Recomiendo:
1

EEUU

La tierra de la gran mentira

Fuentes: El Viejo Topo

Wladyslaw Stanislaw Reymont, un premio Nobel olvidado, escribió su Tierra prometida refiriéndose a Łodz, el Manchester polaco, una obra que, más tarde, Andrzej Wajda llevó al cine como La tierra de la gran promesa: en ella se muestra la revolución industrial del siglo XIX y el nacimiento del capitalismo polaco, con su secuela de explotación […]

Wladyslaw Stanislaw Reymont, un premio Nobel olvidado, escribió su Tierra prometida refiriéndose a Łodz, el Manchester polaco, una obra que, más tarde, Andrzej Wajda llevó al cine como La tierra de la gran promesa: en ella se muestra la revolución industrial del siglo XIX y el nacimiento del capitalismo polaco, con su secuela de explotación y conflictos, de groseros plutócratas y de barrios proletarios embrutecidos por la miseria. Esa definición, la tierra de la gran promesa, podríamos dárserla también, aparentemente, a la América del Norte, a los Estados Unidos que fueron vistos como una tierra de promisión por millones de europeos que emigraron allí a lo largo de los siglos XIX y XX. Así la vieron, incluso, algunos destacados socialistas utópicos, como Cabet, y la contemplaron con simpatía hasta nuestros anarquistas y comunistas de la guerra civil española, antes de la definitiva conversión de Washington en el gendarme del capitalismo internacional, tras la segunda guerra mundial.

Hoy, sin embargo, cabe preguntarse si esa tierra de promisión no se ha convertido en la tierra de la gran mentira, o, más allá, si no lo fue siempre, pese a lo que nos cuentan los esforzados propagandistas del liberalismo de nuestros días, como Vargas Llosa y otros conversos, y los herederos de Popper. Hay que preguntárselo porque el argumento de los admiradores del modelo norteamericano para mantener el espejismo de su supuesta supremacía civilizatoria en la historia de la humanidad es simple y eficaz: ningún otro país del mundo ha acumulado tanta riqueza, y, en ningún otro lugar ha florecido la libertad durante tanto tiempo: ahí está la Constitución americana para demostrarlo. Comparen, nos dicen, la sociedad norteamericana con el infierno del subdesarrollo en África, Asia o en la propia América latina. Ahí está también, por si algún remilgado vacila, el sacrificio norteamericano en las dos guerras mundiales, para salvar a Europa y a la libertad del proyecto fascista. De manera que no hay duda: la libertad ondea con la bandera de las barras y estrellas, y el liberalismo norteamericano ha creado la sociedad más feliz y libre, más próspera, de la historia.

Parece razonable lo que dicen. Pero examinemos algunos asuntos.

Los pobres emigrantes europeos que querían cambiar la vida emigraban a América, la tierra de las oportunidades. Era el territorio de los sueños: empezar una vida, digna de ese nombre, en los Estados Unidos, era el empeño de quienes, abandonándolo todo, llegaban a la isla Ellis, como Charlot, que miraba asombrado la estatua de la Libertad desde el barco que le llevaba a Nueva York, como la evidencia de que el mundo de la libertad y la prosperidad existía. Los emigrantes iban a otros lugares, también, -al Río de la Plata, o tras las quimeras del oro en Sudáfrica- pero ninguno tenía la transparente calidez de los Estados Unidos. La patria de Washington era la libertad, la redención como búsqueda y como destino.

Sin embargo, los patricios burgueses que edificaron los Estados Unidos araban una tierra que no era suya. Quisieron construir el territorio de la libertad sobre los restos de un genocidio -probablemente, el mayor genocidio de la historia contemporánea-, y la matanza sistemática de los pueblos indios, que en ningún otro lugar del continente alcanzó dimensiones semejantes, tiñó su destino como país: esa herencia está grabada a fuego en su memoria, aunque quieran olvidarla. Todos los tratados firmados con los indios norteamericanos fueron rotos, y los sucesivos gobiernos de Washington impulsaron la marginación y el exterminio de la población indígena, hasta el punto de que acabaron con las grandes manadas de búfalos para liquidar así más fácilmente a los pueblos indios. Fueron eficaces. La carnicería de 1890 contra un campamento sioux, donde las tropas de caballería asesinaron a casi doscientas personas, entre ellas mujeres y niños, es una muestra, y hubo muchas. El trabajo del historiador norteamericano Dee Brown -que escribió el imprescindible Enterrad mi corazón en Wounded Knee, el lugar de aquella matanza sioux- ha documentado ese feroz genocidio contra las naciones indias. Hoy, los pocos indios que sobreviven en infames reservas tienen en su mirada la acusación constante contra el hombre blanco.

Desde sus inicios como nación, quienes gobernaban los Estados Unidos dieron muestras de su ferocidad: la caballería exhibía los cuerpos de los jefes indios que resistían a la colonización, y esa tradición continúa en nuestros días. La obscena exhibición de los cadáveres de los hijos de Sadam Husein, Qusay y Uday, fue un aviso enviado al pueblo iraquí, pero también al conjunto del planeta: ese es el destino de quienes resisten al poder norteamericano, sean quienes sean, indios, ayer, enemigos árabes, hoy, la izquierda anticapitalista, comunistas y anarquistas, siempre. Ese proceder ha sido una constante en la expansión norteamericano y en el combate a sus enemigos.

Ya en las primeras décadas de su independencia las diferencias políticas entre los sucesores de Washington, Jefferson, Hamilton o Madison quedaron relegadas ante los objetivos proclamados por la doctrina Monroe, que cuando se proclama es, en toda regla, una apuesta por la expansión imperialista, a pesar de la debilidad relativa del nuevo Estado y a pesar de las declaraciones anticolonialistas, que nada tenían que ver con su agresiva política exterior. La expansión territorial, a costa de los pueblos indios, continuó en América con el robo a México de la mitad de su territorio, y con la deliberada expulsión de los indios, decidida ya por el gobierno en las primeras décadas del siglo XIX, y cuyos objetivos esenciales eran compartidos por el partido republicano y por el partido democráta, que nace de aquél. No estaban construyendo una nación para todos. El propio nacimiento de los Estados Unidos está basado en una constitución para los blancos (con la declaración del derecho a la felicidad del ser humano), hija de la ilustración europea, que, pese a sus declaraciones de universalidad, va acompañada de la esclavitud para los negros y del exterminio para los indios norteamericanos. No es una anécdota menor que Thomas Jefferson tuviese un joven esclavo negro para entretener su propia sexualidad: muestra los orígenes de la segregación en ese país. La libertad proclamada en la constitución no era para todos, ni tan siquiera para la mayoría.

Esa política racista persistirá, pese a la abolición de la esclavitud en 1865, porque la segregación racial continuó formando parte de la realidad social norteamericana durante décadas, y, en nuestros días, pese a las conquistas del movimiento por los derechos civiles, no ha desaparecido: no hay que olvidar que, en cifras totales, hay más negros en las prisiones federales norteamericanas que en las instituciones de enseñanza superior. Los beneficiarios de esa sociedad criaban a los negros como ganado, en el sur, para asegurar la reposición de la mano de obra esclava, y el nacimiento del Ku Klux Klan, que prospera en la oleada de violencia contra los negros de inicios del siglo XX, muestra la persistencia de la segregación y represión entre amplias capas sociales, expresada por Billie Holiday en su amarga canción Strange Fruit. Las obras del historiador Herbert Aptheker son concluyentes sobre el sufrimiento de los negros norteamericanos. No eran los únicos que, junto a los indios, sufrían. Al mismo tiempo, los Estados Unidos importaban chinos para el oeste, que trabajaron como bestias, o acogían a millones de emigrantes europeos que serían sacrificados en la trituradora del voraz capitalismo norteamericano. Algunos de esos rasgos persisten todavía: ¿no padecen, en nuestros días, situaciones de explotación semejantes esos millones de emigrantes que son tratados como ganado por las grandes empresas y las plantaciones agrícolas?

La Nueva York del siglo XIX es el territorio de la explotación más descarnada, poco conocida aún, como lo será en el siglo XX. A finales del XIX, un dirigente de los medios obreros, escribía: «Estamos […] en medio de una nación al borde de la ruina moral, política y material. La corrupción domina las urnas, las legislaturas, el Congreso, y toca incluso el armiño de las togas del tribunal. La gente está desmoralizada; los periódicos, subvencionados o amordazados; la opinión pública, silenciada; los negocios están de capa caída; nuestras casas, hipotecadas; el trabajo, empobrecido y la tierra se concentra en manos de los capitalistas.» Es un cuadro familiar. No en vano, Steinbeck hablaría, décadas después, de las consecuencias que tendría, para la sociedad norteamericana, la mezcla de codicia, hipocresía y brutalidad. A ese mundo llegaban los emigrantes, buscando la libertad. Pero encuentran el territorio de la violencia, de la delincuencia, la ley del más fuerte, que recordamos ahora en la mitológica marcha hacia el oeste del siglo XIX, o en obras como Las uvas de la ira, para los ciudadanos desesperados de la gran depresión. La doble herencia de la esclavitud y del exterminio sobre los enemigos, sería proyectada después sobre el mundo.

Pese a todo, los obreros estadounidenses luchan. Y la respuesta del poder burgués es, siempre, feroz y contundente. En esa sociedad norteamericana, la persecución contra la izquierda es una constante: ahí están los mártires anarquistas de Chicago, los compañeros de Parsons; o la masacre de Lattimer, la matanza de Ludlow, la persecución de 1919 contra los comunistas, con miles de detenidos tras una redada general contra los locales del Partido Comunista en todo el país; también, los miles de detenidos en la década de los veinte y la ejecución, en 1927, de dos dignos y combativos anarquistas, Sacco y Vanzetti, o la matanza de la Republic Steel, en los años de la guerra civil española. Son apenas unos pocos ejemplos, que podrían multiplicarse. Mientras tanto, cada año, decenas de miles de obreros morían en accidentes de trabajo, obligados a trabajar como bestias: a principios del siglo XX, los obreros textiles de Nueva York trabajaban ochenta horas a la semana.

Tras la segunda guerra mundial, llegaría la caza de brujas, la obsesión anticomunista, la ejecución de los Rosemberg. La represión de la posguerra fue feroz: miles de personas vieron sus vidas arruinadas, miles de comunistas o progresistas fueron detenidos, acusados por el comité de actividades antiamericanas, sin saber de dónde venía la acusación. Muchos ciudadanos perdían su trabajo por acciones que habían hecho quince o veinte años atrás: a veces sólo por cosas que habían dicho o por haber participado en una manifestación o en una huelga. La delación reinaba sobre América, emponzoñando la vida del país: los delatores que denunciaban a sus familiares o a sus amigos, eran presentados como ejemplo de ciudadanos amantes de su país y de la libertad. Esa era la tierra de la gran promesa, donde los trabajadores tenían que luchar sin descanso. Porque el capitalismo norteamericano nunca concedió derechos: los espacios de libertad fueron duramente conquistados por el movimiento obrero y por los defensores de los derechos civiles, y esa herencia de la lucha obrera y ciudadana por la libertad, descrita entre otros por Howard Zinn, continúa siendo lo mejor de los Estados Unidos.

* * *

¿Es posible, hoy, considerar a los Estados Unidos de América como la tierra de los sueños, o, como quieren sus más inteligentes defensores, al menos como un ejemplo de sociedad próspera y abierta, democrática, donde la libertad ha alcanzado su más acabado desarrollo, convirtiendo a ese país en un modelo para el resto del planeta?

Si se atiende a las características concretas de esa formación social, cabe, al menos, dudarlo. Si se examina su política exterior en todo el mundo, no puede sino oponerse una rotunda negativa. Los estudios que tenemos nos muestran a una sociedad que está segura de ser querida por Dios, que le ha otorgado, creen, la mejor tierra del planeta, y que, al mismo tiempo, se comporta como un país lleno de ciudadanos temerosos en su vida cotidiana, que sospechan que ese Dios les castiga por sus pecados. Un orgullo nacionalista que cultiva la idea de que Estados Unidos es lo mejor y lo más grande del planeta, una religiosidad obsesiva, la proliferación de sectas, el fortalecimiento del integrismo cristiano, la convicción en la superioridad de su país sobre el resto, la seguridad de ser los elegidos por Dios, una enorme violencia social y un contingente millonario de presos en cárceles de alta seguridad -Estados Unidos tiene el 25 % de todos los presidiarios del mundo, contando apenas con el 4 % de la población mundial-, todo eso, compone un cóctel, que, pese a la complejidad de esa sociedad, explica muchas actitudes y, al mismo tiempo, facilita el control social: en el miedo y la inseguridad ante la inseguridad interna y ante las «amenazas» exteriores, descansa la destreza del actual poder norteamericano para suscitar la adhesión popular a un nuevo totalitarismo que es un serio peligro para el mundo. Así, no extraña el nuevo protagonismo del cristianismo fundamentalista, y las afirmaciones de Bush, realizadas seriamente, cuando proclama: «Estamos volviendo a la Biblia», o las de alguno de los influyentes telepredicadores -«Dios todopoderoso nos ordena atacar»-, servidas para consumo masivo, muestran el vigor de este nuevo totalitarismo, que tiene peligrosos puntos en común con el expansionismo fascista del mundo de entreguerras.

No hay que olvidar que casi el noventa por ciento de los norteamericanos cree en los milagros, y que casi la mitad de la población está convencida de que el mundo terminará en la gran batalla entre Dios y el Anticristo. En ese Armagedón, sólo pueden triunfar las armas de Dios, es decir, las de Washington. Esas estrafalarias ideas no son las únicas en adquirir verosimilitud para los ciudadanos norteamericanos, al ser servidas por unos medios de comunicación que manipulan con habilidad las conciencias: si anteayer los estadounidenses estaban convencidos de que corrían el riesgo de ser invadidos por los soviéticos, y, ayer, que Iraq disponía de unos peligrosos aviones para alcanzar América -como denunciaron Bush y Powell-, hoy, una buena parte de los ciudadanos están persuadidos de que feroces terroristas conspiran contra ellos, como muestran los atentados a las Torres Gemelas de Nueva York, al igual que creen que el Maligno vive y actúa perversamente en el mundo, o que los extraterrestres existen y visitan regularmente los Estados Unidos, como están convencidos de la existencia de las armas de destrucción masiva en Iraq o de los lazos entre Sadam Husein y Al-Qaeda, pese a la clamorosa ausencia de pruebas. Visto con los ojos de la población ilustrada europea, esas ideas, profundamente creídas en Estados Unidos por una parte considerable de la población, son grotescas, pero no por ello son menos peligrosas, más si atendemos a las justificaciones de la actuación exterior de Washington. El consenso social que necesita el nuevo poder americano para su proyecto de dominación mundial precisa del miedo, de la ignorancia, de la pasividad, así como del apoyo popular para recurrir a la violencia, para lanzar guerras preventivas, para respaldar al más descarnado imperialismo contemporáneo.

Y su poder militar y económico hace muy peligrosa esa tentación totalitaria. En ningún otro lugar, como en los Estados Unidos, se ha dado esa conjunción que explica el desarrollo y el poder conseguido por el país: millones de emigrantes jóvenes, llegados en el siglo XIX y en el XX, triturados por la maquinaria capitalista, que levantaron con su trabajo mal pagado el poder industrial americano, y, tras él, una expansión imperialista -facilitada por el declive europeo tras la guerra de Hitler- que ha puesto en sus manos la riqueza de buena parte del planeta. A ello, debe añadirse el constante flujo financiero que ha colmado las arcas del país, y que ha hecho posible el mantenimiento de un nivel de vida por encima de sus posibilidades, gracias a la emisión constante de dólares (debe recordarse que circulan por el mundo una cantidad tal de millones de dólares que, de hecho, podrían comprarse varias veces todos los bienes del conjunto de la tierra), dólares que, pese a su falta de valor real, son aceptados todavía por todos los gobiernos del mundo.

Las prácticas mafiosas de sus empresas, el recurso al proteccionismo y, al mismo tiempo, a una agresiva imposición de sus intereses en los foros internacionales, el sistemático empleo de medios de coerción y amenazas veladas contra los trabajadores, que explican también la decadencia y corrupción del sindicalismo norteamericano, han alcanzado al resto del planeta, aunque esa no sea una práctica imputable en exclusiva a los Estados Unidos. Las grandes empresas norteamericanas son protagonistas de la corrupción, en su país y fuera de él: pese a las dificultades para probar esas prácticas, probablemente no se encontraría una sola transnacional que no esté implicada en negocios sucios, desde las petroleras hasta las grandes empresas fabricantes de armas, desde los bancos hasta las compañías alimentarias. Los últimos escándalos, desde Enron hasta WorldCom, pasando por los turbios fondos de inversión, o las actividades de algunos responsables del JP Morgan Chase, de UBS, o de las empresas que trabajan en la bolsa de Wall Street, entre otras, son concluyentes. Uno de los últimos escándalos ha sido protagonizado por IBM: altos cargos del Banco de la Nación Argentina admitieron, ante las contundentes pruebas presentadas y ante la identificación de las cuentas en Suiza donde se realizaban los abonos, que habían sido sobornados por la multinacional americana con 34 millones de euros, una bagatela de más 5.600 millones de las antiguas pesetas.

En esa sociedad, paraíso para las más sórdidas prácticas del capitalismo, donde la obsesión por ser «plenamente americano» -¡precisamente en ese país, en el que todos eran emigrantes!- está, en el imaginario popular, por encima de las exigencias éticas a sus gobernantes, no puede extrañar que la hipocresía de quienes controlan los mecanismos del poder, y se enfrentan al mismo tiempo por ese control, conduzca a situaciones más propias del teatro del absurdo que de una sociedad democrática: son capaces de poner en un aprieto a un presidente, Clinton, por una aventura sexual con una becaria (en realidad, dicen, porque habría mentido al pueblo norteamericano), y apenas reaccionan ante la evidencia de las mentiras de Bush para lanzar la criminal guerra contra Iraq. De manera que, entre las ruinas del viejo sueño americano, que ha desembocado en la abierta agresión militar y en el imperialismo más feroz, crece un serio peligro para el mundo.

Porque, detrás de esa sociedad temerosa, se esconde un poder imperial con un peligroso proyecto que amenaza la estabilidad del mundo. No es un juicio aventurado. El propio Robert Kagan, ideólogo de la nueva política exterior de Estados Unidos, reconoce, con la misma arrogancia que muestra el gobierno Bush, que la política exterior de su país ha tenido siempre como objetivo expandir su poder en el mundo, desde que eran «sólo unas pequeñas colonias agarradas a la costa atlántica». Kagan va más lejos: considera que la política de Washington se basa en que el orden internacional debe tener un centro, Estados Unidos, marginando a los organismos supranacionales como la ONU. Kagan nos está hablando, también, del poder americano y de la debilidad europea: así, la ruda filosofía del expansionismo norteamericano y de un proyecto de dominación planetaria está perfectamente definida, y Bush y Cheney, Rumsfeld, Wolfowitz y Powell, aunque mantengan algunas diferencias, se identifican en lo sustancial con ese proyecto. Todavía hay sectores del poder norteamericano que van más lejos: Richard Perle, miembro hasta hace unas semanas de la Junta de Política Defensa del Pentágono y hombre con gran influencia en los medios del poder en Washington, defiende la conveniencia de que los Estados Unidos abandonen inmediatamente la ONU e impulsen una política más agresiva contra los países que se niegan a aceptar las imposiciones norteamericanas: está hablando de iniciar nuevas guerras. Esos sectores representados por Richard Perle no están muy lejos de emular las exigencias del general McArthur ante el presidente Eisenhower cuando urgía a lanzar bombas atómicas sobre la República Popular China tras el triunfo de la revolución.

No extraña, así, que Donald Rumsfeld, el secretario de Defensa, hiciese, a finales del año 2002, unas brutales declaraciones en las que afirmaba: «Estamos perfectamente capacitados para librar dos guerras al mismo tiempo». En ese momento, Rumsfeld amenazaba, además de Iraq, a Corea del Norte, y no es ningún secreto que sus planes agresivos contra Irán, Siria, Cuba, Venezuela, Colombia, y, más allá, la propia China, esperan el momento más oportuno para su aplicación, a la espera de la evolución política y militar en Iraq y Afganistán.

Todo ello es la expresión del proyecto para la dominación norteamericana en el mundo en el siglo XXI, pero bebe de una tradición militarista que nace con la doctrina Monroe y que hizo posible aventuras expansionistas que han sido constantes a lo largo de los siglos XIX y XX. Hoy, con la desaparición de la Unión Soviética y la ausencia momentánea de frenos estratégicos a su agresiva política imperial, Washington ha ampliado su red de bases militares por Europa central y oriental, en Asia central -zona de enorme importancia energética- y en el Cáucaso, de forma que cuenta ya con casi trescientas bases militares por todo el planeta. No debe olvidarse que, durante la guerra fría, el principal argumento para justificar el rearme, la nuclearización y la expansión militar norteamericana era la supuesta política exterior agresiva por parte de la URSS: hay que concluir que, desaparecida la supuesta amenaza soviética, si Washington continua su rearme y su expansión militar fuera de sus fronteras, esa decisión es la demostración de la hipocresía de su política y de su actuación imperialista. Si a alguien le faltaban pruebas de los designios imperiales de Washington, esas constataciones deberían bastarle. Pretender, como hacen los propagandistas del neoliberalismo y del poder norteamericano, que ese gigantesco despliegue militar, inédito en la historia de la humanidad, tiene como objetivo la defensa de la libertad, es, sencillamente, conmovedor.

Esas dramáticas singularidades de la evolución norteamericana que se han citado se proyectan al exterior. Esa historia de exterminio y de esclavitud es, probablemente, lo que hace posible su destructora acción en el exterior, y supone una solución de continuidad cuando se han terminado ya las grandes campañas en el interior de su territorio: recuérdese que ningún otro país ha destruido y causado tanta muerte fuera de sus fronteras como los Estados Unidos. Hitler provocó la muerte de veintisiete millones de personas en la URSS, pero, tras la segunda guerra mundial, el dudoso honor de ser el mayor jinete del apocalipsis le corresponde a Estados Unidos. Eso, tras la segunda guerra mundial, es decir, cuando Estados Unidos coge el relevo definitivo de las potencias europeas en el liderazgo imperialista en el mundo. Porque, por mucho que los profetas del liberalismo agiten la invasión soviética de Checoslovaquia, o las intervenciones en Hungría o Afganistán, -y sin olvidar la terrible represión stalinista en la Unión Soviética, que, pese a las bárbaras dimensiones que adquirió, no alcanza, ni de lejos, la mortandad causada por Estados Unidos- no hay matanzas exteriores achacables a la acción de la URSS de la envergadura de las protagonizadas por Washington. Pese a la constante presión de los propagandistas del liberalismo y de los autores de libros negros, es una evidencia histórica que no puede compararse la mortandad causada por el capitalismo realmente existente a la achacable al socialismo real.

Toda la política exterior norteamericana ha estado basada en un curioso espejismo, que todos sus gobernantes parecen creer a pies juntillas, a saber: que el dominio norteamericano sobre el mundo es lo más conveniente para la humanidad, lo mejor para el planeta, por la sencilla razón de que ellos lo quieren así y lo han juzgado como lo más razonable. Por eso, no resulta sorpendente esa inclinación, tan americana, de exaltar hasta el delirio a generales asesinos. No es hablar por hablar. Hace unas décadas lo hicieron con McArthur, que volvió a Estados Unidos y fue saludado por manifestaciones multitudinarias por todo el país, pese a haberse rebelado contra el presidente, pese a haber reclamado el lanzamiento de bombas atómicas contra China. ¿Podía haber alguien más loco, más asesino? Hace poco más de diez años celebraron al siniestro general Norman Schwarzkopf de la primera guerra del golfo, que empezó a arrasar Iraq, y, después, al general Wesley Clark de los bombardeos sobre la población civil en Yugoslavia. Todos ellos, y otros semejantes, fueron celebrados con confetis que caían desde los rascacielos para celebrar las atrocidades de los matarifes, seguros sus seguidores de que habían hecho lo mejor para América y para el mundo, aunque lo hiciesen sentados sobre las fosas comunes de su propia historia.

Ahora, Estados Unidos, con una difícil situación interna, en medio de la crisis mundial de la globalización liberal, sigue mostrando una prepotencia que está levantando enemigos hasta entre sus viejos aliados y forzando a la concertación de las potencias secundarias; y, ante el fortalecimiento de los movimientos de oposición, como el reunido en Porto Alegre, el poder norteamericano sigue perfilando la mentira como una industria. Si, en el pasado, la Unión Soviética o China, Vietnam o Iraq, Irán o Cuba, Siria o Corea, y hasta El Salvador o Nicaragua, fueron presentados como un peligro inminente para la seguridad de su país, hoy es el terrorismo el pretexto para el rearme y la expansión exterior.

Concluyamos. Estados Unidos ama la libertad. Sin embargo, ha mostrado su amor por ella con una singular y despiadada actuación imperial, con el sostén de regímenes sanguinarios -ahí están Suharto, Mobutu, Franco, Trujillo, Duvalier, el sha, Marcos, Videla, Pinochet y tantos otros-, con el sistemático recurso al empleo de mercenarios, con la organización de escuadrones de la muerte, con la planificación del terror en instituciones como la Escuela de las Américas, con el recurso constante a la tortura y el asesinato, o apoyando siniestras iniciativas como la de los «desaparecidos». En muchas ocasiones, Estados Unidos ha recurrido a la creación y apoyo de ejércitos mercenarios o a la invasión militar, como en Angola, Mozambique, Nicaragua, Panamá, Afganistán o Iraq. El mundo debe ser consciente de que los Estados Unidos de América -los mismos que bombardearon Hiroshima y Nagasaki sin la menor piedad- son la única potencia que ha bombardeado decenas de países en cuatro continentes distintos -es decir, en todos, con excepción de la olvidada Australia-, el único país que ha utilizado todos los tipos de armas de destrucción masiva (nucleares, biológicas y químicas), y que es, con mucha diferencia, el Estado que más víctimas civiles inocentes ha asesinado en el último medio siglo.

Las justificaciones de esa feroz política imperialista se han basado en una hipócrita defensa de la libertad o en la directa falsificación y la mentira, como en el supuesto ataque vietnamita en la bahía de Tonkín, ataque que nunca tuvo lugar pero que justificó el inicio de la agresión norteamericana en el sudeste asiático. Pese a toda su propaganda, masivamente servida al mundo, la constatación empírica nos dice que ningún país, nunca, ha invadido los Estados Unidos: en cambio, las intervenciones norteamericanas en el exterior han sido constantes. Tampoco puede olvidarse su falta de respeto a los tratados firmados: desde los suscritos con los indios, hasta el firmado en 1994 con Corea del Norte -pretexto ahora para la creación de una crisis en las puertas orientales de China- o la ruptura del tratado de misiles ABM acordado con la URSS.

Tras ello, se esconde la ambición de dominar el mundo y de saquear los recursos de otros. Si atendemos a los cuatro millones de muertos en Corea o los tres millones de vietnamitas asesinados en una guerra de agresión, si constatamos el millón de iraquíes muertos en la década de los noventa a consecuencia de las sanciones, si reparamos en su complicidad en las matanzas indonesias bajo Suharto, o en Timor, o en América Latina, si recordamos las decenas de miles de víctimas de la reciente guerra en Iraq, hay que concluir que esa bandera de la libertad, enarbolada por los Estados Unidos en cuatro continentes, chorrea sangre. América, aquella América con la que soñaban los cabetianos y los emigrantes pobres de Europa, la misma con la que siguen soñando hoy los desheredados y los condenados a todos los infiernos, es la tierra de la gran mentira.

Como en la novela de Wladyslaw Stanislaw Reymont, o en la película de Andrzej Wajda, la tierra de promisión era un espejismo: allí, en las praderas que vieron el mayor genocidio de la historia moderna sobre los pueblos indios, en los campos de esclavos negros y en las fábricas pestilentes donde se ahogaban los jóvenes emigrantes, allí, en los Estados Unidos de América, apenas aguarda la tierra de la gran mentira.