían de Rusia e Indonesia. Los únicos estadounidenses eran los 250 mil suscriptores de la red que a 30 dólares al mes adquirían los vídeos, y el feliz matrimonio que dirigía la libre empresa. Claro que esos suscriptores eran adultos, no niños estadounidenses de los que se debe preservar su inocencia a cualquier costo, dado que su inocencia podría perderse si un día cualquiera descubrieran que, entre el vídeo de Bambi y el de Blancanieves, sus padres guardaban también esos otros vídeos que indignaban al ministro. Hasta podrían averiguar, y se publicó en la misma página en la que se denunciaba la existencia de la red, que el execrable Montesinos que corrompiera la inocencia de Perú, incluyendo niños y ancianos, era un leal empleado de su gobierno. Y que entre otros asalariados de la Casa Blanca han figurado en nómina la mayor parte de los asesinos que en el Sur han acabado, además de con la inocencia, con la vida también de millones de niños y niñas a falta de un ministro que se indignara a tiempo y pronunciara frases tan demoledoras como su homónimo estadounidense.
Esos niños «americanos» de cuya inocencia abundan las referencias en la prensa cada vez que alguno la extravía y comienza a disparar a mansalva sobre sus compañeros; esos inocentes niños que aún ignoran que son empresas de su país, principalmente, las que en el llamado tercer mundo aprovechan la inocencia de los niños ajenos para someterlos a la explotación más brutal picando piedras en Bangla Desh, o laborando jornadas de hasta 12 horas en granjas, curiosamente, estadounidenses; esos niños que aún no se han enterado que su refresco favorito se dedica, por ejemplo, en Colombia a contratar sicarios que asesinen sindicalistas ingratos, o que ignoran que sus célebres zapatillas deportivas son también responsables de la explotación en Asia de millones de niños y niñas que si no han perdido todavía la inocencia se debe, exclusivamente, a que no vino con el parto; esos inocentes niños que nunca van a conocer ni los nombres ni los rostros de los miles de niñas y niños muertos por las guerras que desata su gobierno, o por los bloqueos que implementan sus políticos, o por las políticas económicas que promueven sus mentores.
Decía el legislador republicano Dan Burton con respecto al niño cubano Elián González, secuestrado por algunos familiares en Florida hace 7 años, que «era un hombrecito muy inteligente» porque le había preguntado si le gustaba vivir en Estados Unidos y el niño había respondido: «Me gusta mucho porque hago burbujas». La psicóloga estadounidense que se ocupaba del menor mostraba, en los mismos días, su desolación por la suerte que pudiera correr de prosperar el derecho de su padre a llevárselo a Cuba, ya que «en Cuba no va a poder ver Batman».
Elián regresó a Cuba de la mano de su padre y no sé si durante estos años ha hecho burbujas o ha visto Batman, no sé si semejantes carencias lo hayan vuelto un adolescente conflictivo o triste pero, al menos, se ha salvado de ser baleado a manos de un compañero de escuela, o de ser carne de comercio para una red pornográfica, o de ser manoseado por un cura pederasta, o explotado por un granjero texano, o enrolado en una de las malditas guerras del imperio.
En Cuba, hoy todavía, los padres ayudan a sus hijos a acomodar los útiles escolares en carteras y mochilas: lápices, libros, cuadernos, bolígrafos, gomas… Pueden ir solos, sin riesgo alguno para sus vidas, sin que peligro alguno los aceche en las calles, hasta el centro escolar donde, además de la educación garantizada y gratuita, nada les falta: ni su desayuno escolar, ni sus frutas, ni su leche.
En Estados Unidos, también muchos padres ayudan a sus hijos a acomodar sus útiles escolares en sus mochilas: chalecos antibala, revólveres, fusiles de asalto, cuchillos, manoplas de acero, explosivos…
De mano de sus padres o de sus guardaespaldas llegan a sus escuelas donde, además de una enseñanza pobre y cara, nada les falta: ni pastillas contra la ansiedad, ni fármacos contra el estrés o la fatiga.
Veintiún escolares muertos a balazos en centros de educación estadounidenses descalifica a cualquier Estado. Lamentablemente, ni a Clinton entonces ni a Bush ahora, ningún consejero, al parecer, les ha sabido explicar que una sociedad que educa para que se acumule, no para que se reparta; que anima al recelo, no a la confianza; que busca la competencia, no la participación; que adiestra para el triunfo, no para la vida, está condenada al fracaso.