El presidente Donald Trump acaba de anunciar que, para contestar la interminable lista de libros que lo critican (sobre todo libros escritos por sus ex amigos y ex hombres de confianza, que a esta altura son casi todos), la Casa Blanca publicará «un libro real«, «un libro verdadero» («a real book»). Obviamente, no lo escribirá […]
El presidente Donald Trump acaba de anunciar que, para contestar la interminable lista de libros que lo critican (sobre todo libros escritos por sus ex amigos y ex hombres de confianza, que a esta altura son casi todos), la Casa Blanca publicará «un libro real«, «un libro verdadero» («a real book»). Obviamente, no lo escribirá él, aunque, en nuestro tiempo, no tendría nada de absurdo que una persona que nunca lee libros publique un libro.
Tampoco es casualidad que su cuenta de Twitter (que es el principal medio donde el presidente de la mayor potencia del mundo anuncia las decisiones que afectarán al resto del mundo y donde expresa su estado de ánimo según la hora del día) sea @realDonaldTrump, al tiempo que repite, obsesivamente, que el resto del mundo es fake. El mundo es fake, excepto yo, que soy real.
El patrón psicológico es consistente y revela un oscuro sentimiento inverso, similar al de la homofobia de algunos hombres que se excitan mirando imágenes de hombres (según pruebas de laboratorio), similar al consumo, por parte de una mayoría de mujeres, de pornografía donde se ejerce violencia contra las mujeres (según los últimos análisis de Big Data), o el estricto y puritano celibato público de curas violadores.
Tampoco podría ser casualidad que, en su etimología y en alguno de sus usos arcaicos, la palabra trump significa fake, falso, invención, el ruido que produce el elefante (obviemos que el elefante es el símbolo del partido Republicano) con su trompa, una especie de pedo o ruido trombótico sin contenido, o un acto infantil. Claro que esto último podría ser una sobre interpretación, ya que estamos hablando de un individuo y no de toda una tradición lingüística donde los patrones no dejan mucho lugar a dudas. Al menos que el joven, que el niño Donald haya tenido alguna información sobre su maravilloso apellido, tanta como sus propias lecturas infantiles.
Tampoco debe ser casualidad que su hijo más joven se llame Baron Trump, exactamente como el personaje de las novelas para niños que Ingersoll Lockwood escribió a finales del siglo XIX sobre un personaje alemán (su padre era un inmigrante ilegal alemán) llamado Baron Trump. El personaje, además de iniciar sus aventuras en Rusia, de ser camorrero y aficionado a insultar a cada individuo que se le cruzaba por el camino, presume de su propia inteligencia.
Demasiadas casualidades, como sacarse la lotería cuatro veces.
Tampoco es casualidad que haya sido Trump quien puso de moda el término «fake news«. Por acción o por omisión, los grandes medios de comunicación siempre han manipulado la realidad, por lo menos desde el siglo XIX (ya nos hemos detenido sobre el caso de Edward Bernays y muchos otros) pero el poder siempre encuentra una forma de disipar las dudas burlándose de sus propios métodos cuando éstos llegan a un punto de máxima sospecha. En 1996, la voz narrativa de mi primera novela dijo algo con lo que estoy de acuerdo: «No existe mejor estrategia contra un rumor verdadero que inventar otro falso que pretenda confirmarlo». La lógica de la distracción diseñada es la misma (aunque, en este caso, entiendo que no es intencional sino parte de la inevitable naturaleza darwiniana del poder): inventa un enemigo visible del poder, que se parezca al verdadero poder y que sea de tal forma que hasta los mismos críticos del poder terminen por defender los medios del poder. En palabras más simples: diseña un buen espantapájaros, distrae; a lo fake llámale real y a lo real, fake.
Esta lógica se confirma trágicamente hoy: los medios masivos siempre han sido reales en sus noticias y fake en la realidad creada. Por la forma y por la selección de los hechos reales, siempre han manipulado y continúan manipulando, la realidad, aunque ahora parezcan los paladines del pueblo, de los pueblos, de la verdad y la justicia. Pero que, de repente, lo diga un presidente fake, un personaje ridículo como un espantapájaros, alguien que llegó a ser presidente del país más poderoso del mundo con menos votos que su adversario, gracias a un sistema electoral heredado de los tiempos de la esclavitud, con un discurso medieval, hace que la gente decente y razonable tome partido por lo contrario, es decir, por defender a los medios tradicionales del poder real, ahora «bajo ataque», esos mismos que hasta no hace mucho defendían, apoyaban o, por lo menos, no criticaron nunca acciones criminales como la guerra de Iraq o como tantas otras invasiones y complots secretos por todas partes. Con honrosas y valientes excepciones, está de más decir, porque en todo rebaño hay ovejas negras.
El poder ni siquiera necesita pensar para ser genial. Es parte de su naturaleza.
Cuando alguien obsesivamente se llama a sí mismo «real» y a todo lo demás «fake», es porque está, obsesivamente, tratando de ocultar un sentimiento dolorosamente contrario: una conciencia reprimida de no ser «real», de ser «fake», de ser Trump. De otra forma, no hay necesidad de un hábito consistentemente obsesivo. Pero Trump es apenas un espantapájaros del poder. Patético, un peligroso amplificador de los miedos y de los traumas populares, sí, pero no mucho más que eso.
A los poderes tradicionales (los dueños de los capitales decisivos, de las finanzas, de los negocios de la guerra y de la paz de los cementerios, de la explotación física y moral de los de abajo), toda esa confusión, toda esa perfecta inversión de roles le viene como anillo al dedo. Como si existiera una lógica darwiniana en la escenificación y en la narrativa del poder que permanentemente se adapta para sobrevivir. Incluso, poniendo un espantapájaros en el poder de la mayor potencia del mundo para que cuervos y gaviotas por igual se mantengan estresados con un artefacto que insiste en que es lo único real en un mundo fake.
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