Llegué en noviembre a Estados Unidos, para los primeros días de abril cuando empezaba a derretirse la nieve del invierno, salí a buscar trabajo a los campos de fútbol, llevaba conmigo mi título de árbitra de fútbol avalado por FIFA y una carta de recomendación de la Federación de Fútbol de Guatemala. Llegué a los […]
Llegué en noviembre a Estados Unidos, para los primeros días de abril cuando empezaba a derretirse la nieve del invierno, salí a buscar trabajo a los campos de fútbol, llevaba conmigo mi título de árbitra de fútbol avalado por FIFA y una carta de recomendación de la Federación de Fútbol de Guatemala.
Llegué a los «campos del lago», así les llaman a los campos de fútbol que están frente a la playa de la calle Montrose, mi gran sorpresa fue ver a equipos mixtos de niñas y niños, no pude contener el llanto por la emoción, aquel instante para mí fue catártico. De niña había crecido agarrándome a trompadas con los patojos retándolos a los puñetazos para pelear por mi lugar en la chamusca. Me decían que el balompié no era cosas de niñas, que me fuera a jugar muñecas y a lavar platos. Yo en contestación los retaba y les decía que el primer pito de sangre hablara, así fue como me volví experta en peleas callejeras, un puñetazo directo a la nariz y volaban los pitos de sangre, lo que me aseguraba mi lugar en la chamusca. Cómo me iba dentro del juego era otra cosa, zancadillas por doquier, ignorada, nadie quería pasarme la pelota, nadie confiaba en que una niña podía meter un gol. Me fui haciendo a punta de pelotazos y puntapiés. La venganza eran las técnicas al paredón, hasta que ya no quedé en último lugar y no pudieron «fusilarme» a pelotazos.
Me tocaba doble porque ya sabía la chicoteada de mi mamá si me saltaba el cerco y me ponía jugar fútbol con los patojos, y aparte las trompadas para ganarme el puesto en el partido. Pero todo sacrificio valió la pena y mucho más la alegría, porque el fútbol se convirtió en mi pasión. Entonces al terminar el juego, salía con la sangre caliente por las trompadas y llegaba a la casa a recibir la chicoteada de todos los días, porque todos los días contra viento y marea yo salía a jugar fútbol. Ese día de abril, con el llanto acumulado de toda una vida que no pude contener en ese instante, lloré de alegría porque esas niñas no tenían que agarrarse a trompadas para jugar fútbol y además en equipos mixtos, cosa que nunca había visto en Guatemala. Una parte de mí se sintió realizada. Después de 15 años viviendo en Estados Unidos, no me acostumbro todavía, cada vez que veo juegos mixtos, siento la misma emoción de aquel primer día y se me aguan los ojos, y les grito emocionada: ¡pasála!, ¡ponéla!, ¡abrí la cancha!, ¡pará! ¡tirá ahora! Y grito los goles como loca, como si fuera yo misma la que los hubiera anotado. Es una emoción indescriptible ver niñas jugando fútbol y mucho más cuando los equipos son mixtos y demuestran que de sexo débil nada, porque fintean, amortiguan, conducen y anotan con la habilidad, la excelencia, la magia y el estilo que no tiene nada que ver con el género. Como árbitra tampoco el camino fue fácil. Creo que lo sufrí mucho más que como jugadora, porque ser autoridad y hacer valer el reglamento en un juego de hombres era desafiar de frente al machismo y los estereotipos. Y la única forma de demostrar mi capacidad era actuando conforme a la ley y para eso tenía saber el reglamente con puntos y comas y además, entender el juego y marcar en el instante preciso una falta.
Ser árbitro no es cualquier cosa, el reglamente hay que saber aplicarlo. Se falla un gol, pero jamás en la vida a un árbitro le perdonan una falta mal marcada y una tarjeta que no fue a tiempo. El sábado 10 de marzo, más dormida que despierta, después de ver una película cambié canal, en Univisión pasaban un partido de la Liga Mexicana, América contra León. No veo fútbol televisado pero llamó mi atención escuchar que quien narraba el juego era una mujer, no lo pude creer en el primer instante, me quedé escuchando porque sí hay mujeres que participan como comentaristas pero jamás como narradoras, para ser narrador hay que tener una habilidad de pocos y una pasión inconfundible. Para narrar un juego hay que vivir en tiempo real, como lo viven los jugadores en la cancha. Me quedé escuchando mientras el corazón comenzaba a acelerar las palpitaciones, ¿lo está narrando? Me pregunté. ¿Una mujer está narrando el juego? Volví a preguntarme, emocionada. Tan emocionada como cuando vi en aquel abril a las niñas jugando en partidos mixtos y como cuando vi a una mujer recibir las Olimpiadas en Grecia, cien años después de que salieran de aquel lugar, cuando sabemos que para sus inicios las mujeres no podían participar ni como espectadoras mucho menos en las disciplinas deportivas.
Repito, no veo fútbol televisado pero el sábado 10 de marzo, me quedé pegada al televisor, deleitándome con la calidad de Iris Cisneros, joven de 28 años, mexicana, de padres salvadoreño, que recién forma parte del equipo de Univisión Deportes. A quien aplaudo por ser la primer mujer de habla hispana en narrar un juego de fútbol en Estados Unidos, no sé si en continente Americano, pero es la primera vez que escucho a una mujer narrar un juego de fútbol de hombres de liga mayor. Que fuera en el juego del América, resultó una plataforma extraordinaria para que su debut llegara a miles de hogares.
Iris Cisneros, relatora de fútbol.
Iris Cisneros, entonces, con esto abrió una puerta enorme, enorme, para que más mujeres sigan el camino de la narración deportiva, en cualquier disciplina, derribando con esto el patriarcado y los estereotipos y mucho más en el el fútbol por razones obvias. Es una pionera, y yo reconozco su trabajo, la importancia de su proyección y el orgullo y la alegría de verla como mujer narrando juegos de fútbol de hombres. Por Iris y por todas las mujeres que a través del tiempo, han abierto caminos para nuestro género en los deportes. ¡Qué vengan más!
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