Aunque al cierre de esta nota se siguen contando los votos, ya es altamente probable que Biden tenga en la bolsa estados clave como Arizona, Michigan, Wisconsin y Nevada.
Todo indicaría que Joseph Biden tiene asegurada la victoria en las elecciones de Estados Unidos aunque todavía no haya resultados oficiales cuando escribo. El aluvión de boletas electorales a favor del demócrata es tal que el presidente Trump se ha quedado sin recursos tramposos para impedir la victoria de su rival. Biden, al igual que Hillary Clinton en la elección de 2016, consigue superar ampliamente a Trump en el voto popular, en el que obtiene la cifra más alta de un candidato en la historia: 67.9 millones de sufragios. Se trata también de las elecciones más concurridas desde 1908 con más de un 65 por ciento, muy alto para la tradicional apatía estadounidense y que habla de un proceso electoral completamente singular en ese país, probablemente impulsado por la polarización generada por Trump con su racismo vulgar y su talante autoritario.
Para más singularidad, Biden no es un candidato con carisma, que despierte la pasión de Trump en sus seguidores, ni que atraiga especialmente por sus propuestas en política económica y social, demasiado moderadas. Ha sido el voto anti-Trump lo que le ha proporcionado un aluvión de votos y posiblemente lo siente en la Casa Blanca, procedente de un amplio sector de población harto del manejo criminal del tema del coronavirus, de la crisis económica agravada por este, por la política pro millonarios del magnate y el abuso y la grosería con que se ha desempeñado.
Aunque al cierre de esta nota se siguen contando los votos, ya es altamente probable que el ex vicepresidente tenga en la bolsa estados clave como Arizona, Michigan, Wisconsin y Nevada. No dudo que al final pueda añadir Pensilvania, donde faltaban por contar unos dos millones de votos. Pero solo con los sufragios de Michigan, Winsconsin, Nevada y Arizona, además de haber conservado todos los estados que ganó Hillary Clinton en 2016, alcanzaría el número mágico de 270 votos necesario para ganar el colegio electoral. Esto, según el arcaico sistema de voto indirecto estadounidense, que data del siglo XIX.
Al ver venir la derrota, desde hace semanas, Trump arreció sus ataques al supuesto fraude electoral misteriosamente oculto en el voto por correo y apresuró que fuera aprobada en el Senado la jueza conservadora Amy Coney Barret para integrar la Corte Suprema, según explicó él mismo para tener más refuerzos en esa instancia si la elección se decidía en ella.
El desenlace a favor del demócrata, desde luego, no significaría que el nuevo presidente de Estados Unidos sea menos imperialista que su antecesor. De hecho, la académica estadounidense Adrienne Pine me hacía antier la observación de que en un estudio de la revista Forbes, la mayor parte de los multimillonarios prefiere a Biden. Y me comentaba, en alusión al clima de rechazo internacional que ha conseguido Trump, “ellos no quieren que Estados Unidos continúe siendo un estado paria. No es bueno para los negocios”. Sin embargo, quedaría un mayor espacio político para el nuevo y pujante movimiento progresista dentro y fuera del Partido Demócrata, del que la estrella ascendente es Alexandria Ocassio Cortez y seguramente disminuirían las tensiones raciales alimentadas por el magnate inmobiliario. Tampoco Biden, si llega a la Casa Blanca, puede hacer mucho para atenuar la crisis de hegemonía de Washington, que Trump ha acelerado, y menos la profunda crisis multifacética, asociada a la anterior, que hace crujir los cimientos mismos del sistema estadounidense. Lejos de agotar el tema de cómo podría ser una política exterior de Biden, puede adelantarse que continuaría el enfrentamiento a China y Rusia, seguramente con menos estridencia, y buscaría restaurar las relaciones con los aliados europeos para tratar de embarcarlos en la aventura antichina. Restablecería el tratado nuclear con Irán, aunque manteniendo las sanciones, y ha dicho que pondrá en vigor de nuevo las medidas de relajamiento del bloqueo a Cuba al nivel que las puso Obama. América Latina y el Caribe podrían beneficiarse de una actitud más dialogante, que no es poco, sin que el imperio, claro, abandone las pretensiones, que lleva en su ADN de tratarla como patio trasero. Pero también porque se ve venir la segunda ola progresista que proporcionaría a nuestra América mucha más capacidad de negociación y unidad ante el norte revuelto y brutal.
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