A los pocos días de que el presidente estadounidense apoyara el «todos contra Qatar», vendió a los qataríes 37 aviones F-35
Durante un simulacro sorpresa de un ataque nuclear, muchos operadores del ala estratégica de misiles de la Fuerza Aérea de Estados Unidos no se muestran dispuestos a girar la llave necesaria para lanzar un ataque con misiles.
La coalición de países que combate al Estado Islámico (EI) utiliza Al Udeid (Qatar), la base aérea más grande de Washington en Oriente Medio donde 11.000 militares (la mayoría de ellos americanos) están estacionados con carácter permanente.
En la base, además del contingente de tropas al que hay que añadir 120 aviones, está el Centcom, que es el Centro de mando para las actividades sobre Siria, Irak y Afganistán, y desde allí salen un centenar de bombarderos diarios. También se encuentra allí el CAOC (centro de operaciones aéreas) de toda la región, desde el que se vigilan todos los vuelos, civiles y militares, de su zona de responsabilidad (nordeste de África, Oriente Medio y sur de Asia, en total unas 20 naciones).
Curiosamente, el Centcom estaba antes en Arabia Saudí, pero debido a las susodichas operaciones les cancelaron el emplazamiento.
Por el uso de la base, cuya construcción costó al pequeño emirato un billón de dólares, el Estado qatarí no cobra renta.
Cinco países, Arabia Saudí, Egipto, Bahréin, Emiratos Árabes y Yemen, se han puesto de acuerdo para romper relaciones diplomáticas con Qatar, cerrar las fronteras terrestres y bloquear el espacio aéreo a los medios de transporte qataríes, además de imponer sanciones a entidades y personas de ese país.
En su reciente paso por Riad, Donald Trump ofreció su apoyo incondicional a los saudíes
La medida ha inflamado, un poco más si cabe, una de las zonas más trémulas del mundo. Y esto es así porque tras el bloqueo a Qatar, la alianza de las monarquías ricas del Golfo, crucial en los esfuerzos occidentales para contener a Irán y librar la lucha contra el Estado Islámico (EI), podría llegar a estar amenazada.
Los comportamientos iniciales de Donald Trump demuestran cambios en el liderazgo internacional de EE.UU. Los primeros compases están salpicados de actos impulsivos, personalismo, excesivo foco en el impacto interno y escaso respeto a los acuerdos y relaciones institucionales de sus predecesores. Todo ello abona la tesis de que gana terreno la incertidumbre.
En su reciente paso por Riad, Trump expresó su apoyo incondicional a los saudíes, a los que fortaleció en su ánimo de romper relaciones con Qatar. Asimismo, propuso la formación de una OTAN árabe, liderada por Arabia Saudí, lo que teniendo en cuenta las contradicciones que se acumularían en el corazón de esa alianza militar, no deja de ser un figuración.
En esta iniciativa subyacería el deseo de EE.UU. de que los árabes asuman más responsabilidad en la lucha contra el Estado Islámico y en un sentido más amplio, en su propia seguridad.
Pero el apareamiento (pacto de ayudas mutuas entre Arabia Saudí y EE.UU.) tiene otras bases de valor económico en negocios que interesan a Trump, y tendremos nuevas pistas en el proceso de privatización de Aramco (se gestiona una OPV en Londres) que puede suponer la mayor operación bursátil de la historia.
El encuentro de Riad ha consolidado el apoyo tajante a la causa suní, que lleva aparejado un importante suministro de sistemas de armas, aislamiento declarado de Irán (lo que supone dificultades para Europa en el proceso de eliminación de sanciones por el acuerdo nuclear) y acuerdos de inteligencia, como el suministro de evidencias de transacciones con Irán por parte de otros países.
Además del negocio para la industria estadounidense, consigue el apoyo al control de precios del crudo (que los rusos necesitan por sus costes de extracción, pero no respetan los saudíes que consideran a Rusia un sostén continuo de Irán).
El presidente norteamericano, que, tras la ruptura de sus vecinos con Qatar, envió uno de sus tuits, animando al castigo, y después preguntó (siempre hace igual), tuvo que pedir a su secretario de Estado que instase la calma y aliviase el embargo. Lo que estaba en cuestión era mantener el estatus del uso de la base aérea. Los arrebatos dejan secuelas, resultado de practicar esa diplomacia del vendedor de coches de segunda mano que tanto le gusta.
Con una población de 300.000 habitantes de mayoría suní y dos millones de trabajadores extranjeros, Qatar es el país menos importante del Golfo. Es el mayor exportador de gas natural, tiene poco crudo y ha de importar casi todo, hasta la mano de obra para sus construcciones.
Qatar decidió hacer negocios con chiíes y los saudíes no se lo han perdonado, esgrimiendo en su contra un testimonio, facilitado por la inteligencia americana, en el que les imputaron financiar a grupos terroristas. Hasta ahora, Washington había evitado posicionarse, sin dejar de presionar a Doha para que dejase de financiar a grupos extremistas.
Saudíes, emiratíes y egipcios llevan tiempo viendo a Qatar como patrocinador de extremistas, a los que proporciona apoyo financiero, soporte político y la más potente bocina de la región, la cadena de televisión Al Yazira, que influye decisivamente en la información en los países árabes.
La familia Al Zani, que rige el país, se habría dedicado a apoyar las primaveras árabes -especialmente a los Hermanos Musulmanes-, a flirtear con Irán y a condescender con los militantes de Hamas. Lo que equivale a desafiar el credo regional, compartido por Estados Unidos, Arabia Saudí e Israel, que consiste en tenérselas tiesas a Irán y apuntalar los países leales con regímenes militares fuertes (Egipto).
Mientras disfrutaba de la protección americana que le proporcionaba la estratégica base de Al Udeid, el emirato fue tomando posiciones en empresas europeas (El Corte Inglés) o patrocinando equipos de fútbol (PSG) que no han conseguido objetivos tangibles como ganar una Champions, a pesar de la pródiga inversión en el mercado.
Qatar organizó su propia agenda regional y se apuntó pronto a la doctrina Obama que condujo al acuerdo nuclear con Irán, que Washington ahora repudia. Con el súbito aislamiento al que se han visto sometidos, están empezando a pagar el precio de haberse saltado la ortodoxia imperante en las últimas cuatro décadas.
Esto, que alguien ha calificado como «perfidia qatarí», no deja de ser un juicio abusivo hacia lo que podría ser, esencialmente, una astucia consistente en llevarse bien con todos. Claro que eso resulta difícil cuando el mundo, espoleado por la Casa Blanca, avanza a zancadas hacia la polarización. Conmigo o contra mí, no caben los términos medios ni las ventajas estratégicas. Trump en estado puro.
Y esto se concreta en que Irán es el objetivo que batir; Rusia jugará sus bazas (menos protección a Irán, a cambio de que todos acepten una Siria con Assad); Israel puede salir beneficiada de la debilidad sobrevenida para Hizbulah, pero Irán tendrá que buscar en Europa la salida de su maltrecha situación (derivada del inmenso gasto en producir material fisible, boicot petrolero y explosión demográfica que aboca a una sociedad que exige cambios).
Washington, que exige una mayor responsabilidad árabe en la eliminación del Estado Islámico, sigue vendiendo armas a quienes tienen crudo para comprárselas. A los pocos días de que Trump apoyara el «todos contra Qatar», vendió a los qataríes 37 aviones F-35, la joya de la aviación militar, por valor de 12.000 millones de dólares. Primer desembolso de un contrato por aproximadamente el doble de la entrega actual.
Lo que hace treinta y tantos años no dejaba de ser una ficción plasmada en un guión made in Hollywood (infiltración de hackers, ataques nucleares, lanzamiento de misiles…) hoy forma parte, con naturalidad, de una realidad: la guerra no declarada.
Y los juegos han pasado a ser negocios. Negocios de guerra.