El golpe de Estado del cuerpo de seguridad presidencial en Burkina Faso, en la madrugada del 17 de septiembre, ilumina la bifurcación histórica en la que se posicionan la mayor parte de las sociedades africanas: la dislocación en grupos mafiosos o la posibilidad de inventar instituciones creíbles, que respondan al interés de sus ciudadanos. Por […]
El golpe de Estado del cuerpo de seguridad presidencial en Burkina Faso, en la madrugada del 17 de septiembre, ilumina la bifurcación histórica en la que se posicionan la mayor parte de las sociedades africanas: la dislocación en grupos mafiosos o la posibilidad de inventar instituciones creíbles, que respondan al interés de sus ciudadanos.
Por su pureza, eficacia y, sobre todo por el desafío que marcó, la revolución ciudadana de Burkina Faso de octubre de 2014 fue un paso crucial en la construcción de instituciones representativas de la ciudadanía. Hoy su ex-presidente Blaise Compaoré obliga a sus ciudadanos obediencia a una Constitución para permanecer a pesar de ella.
Los estados y gobiernos salidos de la noche colonial son un corta y pega de instituciones nacidas en otro lugar, inauguradas bajo dominación extranjera.
Estos estados en los que nadie cree, ni sus agentes, ni sus administradores, ni sus mismos ciudadanos, son resultado directo de los intereses colonizadores. La privatización de sus derechos y bienes públicos es la base de su funcionamiento. Su implementación la asume desde el policía de cualquier esquina hasta el jefe de Estado.
La ciudadanía resuelve el día a día como puede, mientras la tía del presidente va a operarse al Hospital Americano de París o el primo del policía consigue fácilmente un tratamiento de antibióticos. Mientras, un tufo de verborrea democrática se instaura para mantener la ficción necesaria que permita ingresar las trasferencias en concepto de «ayudas al desarrollo» e incluirse dentro del sistema internacional.
Este juego indigno y patético de los poderes públicos para parecer un país democrático produce un efecto de enorme indignación en un país mayoritariamente joven. ¿Cómo un presidente que transformo la Constitución en su juguete personal puede señalar el camino a la juventud, numerosa, creativa y cada vez más urbana? ¿Qué credibilidad tiene para convencerlos de que respeten «la moral y la ley»?
Lo que ocurrió al pueblo de Burkina Faso en octubre 2014 es un claro resultado de este proceso. «Nosotros no jugamos más con la Constitución», exclamaban durante las manifestaciones.
Estos acontecimientos, trágicos y gloriosos, han hecho dejar de considerar la Constitución como un cachivache institucional a la occidental, y transformarlo en una herramienta para el cumplimiento de un conjunto de reglas que se aplique a todo el mundo y la estabilización de un marco en el que la creatividad del pueblo pueda construir el edificio institucional que le conviene.
La guardia «presidencial» que detuvo al presidente de la transición, en el golpe de estado del miércoles 16 de septiembre cometido a un mes de las elecciones generales, parecía decir sin rodeos: «Queremos recuperar nuestra propiedad privada, el poder; nuestra legitimidad reside en la fortaleza de nuestra organización y en nuestras armas».
Y de esta forma recordar al pueblo burquinabe que está bajo la amenaza de un grupo de 1.300 personas armadas que no se quieren dejar la fuente de alimento que representa el poder.
La historia reciente de Burkina Faso es un ejemplo de la bifurcación histórica ante la que se colocan las sociedades africanas medio siglo después de las independencias: la dislocación de sus sociedades en mafias rivales capaces, para mantener su territorio, de las crueldades más atroces, o de la invención de instituciones habitables capaces de ser interiorizadas y respetadas por la ciudadanía.
Boko Haram es posible. Nelson Mandela también lo es. El éxito del golpe de estado del equipo mortífero de la guardia presidencial de Burkina Faso es posible. Pero también lo es la capacidad creativa de la revolución de octubre y noviembre de 2014 para reanudar y apropiarse, de nuevo, de la historia.
JL Sagot-Duvauroux. Dramaturgo y escritor