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6J: El día que el cuento de la víctima le salió caro a Ciudadanos

Fuentes: El Salto Diario

Días antes de la manifestación, mientras se hacían varias convocatorias para dar la espalda silenciosa a Ciudadanos, ya se advertía del peligro de caer en sus provocaciones y de la importancia de no alimentar la estrategia victimista del partido. Pero el sábado la comunidad LGTBQI+ decidió hacer exactamente lo contrario: confrontar a pie de calle la enorme irresponsabilidad y el arribismo de los socios de Vox.

El sábado, durante la sonada intervención contra la presencia de Ciudadanos en el Orgullo, cuando emergieron les ataviades con cofia y capa naranja -«El cuento de le ciudadane», se llamaba aquello- llevando una pancarta en la que se leía CiudadaVox, muchos asistentes confundieron al grupo de activistas con seguidores de los naranjas y les increparon su presencia, confundiendo perfomance y realidad, y revelando, de paso, una verdad contundente: para muchos, Cs y Vox son partidos que realmente podrían exhibir a sus «criadas» en capas de color corporativo.

Las «criadas» naranjas se mantuvieron en su papel y para cuando la gente fue dándose cuenta de la acción propuesta, la oficialidad real de Ciudadanos hacía acto de presencia en un espacio en el que era evidente, y explícito, que no eran bienvenidos. Los globos blancos y naranjas con su logo y su pancarta autorreferencial («Al orgullo, ¡vamos!») hicieron lo suyo, y el pueblo volvió su rabia contra el sujeto real. Una catarsis colectiva, en la que unas voces se iban sumando a las siguientes, hasta que las veinte activistas iniciales se vieron respaldadas por varios cientos de manifestantes. Entonces, solo entonces, unánimemente la gente tomó el desfile, y se sentó, gritó o bailó, hasta expulsar sus demonios.

Luego vendría lo de siempre: victimización en redes, repercusión en medios. Días antes de la manifestación, mientras se hacían varias convocatorias para dar la espalda silenciosa a Ciudadanos, ya se advertía del peligro de caer en sus provocaciones y de la importancia de no alimentar la estrategia victimista del partido. Como cuando se pedía hace no mucho que no se hablara de Vox, que se le ignorara, mientras éste iba creciendo en votantes y aceptación entre parte de la ciudadanía.

Pero el sábado la comunidad LGTBQI+ decidió hacer exactamente lo contrario: confrontar a pie de calle la enorme irresponsabilidad y el arribismo de los socios de Vox. Detuvo por un lapso de tiempo la fiesta de minis, banderas multicolor y purpurina y fue politizando el orgullo, devolviéndole su verdadera dimensión reivindicativa, en la medida en que crecía su indignación. Su objetivo fue desenmascarar al partido de Rivera, que vive de posicionarse mediáticamente como la bisagra sensata, que sobrevive en una especie de Vietnam de cartón piedra en el que los fascistas nunca son ellos, sino los independentistas, las feministas, los «bolivarianos» o cualquiera que ponga bajo sospecha su pretendida imagen de adalides de la libertad. Por el contrario, sus líderes se han convertido en caricaturas siniestras de sí mismos. Sus maneras incendiarias a lo largo del Procès, o sus eslóganes de ultras envalentonados, así como una campaña centrada en la desvalorización de cualquier postura que no cierre filas en torno a la supuesta disolución de España, empezaron a chirriar antes de las elecciones y les han estallado en el peor momento posible.

Se entiende, pues, la necesidad casi desesperada por parte de partidos de todo pelaje de instrumentalizar el factor LGTBQI+ y su enorme capital simbólico, como quedó demostrado, una vez más, en las reacciones exhibidas por ellos mismos tras la manifestación del sábado. Exhibidas, claro, con la complicidad de los medios de siempre, que lejos de acudir a las manifestantes, les han dado a ellos todo el espacio que han necesitado para intentar capitalizar el asunto. De hecho, el PSOE es, quizás, el que ha reaccionado de manera más sibilina y efectiva: mientras sigue en sus intentos de cooptar la potencia de un movimiento feminista que a pesar de sus vacas sagradas se le resiste, presenta ahora a Marlaska como marca blanca y aliado (después de todo es une de les nuestres ¿no?), colándonos en la fiesta al defensor de la ley mordaza y de los CIE.

Pero quien ha seguido con su escalada autodestructiva durante el domingo ha sido Ciudadanos, que no ha convencido a nadie llamando «fascistas» a miembros de una comunidad que históricamente ha sido hostigada, perseguida y represaliada, que sigue sin ver reconocidos plenamente sus derechos alrededor del mundo, una comunidad que nunca ha respondido con violencia y que está en el punto de mira del neoconservadurismo y el fundamentalismo religioso. Criminalizar el derecho a la protesta le está costando caro a Rivera y Arrimadas -calificada por la gente de «montapollos»- y les está proporcionando un número considerable de detractores y haters, por lo menos similar a los que se han ganado criminalizando a comunidades dentro de Catalunya o el País Vasco. Pero ocurre que sobre estas pesa un relato de violencia ampliamente afianzado a través de medios y poderes políticos, un relato que ha sido usado por la derecha como resorte sobre el que afianzar otro: el del buen nacionalista español. ¿La finalidad? Perpetuar las oligarquías y el nacional liberalismo católico.

Pero eso no ocurre con la comunidad LGTBQI+. La solución de la derecha a esta encrucijada está en la llamada foto de Colón, la antesala de ese puzzle que los poderes fácticos tratan de resolver en estos momentos. Se trata de buscar el «encaje democrático» a una situación de crisis política inédita desde los pactos de la transición y de ceder, si es necesario, en la batalla cultural, para desviar la atención sobre otras cuestiones fundamentales (la economía, para empezar) sobre las que no hay discusión que valga. Así, surgen las tácticas bisagra, como Ciudadanos, que apelan al apropiacionismo más descarado -Arrimadas tocando la pandereta libertaria en el orgullo- y se suman a la comparsa progre mientras pactan con fascistas.

Pero resulta que hoy, a diferencia de lo que ocurría meses atrás cuando se llamaba a «ignorar» a Vox, el debate abierto después de la expulsión de Ciudadanos de la marcha, ha demostrado la potencia de poner el pecho antes que la espalda.

Los sucesos de este 6J son ya memoria de la comunidad LGTBQI+ de Madrid, y están lo suficientemente documentados como para agregar a los múltiples cuentos denunciados, «El cuento de la víctima» que plantea el partido naranja. Y habría que añadir, además, «El cuento del instigador», por el que se esfuerza en señalar a los partidos de izquierdas como orquestadores de algo que poco tiene que ver con ellos. De hecho, quizás entre lo más importante que se logró el sábado, está el haber enviado un mensaje claro al PSOE sobre hasta dónde está dispuesta a llegar la ciudadanía, un mensaje que debería incidir directamente en su valoración de los socios que elija para formar gobierno, por ejemplo.

Así las cosas ayer, en la resaca del orgullo, Arrimadas se parapetaba detrás del argumento de «fascista tú» y se atrevía a pedir dimisiones cuando la única que debería asumir responsabilidades políticas en este caso es ella. Primero por banalizar el fascismo y atreverse a llamar fascista a la comunidad LGTBQI+; segundo, porque sus descarados intentos de victimizarse después de provocar han resultado de una gran temeridad, y denotan su falta de sensibilidad hacia un colectivo para el que la fiesta solo puede ser política, y para el que hacer política sigue siendo, en muchos casos, una forma de autosanación. Presentarse como señuelo fácil en una manifestación pública de tales dimensiones podía haber salido de cualquier manera. Ningún llamamiento a la calma puede contener todas las individualidades y una sola persona subiendo ostensiblemente el tono de las interpelaciones, como hizo ella, podría haber desembocado en cargas policiales y la consiguiente avalancha humana. Arrimadas dimitiría, si nuestra realidad política no fuera tan asombrosamente parecida a Gilead.

En las últimas semanas, y ante la inminencia de gobiernos formados por las tres derechas tanto en el Ayuntamiento como en la Comunidad de Madrid, muchas se llevan las manos a la cabeza, devastadas, como si cuatro años de happy carmenismo hubieran borrado de nuestro recuerdo 25 años de políticas liberales y conservadoras. Pero la derecha, lo sabemos todos, es costumbrismo en la Corte. Y si algo sabemos es cómo son las cosas cuando gobiernan ellos. La presencia de sus nuevos (viejos) aliados naturales no debería intimidarnos, pues con sus desbandadas, agresiones, y salidas de tono nos otorgan una legitimidad que es potencia. Potencia como la del sábado, cuando cientos de desconocidos se reconocieron en un «No pasarán», y lograron una victoria colectiva. El paseo de la verguenza de Ciudadanos siendo escoltados hasta la salida por la policía tiene una incidencia incontestable en la realidad.