La izquierda nunca ha sido belicista. Porque no es competitiva, no es egoísta, no es excluyente. Porque no quiere el bien solo para si, sino para elevar sin distinción la dignidad de todos los seres humanos. Incluso la de aquellos que puedan no compartir esa visión de la vida. Quien es de izquierda no puede […]
La izquierda nunca ha sido belicista. Porque no es competitiva, no es egoísta, no es excluyente. Porque no quiere el bien solo para si, sino para elevar sin distinción la dignidad de todos los seres humanos. Incluso la de aquellos que puedan no compartir esa visión de la vida. Quien es de izquierda no puede ser feliz con la miseria a su alrededor, aunque él mismo no la sufra.
Pero la derecha si puede, y vaya si puede: va en su ADN. El «homo homini lupus» y el «Principio de Razón Suficiente» operan como axiomas, inapelables, desde los que explicar y justificar todo lo que hay, por qué lo hay y por qué no puede ser -ni se permitirá que sea- de otra manera. Realmente, son dos argumentos muy básicos, pero no hace falta más: con esos dos axiomas los defensores del statu quo pueden no escatimar -ni escatimaron, ni escatimarán- recursos ni muertos, pues ambos los ponen siempre los mismos: los miserables, la sal de la tierra. «Ese es el mundo que hay». «Nadie dijo que fuera justo», ni que tuviera que serlo.
Así, en resumidas cuentas, unos no queremos la violencia porque nos resulta indigna; y otros no la quieren porque es costosa. Podría parecer que se trata de posiciones cercanas, pero bien vistas son incompatibles: de «caro» a «indigno» hay una asimetría fundamental, donde «caro» es algo cuya conveniencia se puede ponderar, e «indigno» es un término absoluto en el que no cabe matiz. Son planteamientos excluyentes. Entre sus defensores no hay nada que negociar.
Por tanto, la aparición de la violencia está garantizada. Unos la usarán creyéndose debidamente justificados; otros, espantados, se abstendrán incluso de la propia defensa, ejerciendo de sparrings hasta caer abatidos. En general podría decirse que no se trata siquiera de una cuestión moral, sino más bien constitutiva y posicional -genética, educacional, cultural… ¡tantas cosas nos constituyen!-. Hay quien siente vergüenza, y hay quien es un desvergonzado; sádico, masoquista; manipulador, ingenuo; egoísta, generoso ¿se pueden «educar» estas posiciones? Algunas, quizás ¿Y reeducar? Habrá que verlo. En todo caso, probablemente la empatía o la amoralidad no se elijan. ¿El cargo público hace sinvergüenza al político, o el cargo solo pone de manifiesto el sinvergüenza que ya era? ¿Se elige pegar a un estudiante o a un anciano desarmados en la calle; o la impunidad que da el anonimato del casco y las reglas del juego hace que se manifieste lo más despreciable de ti mismo?
En la lucha por la vida, el sitio en el que el azar nos pone saca brillo a lo mejor y lo peor de cada uno de nosotros. Pero el olmo, como todo el mundo sabe, no da peras. Por lo que, independientemente del libreto y papel que nos haya tocado en el teatro del mundo, cada uno solo podrá comportarse como lo que es. Si por un casual tocó al zorro cuidar gallinas y al imbécil el papel de rey, ya tenemos garantizado el esperpento y el espectáculo no puede fallar.
En la lucha de clases -esa que muchos dicen que no existe- ocurre lo mismo. Una clase trata de obtener su subsistencia a partir del salario que la otra le permite ganar. La segunda vive a costa de la primera, controlando el acceso a los recursos naturales, a fin de que el populacho no se crezca en demasía. Si se puede, se hará sin violencia. Pero, si hay que usarla, se la usará. Porque lo que está en juego no es otra cosa que la supervivencia de clase, la posición en la «pirámide alimenticia». Y como decían nuestras madres, «con la comida no se juega». El poder, en la selva igual que en sociedad, solo se dirime por la fuerza.
Por tanto, si en última instancia el poder viene a depender del azar y de la fuerza (por mucho que queramos dorarlo de «derecho») el asunto tiene mala solución. Estando en juego intereses de clase vitales y contrapuestos, solo resolubles por medio de una inteligencia y una voluntad que pueden no acompañar a una o a ninguna de las partes, y sin árbitro que dirima el litigio, … la cosa puede acabar en violencia. Y parafraseando a Murphy, si algo puede acabar mal, lo hará. Una de las partes ganará, lo llamará «justicia y restitución», la otra perderá, y lo llamará «injusticia y expolio»… Con ello todo vuelta a empezar, sin haber aprendido nada: lo que por la fuerza se gana, por la fuerza se pierde. Ganar no es convencer, una victoria no es un contrato, y nadie sensato debería dormir tranquilo sobre lo obtenido por la mera fuerza.
Por eso, quizás, nadie -o casi nadie- quiere la violencia. Pero para evitarla no basta solo con desearlo: no hay acuerdo cuando una de las partes no quiere.
Si de verdad se desea evitar la violencia, entre partes con intereses contradictorios (dígase por ejemplo, sociedad de mercado, sociedad de castas, aristocracias hereditarias, religiones excluyentes, etnias irreconciliables, clases sociales capitalistas, etc.) ambas partes deben vivir y convivir en un mutuo y sagrado convencimiento: levantarse de la mesa de negociación sin un acuerdo mutuamente satisfactorio puede ser fatal para todos. Fuera del mutuo y libre acuerdo «toda» convivencia y paz es inviable. Y una vez desatada la violencia solo gana la fuerza. A partir de allí, cualquier victoria no solo es pírrica y efímera, sino que además depende de azares por definición completamente fuera de control.
El aspirante a tirano de turno (politicastro, pequeño estafador, ladrón, espabilado, mandamás, jefezuelo, dictador o potencia ocupante) debe vivir en el pleno convencimiento, en la certeza absoluta de que, pasado cierto límite tolerable de abuso o explotación, se le responderá con toda la contundencia que sea necesaria -incluso la violencia, si, aunque duela y repugne decirlo e incluso pensarlo-. Para él no es nada personal, es solo una cuestión de negocios, por lo que optará por la estrategia que reporte mayores, más rápidos o más seguros beneficios.
Para evitar la violencia, todo violento, descerebrado, perversillo o psicópata en potencia, debe tener claro que no saldrá impune, que no habrá tolerancia ni perdón ni compasión ni prescripción para con él; que siempre tendrá más que perder que ganar. Que toda victoria será pasajera, y que no podrá ocultarse ni huir y será perseguido allí donde vaya hasta el fin de sus días. Será un muerto civil, un muerto en vida.
Para eso, y para evitar una guerra civil, aceptamos que el Estado detentase el monopolio de la violencia legítima. Pero no sin condiciones. Ni siquiera en un absolutista como Hobbes.
Por eso, resulta especialmente dramático constatar una y otra vez cómo esa violencia legítima ha sido secuestrada y pervertida impunemente por los mismos delincuentes de quienes nos tenía que proteger. Y que de resultas de ello, una vez prostituidas las instituciones del Estado no haya más «violencia legítima» que la que gana, la que tiene el poder fáctico.
¡Vaya barbaridad!… Juntar en una misma frase «violencia», «legitimidad» y «poder fáctico» es algo más que confuso: es un completo oxímoron. Y es ofensivo para cualquier inteligencia: si solo es legítima la violencia que gana, ¿para qué nos hace falta el derecho?
Cuidado con la respuesta.
Asunto feo y difícil para la izquierda, para la gente de bien, para la gente decente, para los que simplemente queremos vivir y prosperar en paz, ganando el pan haciendo el bien, sin robarlo a nadie. Un asunto difícil, porque estamos obligados a jugar un juego en el que no elegimos ni el terreno ni las reglas: ambos son decididos por el enemigo, por los listillos, los psicópatas, los perversos, por los que van a medrar con la explotación ajena, con el sufrimiento del prójimo, con la vida de nuestros hijos, vendida al peso en el mercado internacional de carne humana.
Por eso, cuidado con la respuesta, porque -recordemos- las víctimas siempre las ponemos nosotros.
Si queremos evitar la violencia, tendremos que ser capaces de dar a luz un poder tan real, tan grande y tan omnipresente que como mínimo equilibre el terreno de juego, y en el que el enemigo sepa que está arriesgando a perderlo todo en una sola jugada.
¿Que ese poder se constituye para recomponer el consenso socialdemócrata de postguerra? Ya lo dijo Salustio: la mayoría no quiere ser libre sino tener un amo justo. Bienvenido sea. A mi me vale. (Mientras el amo sepa que no ser justo puede salirle -y le saldrá- caro).
¿Qué ese poder decide dar un paso más allá y terminar con la estructura de poder y de producción que nos somete a desigualdades estructurales, agotamiento del ecosistema, permanentes crisis, intrigas y peligros de golpes de estado abiertos o encubiertos? Bienvenido sea un nuevo Contrato Social. A mi me vale.
Sea lo que sea, será lo que tenga que ser. Pero lo que sea, que lo sea libremente y decidido por nosotros, no impuesto ni colado por la puerta de atrás.
Y eso no se hace hablando solo de confluencia. Ni deseándola. Se hace ejerciendo el poder, la ciudadanía, unificadamente, con un proyecto común, desde la diversidad individual, partidaria e ideológica, desde todos los rincones de la sociedad y el Estado, desde la sociedad civil erigida orgánicamente en pueblo.
Confundir imaginación con realidad, posibilidad con probabilidad, deseo con poder, es resignarnos a seguir siendo meros objetos inertes al vaivén de las fuerzas ocultas del enemigo, que nos arrastran a su antojo y conveniencia. Es condenarnos a la inevitabilidad de un gigantesco campo de concentración nazi, a un Matrix a escala global, con una masa ingente y creciente de lumpen-proletariado
Quedan quince o veinte días para ganar o fracasar, aunque parece que muy poca gente haya tomado conciencia de ello, y algunos se permitan seguir jugando a politiquillos de patio de colegio, con sus pequeñas intrigas y miserias palaciegas, como si viviéramos en un paraíso y la vida fuera eterna. Pero no habrá premio de consolación para el perdedor, ni segunda oportunidad. Si fracasamos en las municipales, lo siguiente con toda probabilidad será una debacle general. Nuestros hijos ya podrán ir pidiendo doble nacionalidad o permisos de trabajo allí donde quieran aceptarles como mano de obra barata.
Sinceramente, no se si -como pueblo- estamos a la altura del desafío; ni se si nuestros líderes y dirigentes lo están. Pero pronto lo veremos. Demasiado pronto.
Tic-tac-tic-tac… Un reloj que lamentablemente no cuenta para el enemigo (como piensa el inventor de la expresión). Para el enemigo el tiempo está detenido, y le va muy bien que siga así. El tiempo, solo corre para nosotros y corre en contra nuestra.
Jorge Negro. Frente Cívico Somos Mayoría de Valencia
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