Las esposas de los dos candidatos presidenciales hablan con sus amigas por teléfono. A Theresa Heinz Kerry le queda aquello de haber estado a un pelo de ser la primera dama y de conservar dos apellidos, primero el de su anterior difunto esposo, el rey de las salsas John Heinz, y después el de John […]
Las esposas de los dos candidatos presidenciales hablan con sus amigas por teléfono. A Theresa Heinz Kerry le queda aquello de haber estado a un pelo de ser la primera dama y de conservar dos apellidos, primero el de su anterior difunto esposo, el rey de las salsas John Heinz, y después el de John Kerry, el candidato demócrata que nunca llegó a ser una alternativa a los republicanos. A Laura Bush, la invicta primera dama, le sobra satisfacción por haber sido el arma sigilosa de su marido, su stealth weapon, como aseguran los más allegados al presidente. Del otro lado de la línea, yes yes, sure, sure, griticos, llantos, o muecas de burla, según el caso. Las mujeres de los dueños invisibles ríen para sus adentros, porque sus nombres, aunque suenen a grandes medios de comunicación, refrescos o cereales, a la hora de decidir la política norteamericana suelen ser mucho más importantes. En los diarios, las conversaciones en el bus o los mensajes electrónicos, aún se habla de la victoria de Bush. Para sorpresa de muchos, fuera y dentro del país, los republicanos han logrado el mayor número de votos populares desde la creación de la nación (58 millones), en unas elecciones donde la participación de la gente ha sido la mejor de las últimas décadas (60%). Los vencedores recuerdan el terrorismo, la seguridad nacional, y la necesidad de extender la guerra. Los vencidos se lamentan de los soldados muertos en Irak, de los fondos públicos destinados a la industria bélica, del aumento del desempleo y la pobreza, de la expansión de la venta de armas, de la subida de los precios de la salud y el bienestar social, y de que los latinos, las mujeres, los homosexuales y los negros sigan siendo los grandes excluidos. La mayoría de las mujeres ha visto cómo su voto a favor de los demócratas no impide la victoria republicana. En las elecciones de 2000, Al Gore consiguió el voto femenino por un 11%. En las elecciones de este año los primeros resultados indican que votó un 8 % más de mujeres que de hombres, y que el 51% del voto femenino favoreció a Kerry. Las preocupaciones de la mujer norteamericana común sobre la educación para sus hijos, los servicios médicos o el aborto, no hacen sino agudizarse con la reelección de Bush.
Más allá de las fronteras de los Estados Unidos, la gente también se lamenta. «Gana la mentira como arma de destrucción masiva», el pueblo norteamericano vive un «proceso autista», dice el portugués José Saramago, y no le sobra razón, porque de estar el pueblo estadounidense en sus cabales, como la mayoría de los humildes de este planeta, hubiera votado no a favor de Kerry, sino en contra de Bush.
Pero quizá lo más preocupante ahora no sea preguntarse si en realidad el pueblo norteamericano sufre de ceguera política o si esta vez los engranajes del fraude electorales fueron pulidos al detalle. En el alma de los derrotados comienza a rondar el fantasma del pesimismo histórico, una especie de depresión colectiva que tarde o temprano también llegará a los victoriosos, y que alienta sobremanera la estrategia capitalista de hacer creer que nada en esta vida puede ser cambiado.
Hace unas semanas las bandas de rock alternativo Pearl Jam y REM ofrecían conciertos por todo el país en una gira llamada Vote for change (Voto por el cambio), en contra de la reelección del presidente Bush. Hace unas semanas, o meses tal vez, las escandalosas exhibiciones y el premio en el festival de Cannes para el documental Fahrenheit 9/11, de Michael Moore, parecía abrirles los ojos a la mayoría de los norteamericanos. Hace tan solo unas semanas. Hoy los dinosaurios han ganado con muy pocas «dudas» . Pero en lugar de esconderse en el fondo de la cueva, el pintor de las cavernas debe afilar otra vez las lanzas, bajo la luz de una nueva hoguera.