Ni Suleimán, ni tampoco Ahmed o Rasul tienen SIDA. Lo confirman los certificados médicos que cuelgan a la entrada de su pequeño restaurante en el centro de Zuara. Los hermanos Nabelsi llegaron desde la isla de Yerba (Túnez) hace dos años, y llevan despachando sándwiches de hígado y pollo desde entonces. Su antiguo restaurante en […]
Ni Suleimán, ni tampoco Ahmed o Rasul tienen SIDA. Lo confirman los certificados médicos que cuelgan a la entrada de su pequeño restaurante en el centro de Zuara. Los hermanos Nabelsi llegaron desde la isla de Yerba (Túnez) hace dos años, y llevan despachando sándwiches de hígado y pollo desde entonces. Su antiguo restaurante en su localidad natal ya había sido tocado de muerte con el terremoto político que sacudió la región en 2011. La masacre de turistas del pasado junio en la localidad de Susa no fue sino la confirmación de que solo volverían a casa para visitar a su madre. Apenas son dos horas de coche hasta Yerba. Además, Zuara tampoco les resulta tan extraña.
«Muchos tunecinos buscaron trabajo en Trípoli tras el colapso del turismo en el país pero nosotros nos quedamos aquí porque somos amazigh, y aquí todos lo son», explica Suleimán, mientras envuelve una nueva remesa de sándwiches en papel de estraza.
Tiene razón. Situada a un centenar de kilómetros al oeste de Trípoli, esta ciudad de 50.000 habitantes es el único enclave bereber en la costa libia. Motivos más coyunturales que ideológicos la vinculan con el Gobierno de Trípoli, que se disputa el control del país con el de Tobruk, éste en la frontera de Egipto. A los dos poderes en liza tras la guerra de 2011 se añade el del Estado Islámico, un tercer actor que se hace fuerte en Sirte, la localidad natal del depuesto Gadafi.
A día de hoy, la carretera que lleva a las montañas de Nafusa, el principal bastión amazigh en Libia, está cortada por una milicia árabe leal a Tobruk, lo mismo que la de Trípoli. El caos parece hacerse irremisiblemente con el país pero los Nabelsi no se plantean volverse a marchar.
«No habrá lugar más seguro que éste en toda Libia», sentencia Rasul, el pequeño. Y si las cosas se ponen feas, añade, uno siempre puede cruzar a Túnez.
Podría hablarse de cierta normalidad en esta ciudad en la que uno de cada dos negocios es una cafetería. Todas están abiertas, lo mismo que las oficinas de la administración local, o las escuelas en las que la lengua amazigh es una asignatura desde hace ya cuatro años.
No obstante, Zuara habría sido devorada por el escombro y la basura de no ser por la labor del equipo de limpieza. Junto con el buzo naranja, el distintivo turbante tuareg parece haberse convertido en parte del uniforme de los barrenderos aquí. Durante los últimos meses, los tuareg han desplazado del sector a los subsaharianos. Son hijos del desierto como Isa Shabud quien, a sus 70 años, ha cambiado la arena de su Ubari natal, en el inhóspito sur del país, por la de la playa de Zuara. Tras siglos, quizás milenios de pacífica convivencia, tuaregs y tubus (otra pueblo del sur) se enfrentan entre sí obligados a alinearse con Trípoli y Tobruk respectivamente. Shabud optó por huir.
«Llegué aquí tras perder todo lo que tenía», lamenta el tuareg. «Alguien me dijo que Zuara era una ciudad muy pacífica y no me lo pensé dos veces».
Desde las dependencias de la Media Luna Roja, Ibrahim Atushi, responsable del Comité de Emergencia de dicha ONG en Zuara habla de 3000 trabajadores extranjeros registrados en la localidad.
«Son tunecinos, nigerianos, malienses, gambianos… llegan no sólo de África sino también desde países tan remotos como Pakistán o Bangladesh», explica a GARA el funcionario. Dice conocer las cifras porque todos los emigrantes necesitan un certificado médico para poder trabajar de forma legal. «El número de ilegales es una incógnita», acota.
«Ilegales»
Los paneles y murales en recuerdo a los caídos en la guerra se levantan alrededor de la plaza de los Mártires, una rotonda siempre congestionada, y que preside un monolito con un caballito de mar tallado en piedra. Ese es el icono de Zuara.
A 200 metros en dirección oeste, la carretera es súbitamente flanqueada por decenas de individuos que trepan a camiones que paran durante escasos segundos. Son tunecinos, nigerianos, malienses, gambianos… incluso hay media docena de bengalíes. Pero ninguno de ellos tiene un certificado médico ni, por ende, un permiso de trabajo.
Desde el amanecer hasta bien entrada la noche esperan trabajos esporádicos en la construcción, en labores de limpieza; «en lo que sea». Jalil deja marchar a otro camión para contar su historia. Perdió a sus padres y a un hermano en la guerra contra Boko Haram y consiguió escapar del país tras sobrevivir a un secuestro de los islamistas radicales. Pero la pesadilla no había hecho más que empezar.
«Nada más llegar a Trípoli la milicia me encerró y me dejaron un teléfono móvil para llamar a mi familia. «Diles que te mataremos si no envían 500 dólares», le decían los guardias mientras le golpeaban. Jalil quedó libre para volver a ser encerrado. Y otra vez lo mismo. Resulta que tuvo suerte: «A los que no pagan los matan o, simplemente, los venden como esclavos a gente que tiene negocios en la construcción», añade.
La mayoría de los subsaharianos a su alrededor aseguran haber pasado por lo mismo pero todos dicen sentirse más seguros en Zuara.
«Aquí nuestra vida sigue siendo miserable pero nadie te encierra ni te golpea como ocurre en el resto de Libia», explica Amín, uno de los gambianos.
En un buen día de trabajo, Amín puede ganar hasta 15 dinares (unos cuatro euros). A partir de 600 podrá costearse un pasaje a Europa en una patera.
Naciones Unidas sitúa la cifra de los que han cruzado el Mediterráneo durante 2015 en 600.000, duplicándose así el número del año pasado. Amín está dispuesto a intentarlo, pero no será desde aquí: las barcas llevan semanas sin salir desde que la milicia local descabezara a la mafia responsable del tráfico.
«¿Sabes desde dónde salen ahora? pregunta, limpiándose la cara aún cubierta de polvo de obra. «¿Nos puedes decir a dónde podemos ir?»
Fuente original: http://www.naiz.eus/en/