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Hiroshima y Nagasaki: el genocidio I, II y III

Fuentes: La Jornada

E l lunes 6 de agosto de 1945, el Servicio Meteorológico de Japón anunció un día soleado, con temperaturas entre 26 y 32 grados en Tokio y sus alrededores; sobre el Pacífico avanzaba un mínimo barométrico en dirección este, frente a un máximo estacionado sobre China que se desplazaba rumbo al norte. A las 2:45 […]

E l lunes 6 de agosto de 1945, el Servicio Meteorológico de Japón anunció un día soleado, con temperaturas entre 26 y 32 grados en Tokio y sus alrededores; sobre el Pacífico avanzaba un mínimo barométrico en dirección este, frente a un máximo estacionado sobre China que se desplazaba rumbo al norte. A las 2:45 de la mañana, un bombardero estadunidense B-29 despegaba de la base aérea de Tinian. Paul Tibbets, el capitán de la nave, había bautizado un día antes a la superfortaleza B-29 con el nombre de su madre: Enola Gay, iba ligero de equipaje, sin ametralladoras a bordo, llevaba una tripulación de 12 hombres y a Little Boy, una bomba atómica. Su destino final: Hiroshima. A las 7 de la mañana, una hora antes de llegar a Japón, el sistema de vigilancia aérea descubrió no sólo al Enola Gay, sino también a sus dos aviones escolta, el Bockscar y The Great Artiste; las estaciones de la radio interrumpieron su programación y se activaron las sirenas de alarma en todo el país.

A las 8:06 de la mañana, la vigilancia aérea de Hiroshima advirtió que se trataba sólo de un vuelo de reconocimiento a gran altura y no de un bombardeo masivo. Por esa razón la gente no se trasladó a los refugios antiaéreos; el estado de emergencia y la evacuación se ordenaba sólo cuando atacaban grupos de cazas y bombarderos. Nadie imaginaba, pues, al Enola Gay y su funesto mandato. Cuatro días antes, la fuerza aérea estadunidense había empleado la misma táctica disuasiva: enviaron varias veces al día vuelos de reconocimiento sobre las ciudades de Hiroshima y Nagasaki, el mismo día de la explosión nuclear tres aviones estadunidenses de reconocimiento sobrevolaron el área al amanecer. Cuando las sirenas de alarma dejaron de sonar, comenzó el infierno de Hiroshima.

A las 8:15 de la mañana, el Enola Gay lanzó desde una altura de 9 mil 450 metros una bomba de tres metros de largo y cuatro toneladas de peso sobre la isla de Hiroshima. La fortaleza voladora B-29 dio un giro y regresó a su base sin contratiempos. A una altura de 580 metros sobre el centro de la ciudad y sobre el hospital Shima estalló la primera bomba nuclear de la historia con una fuerza de 12 mil 500 toneladas de trinitrotolueno. A las 8:17, en plena hora pico matutina, una enorme esfera de fuego envolvió al centro de la ciudad, la temperatura alcanzó 300 mil grados celsius en una millonésima fracción de segundo; las personas que estaban en el hospital se evaporaron y una onda expansiva de 6 mil grados de calor carbonizó los árboles a 120 kilómetros de distancia; de las 76 mil casas y edificios de Hiroshima, 73 mil desaparecieron. Mientras tanto se había levantado un hongo atómico de 13 kilómetros de altura que expandía material radiactivo por toda la región y, 20 minutos después, comenzó la lluvia atómica contaminando de muerte a las personas que habían escapado del calor y las radiaciones. A 560 kilómetros de distancia, uno de los artilleros del Enola Gay vio todavía al hongo expanderse en el espacio. Dos horas después habían muerto entre 90 mil y 200 mil personas, y el 80% de la ciudad había desaparecido.

Durante la cruenta guerra del Pacífico (1941-1945), Hiroshima era una de las pocas ciudades japonesas que se había librado de un bombardeo masivo. El consorcio Mitsubishi fabricaba en sus astilleros los buques de guerra de la flota japonesa. Además, en la ciudad se encontraba el cuartel general del Segundo Ejército Imperial bajo las órdenes del mariscal de campo Hata Shunroku, responsable de la defensa del sur de Japón. Hiroshima era entonces un centro importante de reunión militar y contaba con grandes almacenes donde conservaban «bienes» de guerra. Al igual que la la ciudad de Dresde -destruida meses antes por la Fuerza Aérea británica- la mayoría de los habitantes de Hiroshima eran civiles, entre ellos 30 mil coreanos, 10 mil chinos y algunos estadunidenses prisioneros de guerra. Tres días después, el jueves 9 de agosto, la fuerza aérea de Estados Unidos lanzó otra bomba atómica sobre Nagasaki. Por causas que se desconocen la bomba se desvió y no estalló en el centro de la ciudad, las víctimas fueron 70 mil personas, una cantidad menor que en Hiroshima; sin embargo, sus efectos radiactivos siguen siendo devastadores en Nagasaki.

El comité para elegir los blancos nucleares, el target committee, en los Alamos valoró las siguientes ciudades como objetivos posibles: Kyoto, Yokohama, Kokura, Nigata y el palacio imperial de Tokio. Sus estrategas militares eligieron Hiroshima porque, salvo algunos edificios de cemento armado, el centro de la ciudad contaba sólo con edificios de madera y, según sus cálculos, sería más fácil levantar una tormenta de fuego. Los centros industriales se encontraban fuera de la ciudad, pero estaban también construidos con cedro y su destrucción sería inevitable. A principios de 1942, la ciudad de Hiroshima tenía 380 mil habitantes; unos años después las emigraciones disminuyeron la población. En el verano de 1945, Hiroshima contaba con 225 mil habitantes. Después de la explosión sobrevivieron sólo 25 mil. Dos días más tarde, el 8 de agosto, la Unión Soviética invadió Manchuria y declaró el estado de guerra con Japón. El 14 de agosto el imperio japonés anunció su rendición incondicional y los políticos y líderes estadunidenses interpretaron la victoria como una consecuencia inmediata de «esa arma milagrosa». Al día siguiente se levantó la censura vigente durante todos los años de guerra, con una excepción. No se podía informar sobre los efectos de la bomba atómica que estalló en Hiroshima.

Por esos días, Estados Unidos, la Unión Soviética, Gran Bretaña y Francia firmaron el Acuerdo de Londres, que convertía los crímenes de guerra y los crímenes contra la humanidad en actos punibles ante un tribunal internacional. El acuerdo corría el riesgo de fracasar en el pantano florido de las propios crímenes y exterminios. En ese sartal de monólogos emergía un serio conflicto jurídico internacional. ¿Cómo evitar la condena de las naciones que bombardearon de forma sistemática las poblaciones civiles de Alemania y Japón? De acuerdo con las normas del derecho internacional vigente, los aliados eran tan culpables como la Luftwaffe alemana. En su exposición final, el Tribunal declaró inocentes a los alemanes y a los aliados porque «los bombardeos aéreos de ciudades y fábricas se han convertido en práctica habitual y reconocida por todas las naciones». El bombardeo de civiles se había convertido en derecho común. Cuando el 16 de julio se llevó a cabo el primer ensayo de la bomba nuclear, Leo Szilard y otros 69 científicos enviaron una carta al presidente Truman solicitándole que no se arrojara la bomba sin antes prevenir al adversario. Los militares interceptaron la petición y se ocuparon de que no llegara nunca a manos del presidente Truman.

La primera noticia que Estados Unidos tuvo de la explosión en Hiroshima, el 6 de agosto de 1945, cuarenta y cuatro meses después del bombardeo de Pearl Harbor, fue la declaración del presidente Harry S. Truman: «Hace dieciséis horas un avión norteamericano lanzó una bomba sobre Hiroshima, una importante base militar japonesa». Con todo, la opinión casi unánime del Departamento de Estado, al término de la conferencia de prensa, era que los resultados fueron mejores de lo que todos esperaban. En Hiroshima: la última historia (2005), Florian Coulmas escribe que Truman «olvidó mencionar que Hiroshima no era una base militar, sino una ciudad de más de 300 mil habitantes, y que la bomba no estaba destinada a destruir la base militar, sino el corazón de la ciudad». En el diario que escribía en Potsdam, Alemania, durante las negociaciones con Stalin y Churchill, Truman escribió: «Hemos desarrollado la más devastadora de las armas en la historia del género humano (…) La vamos a emplear contra Japón (…) Los objetivos militares serán soldados, marinos, pero nunca mujeres o niños. Aunque los japoneses sean unos salvajes, crueles, implacables y fanáticos, nosotros, los líderes del mundo y los defensores del Estado de bienestar, no debemos arrojar esta bomba terrible sobre la antigua o la nueva capital». Sin embargo, Wilfred Burchett, un periodista australiano, publicó el 6 de septiembre de 1945 en el London Daily Press un reportaje sobre Hiroshima que demolió la censura y reveló el verdadero horror de las armas nucleares.

Wilfred Burchett, periodista australiano, escribió el 6 de septiembre de 1945 en el London Daily Press un artículo que se publicaría después en los principales diarios del mundo: «Treinta días después de que la bomba atómica destruyera la ciudad de Hiroshima y estremeciera al mundo, la gente que sobrevivió al cataclismo sigue muriendo en forma enigmática y aterradora, de síntomas desconocidos; sólo puedo describir ese síndrome como la plaga atómica«. Burchett había visitado el único hospital fuera de la ciudad y vio a cientos de pacientes en el suelo: sus cuerpos estaban demacrados y despedían un hedor insoportable, muchos sufrían graves y profundas quemaduras.

Al principio los médicos y cirujanos trataban las quemaduras como cualquier otra, pero los pacientes se licuaban por dentro y morían. Ningún médico había visto nada igual. «Sin alguna razón aparente, su salud comienza a deteriorarse -escribía Wilfred Burchett en su reportaje-, se presentan fallas multiorgánicas, pierden el apetito y el pelo de la cabeza, sus cuerpos se cubren de manchas azules y, antes de morir, sangran por los ojos, la nariz y la boca. Los médicos japoneses les inyectan vitaminas, pero la carne de los enfermos se pudre al contacto con la aguja. Hay algo que acaba con los glóbulos blancos, pero no sabemos qué es. ¿Cómo podemos detener -se preguntaba el doctor Katsuba, director del Hospital- esta aterradora enfermedad?»

Los servicios de inteligencia estadunidenses se informaron unas semanas antes de que el reportaje de Burchett estaba a punto de salir -cuenta el historiador Florian Coulmas-, y publicaron en esa misma fecha un informe sobre 200 atrocidades perpetradas por los militares japoneses a prisioneros de guerra estadunidenses, incluidos canibalismo y soldados enterrados con vida. Unos días después, William Laurence, periodista al servicio de la Casa Blanca, escribió el carácter maravilloso del bombardeo en Nagasaki. Respecto de la bomba atómica, escribió lo siguiente: «Estar cerca de la bomba y contemplarla mientras se convertía en un ente vivo, tan exquisitamente modelada que cualquier escultor se sentiría orgulloso de haberla creado, lo transporta a uno al otro lado de la frontera que separa la realidad de la irrealidad y nos hace sentir la verdadera presencia de lo sobrenatural».

Una semana después el general Robert Farell invitó a 12 científicos a Hiroshima, y les «demostró» que la explosión nuclear no había dejado rastros de contaminación radiactiva. Ya para entonces el general Groves aseguraba al Congreso que la radiación no causaba «sufrimiento inhumano» a sus víctimas, «por cierto», afirmaba el general, «es una manera muy placentera de morir». Nadie vio las imágenes de esa muerte placentera. Durante muchos años se prohibió la exhibición de las fotografías de las víctimas. Además, se confiscó un documental japonés de tres horas de duración sobre Hiroshima, cuyas imágenes sólo fueron difundidas 20 años después, y que formaron el centro de la extraordinaria película Hiroshima y Nagasaki, de Eric Barnouw.

Bert V. A. Röling, historiador holandés, afirma que, después de la lectura de los protocolos del Consejo de Ministros y del Consejo Imperial japoneses, las explosiones nucleares no pueden considerarse la causa directa de la rendición incondicional de Japón. La guerra del Pacífico habría terminado antes del primero de noviembre de 1945 sin el uso de las bombas atómicas, según un informe militar estadunidense de marzo de 1946. Después de la derrota de Alemania, José Stalin había aprobado en Yalta la guerra contra los japoneses, por esa razón muchos militares estadunidenses ya no contaban con los dos proyectos de invasión: el de noviembre de 1945 y el de marzo de 1946. A principios de julio, el general Dwight Eisenhower consideraba que la rendición del imperio japonés era inmediata. ¿Harry Truman evitó las negociaciones de paz con Japón -se preguntaba Röling- porque le habrían impedido lanzar las bombas? El argumento principal del presidente Truman -una parte del repertorio histórico de Estados Unidos- consistió en afirmar que las bombas atómicas salvaron una gran cantidad de vidas, sobre todo estadunidenses. Después de las explosiones nucleares en Hiroshima y Nagasaki, Truman insistió en dos puntos esenciales: a partir de ese momento los jóvenes de Estados Unidos estarían a salvo y, sobre todo y ante todo, ningún país tendría el poder nuclear en sus manos.

Los estrategas del Pentágono calculaban un sinnúmero de bajas en la invasión de las islas japonesas; las batallas de Iwo Jima y Okinawa les habían costado 9 mil 600 soldados. La invasión y la ocupación de Tokio les costaría un millón de bajas estadunidenses.

Después de las dos explosiones nucleares en Hirioshima y Nagasaki, el mes de agosto de 1945, la investigación sobre los efectos de la radiactividad en los seres humanos se convirtió en un secreto político impenetrable. Por ese entonces, los militares estadunidenses hicieron lo imposible para que Japón rehusara la ayuda de la Cruz Roja Internacional. Durante siete largos años (1945-1952), a los médicos y los científicos japoneses se les prohibió el acceso a los historiales clínicos de las enfermedades producto de la radiactividad, que acaso hubiesen servido para encontrar tratamientos y curaciones más efectivos. Los equipos médicos de Estados Unidos examinaban a las víctimas, pero no las atendían porque, al parecer, significaba reconocer su culpa.

Según el Alto Mando del Pentágono, el propósito del ataque nuclear era convertirse en un poderosísimo medio de disuasión: el imperio japonés debía rendirse sin condiciones y, por ese camino, salvaguardar la vida de miles de jóvenes estadunidenses. No obstante, ningún estratega militar pudo explicar entonces por qué, en menos de tres días, lanzaron la segunda bomba sobre Nagasaki, que incineró a 70 mil personas. Al cabo de 60 años, uno tiene la impresión de que aquel infierno no era un medio persuasivo, sino un asunto de poder implacable: algo que alguien estaba haciendo contra uno, y sólo contra uno: la Unión Soviética. A principios de los 70, los historiadores de la Comisión de Energía Atómica se preguntaron por qué no se habían considerado otros medios de disuasión que no implicaran -esas alternativas las conocían Truman y sus asesores- un asesinato masivo como, por ejemplo, una explosión atómica en una isla desierta ante un público internacional. Los expertos desecharon esa alternativa y argumentaron que sólo tenían dos cargas nucleares. Aun cuando uno aceptara sin conceder este argumento perverso, se impone la pregunta: ¿por qué no se intentó advertir a los japoneses con un mensaje contundente? Los autores del Proyecto Franck así lo demandaban. El ultimátum de rendición estadunidense era tan vago como ambiguo, se hablaba de «una destrucción total en caso de resistirse». Si se trataba de experimentar con el arma nuclear -escribe Gore Vidal- ¿era necesario arrojarla sobre ciudades superpobladas y llenar de horror y sufrimiento sus casas y calles?

A principios de agosto de 1946, John Hersey publicó en la revista New Yorker el reportaje Hiroshima, que significó el gran viraje de esta historia. Por primera vez el mundo conoció a seis de los supervivientes del bombardeo de Hiroshima y sus increíbles testimonios. Los textos de Hersey infunden respeto, admiración, devoción y, por supuesto, una gran solidaridad. Hersey inspiraba todos esos sentimientos como muy pocos reporteros, pero inspiraba otro menos frecuente: absoluta credibilidad. La gratitud de que nos haya dejado para el mundo una narración ejemplar tal vez llena de horror y espanto pero tan contundente como las voces de sus supervivientes. Fue, tal vez sin proponérselo, el narrador que suscitó la enorme consternación mundial ante el genocidio de Hiroshima y Nagasaki. John Hersey, corresponsal de guerra de la revista Time, nacido el año de 1914 en China, cubrió las batallas de Iwo Jima y Guadalcanal.

Al llegar a Hiroshima unas semanas después de la explosión nuclear, encontró al doctor Sasaki, director del hospital de la Cruz Roja de Hiroshima, rodeado de decenas de miles de pacientes gravemente heridos -la mayoría con terribles quemaduras- y sin más tratamientos que una solución salina. Hersey describió hora tras hora al doctor Sasaki, paseando aturdido por los pasillos malolientes, vendando a los heridos a la luz de los incendios que siguen cubriendo a la ciudad. El techo y los tabiques se han desplomado, el suelo está pegajoso de sangre y vómitos. A las tres de la mañana, el doctor Sasaki y sus colaboradores llevaban 19 horas seguidas de un trabajo espantoso y se refugiaron detrás del hospital para dormir unas horas. Al poco tiempo son descubiertos y rodeados por muertos vivientes que gritan: «¡Doctores, ayúdennos! ¿Cómo pueden dormir mientras nosotros morimos?»

«Hiroshima es la catástrofe más concentrada y destructora que jamás se haya abatido sobre seres humanos» -escribió Elias Canetti- «minuciosamente calculada y provocada por los mismos seres humanos». Nadie está seguro de haber escapado al peligro y a la muerte; los efectos «secundarios» de la explosión nuclear son más terribles que cualquier otro síntoma, destruyen todos los pronósticos «normales» de la medicina, nadie sabe qué tienen los heridos. Sasaki se dio muy pronto cuenta de que avanzaba a ciegas en medio de la oscuridad más absoluta, como lo describió el australiano Wilfred Burchett. La gran mayoría de los heridos nunca llegará al hospital; al atardecer del 7 de agosto de 1945, el pastor Tanimoto -cuenta Hersey- transporta a los heridos de la explosión de una orilla a la otra, que todavía no está en llamas. Tanimoto se improvisa como barquero, va de un lado al otro, infatigable, toma las manos de una mujer para subirla a bordo y su piel se desprende en grandes pedazos que parecen guantes, la mujer se va deshaciendo por partes hasta desaparecer en el agua. A pesar de su pequeña estatura, Tanimoto logra poner muchos cuerpos en la otra orilla, pero la piel de los heridos está viscosa y azul. El doctor Sasaki se estremece al imaginar todas las quemaduras que ha visto en el día, heridas nunca antes vistas: amarillas, luego rojas e hinchadas, con la piel acostrada, y al final, cuando llega la noche, supurantes y hediondas. Una y otra vez el doctor Sasaki se dice a sí mismo: «son seres humanos, son seres humanos».

En todo caso, Sasaki estaba dispuesto a empezar de nuevo cuantas veces fuera necesario, y trasladarse si era preciso hasta el otro lado del mundo para revelar la destrucción que ocasiona la radiactividad en los seres humanos. No era una metáfora: al término de su actividad en el hospital, enfermo terminal de leucemia, había tomado la decisión de viajar por todo Japón, durante la primavera de 1947, para tratar de poner al tanto a sus compatriotas del peligro. Mientras se enfrentaba al enigma de los síntomas en los enfermos, el propio doctor Sasaki, como el doctor Hachiya, es un paciente. Cada síntoma que descubre en los demás lo preocupa también por él mismo, y en secreto comienza a buscarlo en su propio cuerpo. La supervivencia es precaria y nunca está garantizada.

En El diario de Hiroshima del doctor Michihiko Hachiya, Elias Canetti narra la experiencia de Hachiya, director de otro Hospital de Hiroshima, y habla de su profundo respeto por los muertos, además describe cómo el doctor Hachiya se aterra al ver cómo ese respeto va desapareciendo en los demás. Cuando entra en la cabaña de madera donde un colega está practicando autopsias, Hachiya no se olvida de inclinarse ante el cadáver. Todas las tardes incineran muertos frente a las ventanas de su cuarto en el hospital. Al lado mismo de donde esto ocurre hay una bañera. La primera vez que asiste a una cremación, cuenta Canetti, desde abajo escucha que alguien exclama en voz alta desde la bañera: «¿Cuántos has quemado hoy día?». La total irreverencia de esta situación -por un lado un hombre que poco antes estaba vivo y ahora es incinerado, y más allá otro en una bañera, desnudo- le causa una profunda indignación. Pero al cabo de unas semanas, anota Canetti, Hachiya se hallaba cenando en su habitación del segundo piso con un amigo durante una de esas cremaciones masivas. Siente un olor «como a sardinas quemadas, se da cuenta de que son los muertos y sigue comiemdo.

«En aquella ciudad totalmente destruida, Hiroshima, no se sobrevive a enemigos, sino a la propia familia», escribe Canetti, «a colegas y conciudadanos. La guerra sigue y los enemigos cuya muerte se desea están en otro sitio. Uno se siente amenzado por ellos y la desaparición de la propia gente aumenta la amenaza. Con la caída de la bomba la muerte llega desde arriba; sólo es posible contraatacar a la distancia, y haría falta estar prevenido.

Cuando los lectores de John Hersey leyeron en Nueva York los reportajes sobre Hiroshima, ya no quisieron imaginar a «la nube en forma de hongo como una nueva versión de la estatua de la libertad», se llenaron de miedo y horror y discutieron con toda crítica la decisión del presidente Truman. Albert Einstein compró, cuentan sus colegas, mil ejemplares de la revista y los regaló durante algunas semanas. Cuarenta y nueve días después de la catástrofe se celebró en Hiroshima una jornada en memoria de los muertos. El doctor Hachiya se dirigió a la ciudad en bicicleta y visitó todos los lugares consagrados a los muertos, sus propios y aquellos de los que había escuchado hablar. Cerró los ojos para ver a una amiga entrañable que había fallecido, y ésta se le apareció. Al abrirlos la imagen se desvaneció; los volvió a cerrar, asegura Canetti, y la vio otra vez. Hachiya se va abriendo paso por entre las montañas de escombros de la ciudad y no camina al azar, él como el doctor Sasaki saben lo que buscan: los lugares de los muertos. Los imaginan a todos, los vuelven a ver, tienen una imagen clara de los fallecidos. Y ésta quizá sea la única forma del duelo frente al genocidio.