Traducido del inglés para Rebelión por Carlos Riba García
¡Mal rayo te parta, siglo XXI de Estados Unidos!
Querido nieto:
Piensa en mi libreta de direcciones… sí, simplemente el hecho de que tenga una libreta de direcciones te dice mucho de mí. Todos los nombres, las direcciones, los correos electrónicos y los números de teléfono que me importan todavía están apuntados en papel, no en un ordenador o en un iPhone; es bastante sencillo saber qué significa eso: soy una persona mayor que se está haciendo cada día un poco más vieja. En camino de los 71, aunque me cueste creerlo. Esa pequeña libreta te muestra todas las señales de hacia dónde me dirijo. No era así hace unos años, pero si ahora empiezo a recorrer sus páginas no puedo menos que darme cuenta de que los muertos, con sus direcciones y números de teléfono, se acercan sigilosamente a los vivos y que mi libreta de direcciones se parece cada día más a un mausoleo.
Últimamente, la edad acude a mi mente, especialmente cuando estoy contigo. Este año, mi padre -tu bisabuelo-, que murió en 1983, cumpliría 109 años. De alguna manera, esto me parece algo conmovedor. Siento que él forma parte de mí como nunca me lo habría permitido admitir en mi juventud, y entonces pienso de mí mismo con más de 100 años de edad. Extrañamente, esto me deja con una módica y muy personal sensación de esperanza. A través de mis hijos (y quizás también de ti), algún día bastante después de que me haya marchado de este mundo, pueda imaginarme a mí mismo más viejo todavía. No me interpretes mal; en mi cuerpo no hay una glándula de la espiritualidad, pero de verdad pienso que de alguna manera nosotros continuamos viviendo dentro de los demás, y eso nos lleva a todos hacia adelante.
Como sucede con los de mi edad, el futuro parece está acortándose, aun así continúa siendo el notable misterio que siempre ha sido. No tenemos remedio: soñamos sobre el futuro, nos preguntamos sobre él y tratamos de adivinar qué puede estar reservando el futuro para nosotros. Es un impulso que, supongo, está integrado dentro de nosotros. Aun así, curiosamente, por lo general nos equivocamos con los futuros que soñamos. Sin embargo, cada tanto uno escudriña delante de sí y ve algo -gracias a la perspicacia o la suerte de cada uno- que prueba que ha acertado.
El futuro soñado
En 2001, cuando ni siquiera imaginaba la presencia de un nieto en mi vida, tuve uno de esos momentos (y deseé no haberlo tenido). Fue poco después de los atentados del 11-S cuando, en todo el país, los estadounidenses estábamos cumpliendo interminables ritos en los que nos concedíamos una y otra vez el estatus de las víctimas más destacadas del mundo, los únicos que importaban. Se puede decir que en esos meses, nos erigimos a nosotros mismos en las víctimas indispensables o excepcionales de la Tierra.
En ese prolongado momento de duelo nacional (junto con un temor rayano en la histeria), la administración Bush se preparó para lanzar sus guerras globales de venganza mientras el dinero empezó a derramarse en el estado de seguridad nacional de un modo sin precedentes en la historia. Fue un tiempo en el que con la palabra «patria», inexistente hasta entonces en el vocabulario estadounidense, se rotuló lo que acabaría convirtiéndose en un segundo departamento de defensa, el secretismo descendió sobre el gobierno cubriéndolo como una manta, la tortura se transformó en la mejora de la semana en la Casa Blanca, el asesinato estaba a punto de convertirse en el centro (más tarde, en la obsesión) del ejecutivo, ¿y la vigilancia? Aún no había comenzado a darme cuenta de la enorme y redundante vigilancia -tanto en el ámbito nacional como en el mundial- cuando ya se había construido todo un repertorio de descaradas ilegalidades y seudolegalidades de todo tipo.
En octubre de 2001, me era imposible captar la verdadera dimensión de lo que estaba pasando, pero no importaba. Escruté en el futuro y entonces supe, y lo que supe me estremeció hasta la médula. Décadas antes, yo me había movilizado para formar parte del movimiento contra la guerra de Vietnam; ya en sí, aquel era un tiempo terrible, pero cuando vi hacia dónde parecía estar yendo nuestro país, mientras el presidente prometía castigar a todo el mundo y las bombas empezaron a caer en Afganistán, no tuve la menor duda de que esa iba a ser la peor época de mi vida.
Por supuesto, en ese octubre y noviembre no estaba pensando en ti. No obstante, estaba pensando en tu madre y en tu tío, mis hijos. Estaba pensando en el mundo que yo y mis coetáneos y George W. Bush y Dick Cheney y George Tenet y Donald Runsfeld y el resto de esa pandilla les íbamos a dejar.
De una manera callada ya había hecho un buen trabajo -así lo sentía yo- desde la desmovilización (como tantos estadounidenses) posterior a la era Vietnam. Aunque no era un académico, en mi tiempo libre había escrito una historia muy personal de la Guerra Fría de la que me sentía orgulloso. Era editor en dos editoriales especializadas en la publicación de obras a las que yo solía llamar «voces desde otro sitio» (incluso cuando llegaban desde aquí mismo), entre ellas -por nombrar solo dos-, Blowback, de Chalmers Johson, y la trilogía Memoria del fuego, de Eduardo Galeano.
Pero cuando de algún modo me topaba con el futuro y todo su deprimente horror, la mayor parte de ese trabajo no parecía ser una respuesta adecuada a lo que se venía. No tenía la sensación de que pudiera hacer mucho más, pero sentía un impulso que parecía sencillo: no pasar a tu madre y tu tío un país, un planeta, un nuevo siglo, tan degradados sin haber levantado un dedo para oponerme, sin al menos un intento. Sentí la necesidad de movilizarme de un modo distinto en beneficio del futuro que había vislumbrado.
Sin embargo, en ese punto, me falló la habilidad para prever los años por venir y no supe qué hacer hasta que de pronto TomDispatch más o menos me dio una bofetada en la cara (pero esta es una historia que te contaré otro día). Este abril, después de más de 13 años que empecé a enviar misivas a una lista de correos electrónicos, está claro que -de esta manera muy personal- me las arreglé para comprometerme en aquello de lo que yo era capaz. Desgraciadamente, debe agregar que durante todo este tiempo nuestro mundo no ha hecho más que fastidiarse y degradarse todavía más.
Una realidad que se hace pedazos
Si estiras algo demasiado empezará a desgarrarse, hacerse pedazos, romperse. Esto, sospecho, podría ser un resumen razonable de lo que ha estado pasando en este nuestro mundo del siglo XXI. Aquí, en Estados Unidos, la gente dice a veces que estaríamos en una Segunda Época Chapada en Oro, una nueva era plutocrática; mientras tanto, nuestros políticos, cada día más en la escena de los milmillonarios, parecen favorecer esa posibilidad. Vista desde otro ángulo, sin embargo, en realidad «nuestra» Segunda Época Chapada en Oro es un fenómeno mundial en el sentido de que cada vez menos gente posee cada vez más. Se estima que para 2016 el 1 por ciento de las personas de este planeta controlará más del 50 por ciento de la riqueza mundial y será dueño de más bienes que el otro 99 por ciento en su conjunto. En 2013, las 85 personas más ricas del mundo tenían tanta riqueza como los 3.500 millones más pobres. Mientras tanto, en ciertas regiones la desigualdad parecía estar creciendo (si acaso China e India son excepciones importantes a esta descripción es una pregunta abierta). El dinero negro crece desenfrenadamente no solo en EEUU sino en todo el mundo.
Aunque todavía no lo sabías, ya estabas viviendo en un mundo cada vez más desigual cuyas tensiones solo parecen estar multiplicándose. Entre otras cosas, se está produciendo una verdadera descomposición: el colapso del orden social, de unidades nacionales de largo arraigo, incluso posiblemente de asociaciones completas de estados. Parece asombroso; desde Ucrania hasta Grecia, España a Francia, este clima de fragmentación parece incluso estar llegando a Europa. Por supuesto, en gran parte de Oriente Medio y el norte de África, la desintegración forma parte de nuestra historia: naciones que se derrumban, guerras endémicas, extremismos de variada especie en franco crecimiento y poblaciones enteras arrancadas de cuajo de su entorno, exiliadas y soportando presiones casi inconcebibles. En gran parte de esto, me entristece decirlo, nuestro país tiene una dolorosa responsabilidad.
En estos años, escribí varias veces sobre la cuestión; es decir, acerca de un grupo de enloquecidos visionarios estadounidenses que tenían el sueño de establecer una Pax Americana en el Gran Oriente Medio por la fuerza de las armas y luego tratar con prepotencia al mundo entero durante generaciones. Invocando la libertad y la democracia y confiando fundamentalmente en el poder transformador del ejército de Estados Unidos, este grupo invadió alegremente Iraq y produjo un agujero en el corazón de Oriente Medio cuyas consecuencias son ahora horrorosamente evidentes: el Estado Islámico y su «califato».
Después, por supuesto, hubo la interminable serie de guerras fracasadas, intervenciones, ataques, campañas de asesinatos y demás cosas por el estilo; en pocas palabras, hubo la «guerra global contra el terror» lanzada por George W. Bush para castigo de todos los «terroristas» del planeta, para (como entonces a ellos les gustaba decir) «desecar la ciénaga» en 80 países. Era una «guerra» que, con todos sus excesos, se transformó rápidamente en un cartel de reclutamiento o la propagación de organizaciones extremistas. En estos momentos, esa guerra se ha convertido en algo tan institucionalizado que no me sorprendería si, en tu edad adulta, Washington estuviese todavía en ella tan implacablemente y con tan poco éxito como hoy.
En el ínterin, el presidente se ha convertido primero en el torturador en jefe y después en el asesino en jefe; por otra parte, lamento decírtelo, muy pocos aquí arriesgaron la menor objeción. Ha sido una pesadilla de -por utilizar algunas palabras que probablemente no entenderás hasta dentro de un tiempo- arrogancia desmedida y locura, utilidades y horrores, inflados sueños de gloria y el regreso -como desde un siglo anterior- de la corporación de guerreros y la guerra para el beneficio económico a una escala pasmosa.
Todo esto pasó en un país que todavía se propone como el más rico y poderoso de la Tierra (a pesar de que se está comprobando que ese poder y esa riqueza tienen cada vez más dificultades para ser aplicados con eficacia) y todo ello sucedió -a pesar de obvias y honorables excepciones- sin demasiada oposición. Si esta es la Segunda Era Chapada en Oro -el 1 por ciento de los estadounidenses, 16.000 familias, controla el 11 por ciento de la riqueza (como lo hizo por última vez en 1916) y el 22 por ciento de la riqueza de las familias (el 7 por ciento hace 30 años)-, también es, en palabras del historiador Steven Fraser, la «era del consentimiento».
Esto ha sido verdad en lo que concierne al regreso de la plutocracia, como también al crecimiento del estado de seguridad nacional, según esos plutócratas milmillonarios adquirían poder y el pueblo estadounidense lo perdía. Si ese Estado dentro del Estado tiene una divisa, esta podría ser esta particularmente antidemocrática: los estadounidenses están más a salvo y seguros cuanto más ignoren lo que hace su gobierno. En otras palabras, en el Estados Unidos del siglo XXI, «nosotros, el pueblo» (una frase que espero todavía esté vigente en tu tiempo) solo debemos saber qué hace nuestro gobierno en nuestro nombre solo lo que ese gobierno esté dispuesto a revelar.
El gobierno en la sombra nunca habría ganado tanto poder de no haber sido por el trauma del 11-S, el impacto de vivir durante una jornada un tipo de violencia y destrucción bastante normal en cualquier sitio del mundo, y la amenaza planteada por un fenómeno único al que llamamos «terrorismo». No cabe la menor duda de que los grupos extremistas islámicos reunidos bajo esa denominación representan una amenaza para los seres humanos reales desde Siria hasta Pakistán, desde Somalia hasta Libia, pero son una amenaza poco más o menos igual a cero en la hoy llamada «patria» estadounidense.
Por supuesto, siempre hay algún tipo reventado que puede coger un arma de fuego e, inspirado por algún extraño vídeo de propaganda, mate a algunas personas en EEUU en nombre de una organización extremista cualquiera. Pero las matanzas sin ánimo ideológico (como la del bebé que mató a su madre) ya existen y son un tópico en nuestro país, y a nadie se le ocurre organizar un sistema de «seguridad» de millones de millones de dólares para prevenirlas.
Que el miedo a este moderado peligro haya transformado el estado de seguridad nacional en un notable centro de poder, beneficios económicos e impunidad sin casi ninguna ingerencia de «nosotros, el pueblo» es una especie de funesto milagro de nuestro tiempo. ¿En qué estábamos pensando cuando les permitimos que se gastaran algo así como un millón de millones de dólares al año en lo que se llama «seguridad nacional» para que nos dejen un mundo que tiene tan poca seguridad, si acaso la tiene? ¿Qué teníamos en la mente cuando les permitimos que financiaran su delirante proyecto de sistemas de armas para 2047 en lugar de gastar ese dinero en escuelas, energías renovables o infraestructuras para hoy mismo? Podría hacer una lista interminable de preguntas como estas, pero si lo que les hemos cedido todavía interesa dentro de 20, o 30, o 40 años, y tú tienes el privilegio de mirar atrás en nuestro tiempo, en el origen de tus problemas, estoy seguro de que podrás ver más claramente todo esto en lo que esté sucediendo en el momento que estés viviendo.
Soy incapaz de imaginar cómo será el Estados Unidos de tu adultez; aun así puedo notar que este país está cambiando de una forma inquietante. Lo están transformando en algo que a tu bisabuelo le parecería irreconociblemente contrario a lo estadounidense. Si bien no podemos hablar de «descomposición», expresiones como «polarización política» y «punto muerto» ya forman parte del estilo de vida de nuestros milmillonarios. No estoy seguro de adónde nos lleva todo esto, pero a mí no me parece que sea algo conocido y bueno. Por supuesto, no se parece en nada al mundo estadounidense que habría querido dejarte.
Estados Unidos en el diván
No has puesto un pie en una escuela, apenas sabes cómo se usan esas omnipresentes y brillantes patinetas ni puedes todavía entender la magia del pensamiento infantil, de decir por ejemplo que estás «escondido» aunque se te ve de cuerpo entero y asumir que nadie puede verte. Por eso sé que es un poco pronto para traerte a la aparentemente trastornada naturaleza de los asuntos de los adultos.
No obstante, si este país mío -y algún día tuyo- pudiera ser llevado al diván del psicoanalista, sospecho que recibiría el diagnóstico de, en términos accesibles a todos, «trastornado» (en un planeta cada día más alterado). Lo peor de todo es que en realidad ya no somos capaces de ver cuál es nuestra mayor amenaza, que no es una panda de yihadistas sino lo que estamos haciéndonos a nosotros mismos y al mundo que habitamos.
Ponlo de otra manera, si no estamos apreciablemente amenazados por aquello en lo que hemos gastado tanto dinero y energías, eso quiere decir que casi no hay amenaza alguna contra la vida de Estados Unidos. En realidad, ni siquiera te mencioné lo que más me preocupa cuando pienso acerca de tu futuro: la tensión cada vez mayor a la que está sometida la vida aquí y en el resto del mundo debido a la explotación y consumo de los combustibles fósiles.
En cualquier caso, yo tenía ganas de dejar constancia de todo esto, a pesar de que no tengo forma de saber si esa constancia tiene alguna permanencia, ni si en el mundo de 2047 tendrás posibilidad de acceder a lo que he escrito. Para decirlo de otro modo, no tengo idea de que acaso leas esto alguna vez. Sin embargo, de verdad temo que si lo haces será en un planeta más fragmentado, desquiciado y tensionado que el que hoy compartimos tú y yo. Soy conciente de que nuestra responsabilidad era proporcionar -a ti y los demás niños- lo menos que se merecen: un lugar decente donde crecer.
Para dejar constancia, entonces, quiero decir que a pesar de mis mejores (y modestos) esfuerzos, siento que te debo un pedido de disculpas. Me resulta difícil expresarlo: lo siento, por lo que hay y por lo que puede haber. Este no es el país que yo soñaba para ti. Este no es el mundo que yo quería dejarte. No es lo que tú mereces.
Aun así, todavía tengo esperanzas en relación contigo y con tu tiempo. Como señaló una magnífica escritora de mis tiempos [Rebecca Solnit], la oscuridad del futuro es algo cercano a una bendición. Siempre deja abierta la posibilidad de que -a pesar de la locura del momento- la verdadera decencia, la amabilidad que veo en ti -la que todo el mundo puede ver en cualquier niño-, tengan una mínima posibilidad de crear una diferencia en nuestro planeta.
Y más específicamente, aunque cuando se trata de la riqueza y la guerra esta pueda ser una «era del consentimiento», no está comprobado que sea lo mismo en la cuestión más importante: el cambio climático. Contra las fuerzas de la auténtica criminalidad y la riqueza, y pese a la tenaz negación de la realidad financiada por las empresas que se han beneficiado históricamente de la explotación de los combustibles fósiles, en este país y en el mundo se ha ido consolidando un movimiento que trabaja para salvar a la humanidad del maltrato al planeta Tierra que ella misma comete. Desde la resistencia a los oleoductos hasta la desinversión, su fuerza ha estado creciendo sin cesar al mismo tiempo que el costo de los sistemas alternativos de energía cae rápidamente. Esta es una combinación que al menos ofrece una módica esperanza contra las peores presiones por la desintegración y, en última instancia, la destrucción lisa y llana de este planeta como sitio de bienvenida para ti y tus hijos y los hijos de tus hijos.
Entonces, permíteme que termine de esta manera: espero que algún día del distante futuro leas esta carta y que, dados el ingenio de nuestra especie y su valentía para resistirse a la locura, dadas todas aquellas sorpresas que guarda el futuro dentro de sí, sonrías con indulgencia por mis miedos. Tú me harás ver -o al menos a aquel rastro de mí que haya quedado en ti- que yo tenía la típica incapacidad humana de imaginar el impredecible futuro y que, al final, las cosas nunca han estado a la altura de mis peores temores. Espero que, a pesar de que nosotros no lo hicimos, tú tendrás la posibilidad de una vida de milagros, de esos que todos nosotros en este planeta nos merecemos.
Tu abuelo, que te quiere
Tom
Tom Engelhardt es cofundador de American Empire Project y autor tanto de The United States of Fear como de una historia de la Guerra Fría, The End of Victory Culture. Dirige TomDispatch.com, del Nation Institute. Su nuevo libro es Shadow Government: Surveillance, Secret Wars, and a Global Security State in a Single-Superpower World (Haymarket Books).