Nura Mursal tiene 30 años y una pena en el pecho que le dura once. Con 19 años, vivió la experiencia más triste que una madre puede sufrir jamás. Aquel día en el interior de una casa de adobe y paja en la aldea de Tsore Almetema, en la frontera de Etiopía y Sudán, ahogaba […]
Nura Mursal tiene 30 años y una pena en el pecho que le dura once. Con 19 años, vivió la experiencia más triste que una madre puede sufrir jamás. Aquel día en el interior de una casa de adobe y paja en la aldea de Tsore Almetema, en la frontera de Etiopía y Sudán, ahogaba los gritos de dolor y apretaba la mano de una comadrona tradicional para dar a luz a su primer hijo. El bebé murió a las pocas horas. «Nació sin fuerza para la vida, sin ánimo para mamar». Nura dice que nunca ha olvidado aquel dolor. «Tenía miedo, cada vez que daba a luz me acordaba de mi primer hijo». Ese temor le ha sacudido varias veces: ha tenido seis hijos más. El desconsuelo de Nura por aquel bebé muerto es una condena compartida.
En el mundo, mayoritariamente en países pobres, cada año 2,6 millones de recién nacidos mueren antes de cumplir 28 días de vida, un millón de ellos, durante las primeras 24 horas. El 80% de los 7.000 bebés muertos cada día se produce por causas evitables como partos prematuros, complicaciones durante el nacimiento o infecciones. Simplemente con cuidados sanitarios de calidad y accesibles, una buena alimentación y agua potable podrían evitarse decenas de miles de muertes.
Hoy Nura recuerda su primer parto fatal con voz serena, una mirada negra y la determinación de que va a hacer lo imposible para evitar que le ocurra otra vez. Con un gesto suave, cubre a su último hijo, Abdulaye, con una manta azul de Hello Kitty mientras espera a que le ausculte una enfermera del centro de salud de Homosha, en la región de Benishangul-Gumuz, en el este de Etiopía. Aunque Abdulaye ha cumplido tres meses y ha pasado la fase más crítica, su madre sabe por experiencia que hasta los cinco años el riesgo será alto.
«Otro de mis hijos murió a los dos años y dos meses por una infección en el estómago; ahora, en cuanto veo que Abdulaye llora demasiado, lo traigo aquí». Abdulaye tiene mofletes generosos, el pelo rizado y es el primero de los siete hijos de Nura que nace en un centro sanitario y no en su casa. También es un símbolo nacional. Etiopía ha lanzado en los últimos años una cruzada contra la mortalidad infantil y en especial contra los fallecimientos de menores de 28 días de vida y los partos en el hogar. Aunque el Estado africano sigue siendo uno de los países más peligrosos del mundo para dar a luz, del año 2000 al 2016 ha reducido, según estadísticas gubernamentales, un 50% las muertes neonatales.
El descenso de muertes entre niños de un mes a cinco años es aún mayor: en tres décadas han pasado de 205 muertes de cada 1.000 nacimientos a 67; dos tercios menos. Tanto en Etiopía como en el ámbito internacional las muertes de bebés menores de 28 días no se han reducido tan rápido por una cuestión práctica: la solución no pasa por una simple vacuna o una pastilla sino por una mejora general del sistema sanitario de cada país y una red de atención accesible y de calidad para las mujeres embarazadas. Se necesita, por tanto, planificación, un interés gubernamental sostenido y dinero.
La sonrisa agotada y satisfecha de Amina Babekir, de 26 años, avisa de que algo se mueve en Etiopía. A su lado, tumbado en la cama, un bebé de piel castaña reclama su pecho con los ojos aún cerrados. Ha nacido en el centro sanitario de Homosha hace apenas cuatro horas y aún no tiene nombre. «Si todo va bien, en una semana haremos una ceremonia y le pondremos uno».
En la última década, Etiopía ha creado una red sanitaria general formada por tres niveles de asistencia, con puestos de salud básicos en las aldeas, centros sanitarios de tratamiento intermedio en poblaciones algo más grandes y hospitales primarios o especializados en las ciudades principales.
Esa estrategia está detrás de la decisión de Amina de dar a luz a su tercer vástago en un centro de salud, a diferencia de sus dos primeros hijos, nacidos en casa. «Antes no sabía que tenía esta opción. Un grupo de mujeres vino a mi aldea a informarme y decidí venir». Fue imprescindible que tuviera la posibilidad. En una zona rural y empobrecida como Benishangul-Gumuz, donde las mujeres tienen de media 5,2 hijos y sólo el 38% sabe leer y escribir, las facilidades de acceso son clave.
Desde hace ocho meses, la asistencia durante el parto, el pos-parto y a menores de 5 años -con un coste de unos 100 Birr, tres euros, de media- es gratuita gracias al apoyo de Unicef, que también da formación a enfermeros y especialistas, además de coordinar grupos que informan a las futuras madres en las aldeas.
El primer objetivo es evitar el riesgo de los partos en el hogar; el segundo, consolidar una alternativa de salud de calidad, pero sin creer en varitas mágicas.
Hiwot Kiflom, responsable del programa de salud de Unicef, insiste en que eliminar el pago por la visita ha derrocado una muro para algunas familias incapaces de afrontar ese gasto, pero quedan otros. «La barrera financiera es una de las razones de tantos partos en el hogar, también lo son los centros colapsados, con pocas camas y enfermeros para decenas de madres, o la falta de transporte para ir al centro de salud o las tradiciones familiares».
Según la costumbre local, la familia visita a la madre tras dar a luz en casa para festejar y beber café juntos. Al observar que algunas mujeres no iban al hospital a parir por la presión familiar, algunos centros de salud se han adaptado y permiten a los familiares dar una bienvenida con aroma cafetero en el mismo edificio.
También hay problemas que solventar a medio plazo para combatir la mortalidad neonatal. Si la riqueza de un país está estrechamente ligada a la muerte de bebés -en Japón muere 1 de cada 1.000 neonatos; en Etiopía, 27 de cada 1.000-, dentro de un mismo país, las diferencias son enormes: las madres sin educación tienen el doble de posibilidades de perder a su hijo recién nacido durante el primer mes que las madres con educación secundaria. Muchos bebés de familias pobres no mueren por causas médicas sino porque ni siquiera tienen acceso a un centro sanitario o el más cercano no tiene los medios mínimos.
El doctor Yibeltal Alem trabaja para que ocurra menos. A sus 26 años, es el responsable de la nueva unidad de cuidados intensivos neonatal (NICU, en sus siglas en inglés) del hospital general de Assosa, uno de los dos disponibles en la región y que asisten a 850.000 habitantes. En la sala de cuidados intensivos, cuatro enfermeras con batas azules ponen oxígeno y comprueban las constantes vitales de cuatro bebés, tres de ellos prematuros y uno con infección respiratoria.
Una de las profesionales mima todo lo que dejan los guantes a una de las criaturas, tumbada en una cuna térmica de reanimación e intubadas por todos lados. Encima de la máquina hay un osito de peluche de color verde, y las paredes son de color azul pastel. Alem es optimista con tres, con el cuarto no. «Es prematuro y su madre estaba malnutrida; si resiste unos días más, quizás…».
Al hospital de Assosa es adonde los puestos de salud de las aldeas o los centros sanitarios derivan los embarazos con complicaciones. En los últimos seis meses, Alem dice que las muertes neonatales se han reducido un 33% en el hospital. «En la NICU podemos tratar casos que en otros lugares acabarían en una muerte segura. A menudo nos llegan casos críticos que con un control durante el embarazo se podrían reducir fácilmente. Hay que trabajar en esa dirección».
En realidad queda un mundo por hacer. La sala de espera de las madres de la UCI neonatal es un agujero de paredes sucias, con arañas en las esquinas y seis camas apiñadas una junto a la otra. También allí, junto a sus madres, están los bebés que acaban de salir de la UCI y esperan el alta. El de Asit Omer, de apenas cinco días, es tan pequeño que sólo descubre su presencia cuando se mueve ligeramente debajo de una sábana. El pequeño está vivo por unos kilómetros de camino.
«Ahora -explica su madre, Omer- han construido una carretera y la ambulancia pudo llegar cerca de mi aldea. Con mis otros cinco hijos no había camino y fue imposible, todos nacieron en casa». Omer es de una realidad rural y tradicional, donde la modernidad se ve como algo ajeno e inaccesible. Ella admite que al principio le daba miedo ir al hospital. «No sabía qué me iban a hacer, no quería ir a un sitio lejos de casa y con desconocidos. Pensaba que en casa era más fácil; ahora sé que no es así». Omer tiene claro que, cuando regrese, hablará con las demás. «No se puede comparar dar a luz en casa o en el hospital. Aquí te tratan bien y te cuidan si hay problemas. Aquí hay máquinas. Mi hijo no estaría vivo si hubiera dado a luz en casa».
Fuente: http://www.lavanguardia.com/vida/20180522/443704163520/etiopia-natalidad-salud-africa-parto.html