Se trataba de la «misión cumplida» del segundo mandato de George W. Bush, y un anuncio de tal magnitud pedía un escenario con el dramatismo apropiado. Pero, ¿cuál era el telón de fondo correcto para la infame declaración de «nosotros no torturamos»? Con su audacia característica, el equipo de Bush se instaló en Ciudad de […]
Se trataba de la «misión cumplida» del segundo mandato de George W. Bush, y un anuncio de tal magnitud pedía un escenario con el dramatismo apropiado. Pero, ¿cuál era el telón de fondo correcto para la infame declaración de «nosotros no torturamos»? Con su audacia característica, el equipo de Bush se instaló en Ciudad de Panamá.
Fue verdaderamente atrevido. A una hora y media de coche de donde estaba Bush, el ejército estadounidense organizó la conocidísima Escuela de las Américas (School Of Americas, SOA) entre 1946 y 1984, una siniestra institución educativa que, si tenía algún lema, debería haber sido «Nosotros sí que torturamos». Es aquí en Panamá, y después en la nueva localización de la escuela, en Fort Benning (Georgia), donde se pueden encontrar las raíces de los escándalos de tortura actuales. De acuerdo con los manuales de entrenamiento desclasificados, los estudiantes de la SOA (militares y oficiales de policía de todo el hemisferio) se entrenaban en muchas de las mismas técnicas de «interrogatorio forzado» que desde entonces han viajado a Guantánamo y Abu Ghraib: detenciones a primera hora de la mañana para maximizar la conmoción, encapuchamiento y vendado de ojos inmediato, desnudez forzada, privación sensorial, saturación sensorial, «manipulación» del sueño y la comida, humillación, temperaturas extremas, aislamiento, posiciones forzadas… y peores. En 1996, la Junta de Descuidos de Inteligencia del presidente Clinton admitió que algunos materiales de entrenamiento producidos en EEUU toleraban «la ejecución de guerrilleros, la extorsión, el maltrato físico, la coacción y el encarcelamiento erróneo».
Algunos de los graduados de la escuela de Panamá volvieron a sus países a cometer los crímenes de guerra más graves del último medio siglo en el continente: los asesinatos de Arzobispo Oscar Romero y de seis sacerdotes jesuitas en El Salvador, el rapto sistemático de bebés de prisioneros «desaparecidos» argentinos, la masacre de 900 civiles en El Mozote en El Salvador y golpes militares demasiado numerosos para enumerarlos aquí. Basta con decir que elegir Panamá para declarar que «nosotros no torturamos» es un poco como dejarse caer por un matadero para declarar a los Estados Unidos una nación vegetariana.
Aún así, al cubrir el anuncio de Bush, ni un solo noticiero de los medios de comunicación mayoritarios mencionó la sórdida historia de su localización. ¿Cómo podrían? Hacerlo requeriría algo totalmente ausente del debate actual: admitir que el abrazo de la tortura por parte de oficiales estadounidenses es muy anterior a la administración Bush y ha sido, de hecho, una parte esencial para la política exterior estadounidense desde la guerra de Vietnam.
Es una historia exhaustivamente documentada en una avalancha de libros, documentos desclasificados, manuales de entrenamiento de la CIA, transcripciones del parlamento y comisiones de investigación. En su próximo libro, A Question of Torture, Alfred McCoy sintetiza este voluminoso conjunto de evidencias, y es un informe indispensable y cautivador sobre cómo experimentos creados por la CIA con pacientes psiquiátricos y prisioneros en los años cincuenta se convirtieron en una plantilla para lo que él llama «tortura sin contacto», basada en la privación sensorial y en el dolor autoinfligido. McCoy rastrea cómo esos métodos fueron probados sobre el terreno por agentes de la CIA en Vietnam como parte del programa Phoenix y fueron después importados a América Latina y Asia con el pretexto de ser programas de entrenamiento de policías.
No son sólo los apologistas de la tortura los que ignoran esto cuando culpan de los maltratos a «unas cuantas manzanas podridas»; también hacen lo propio muchos de los oponentes a la tortura más prominentes. Olvidando aparentemente todo lo que una vez supieron sobre los contratiempos estadounidenses en la guerra fría, un alarmante número ha empezado a apuntarse a una narrativa antihistórica en la que la idea de torturar prisioneros se le ocurrió por primera vez a los oficiales estadounidenses el 11 de Septiembre de 2001, cuando los métodos de interrogatorio utilizados en Guantánamo aparentemente aparecieron, en su forma actual, de lo más recóndito de los sádicos cerebros de Dick Cheney y Donald Rumsfeld. Hasta ese momento, nos dicen, Estados Unidos combatió a sus enemigos mientras su humanidad seguía intacta.
El propagador principal de este relato (lo que Garry Wills denominó «ausencia de pecado original») es el Senador John MCain. McCain, en un escrito reciente en el Newsweek sobre la necesidad de abolir la tortura, dice que cuando era prisionero de guerra en Hanoi, se agarró rápidamente a la creencia de que «nosotros éramos diferentes de nuestros enemigos… que nosotros, si se intercambiaran los papeles, no nos deshonraríamos cometiendo o aprobando tales maltratos hacia ellos». Es una imponente distorsión histórica. En la época en que McCain fue hecho prisionero, la CIA ya había puesto en marcha el programa Phoenix y, según escribe McCoy, «sus agentes dirigían cuarenta centros de interrogación en Vietnam del Sur en los que se asesinó a más de veinte mil sospechosos y se torturó a miles más», una denuncia que respalda con páginas de citas de reportajes de prensa así como de investigaciones del Congreso y el Senado.
¿Disminuye de alguna manera los horrores del presente el admitir que no es ésta la primera vez que el gobierno de EEUU ha utilizado la tortura para quitar del camino a sus adversarios políticos, que ha tenido prisiones secretas con anterioridad, que ha apoyado activamente regímenes que han intentado eliminar la izquierda arrojando a estudiantes desde aviones? ¿Que en casa se cambiaban y vendían fotografías de linchamientos como si fueran trofeos y advertencias? Parece que muchos así lo creen. El 8 de noviembre, el congresista demócrata Jim McDermott realizó ante la Cámara de los Representantes la asombrosa afirmación de que «nunca se ha cuestionado la integridad moral de América, hasta ahora». Molly Ivins, expresando su conmoción porque los Estados Unidos tuvieran un gulag, escribió que «se trata simplemente de esta administración… y de entre ellos, parece que se trata sobre todo del Vicepresidente Dick Cheney». Y en la entrega del mes de noviembre de Harper’s, William Pfaff argumenta que lo que separa en realidad a la administración Bush de sus predecesores es «la instalación de la tortura como parte sustancial del ejército estadounidense, y las operaciones clandestinas». Pfaff reconoce que mucho antes de Abu Ghraib había quienes denunciaban que la Escuela de las Américas era una «escuela de la tortura», pero dice que se «inclina a dudar que en realidad lo fuera». Quizá es hora de que Pfaff eche un vistazo a los libros de texto de la SOA que enseñan técnicas de tortura ilegales, todos fácilmente disponibles en español e inglés, así como a la creciente lista de graduados de la SOA.
Otras culturas solucionan un legado de torturas con la declaración «¡Nunca más!». ¿Por qué hay tantos estadounidenses que insisten en despachar la crisis de las torturas actual gritando «¡Nunca antes!»? Sospecho que tiene que ver con un deseo sincero de comunicar la gravedad de los crímenes de esta administración. Y el abrazo abierto de la administración Bush a la tortura no tiene, de hecho, precedentes, pero dejemos claro qué es lo que no tiene precedentes: no es la tortura, sino lo abierto que es el abrazo. Otras administraciones mantuvieron tácitamente sus «operaciones negras» en secreto; se sancionaron los crímenes, pero se practicaron en la sombra, denunciados y condenados oficialmente. La Administración Bush ha roto este acuerdo: tras el 11 de septiembre, demandó el derecho a torturar sin vergüenza, legitimado por nuevas definiciones y nuevas leyes.
A pesar de todo lo hablado sobre las torturas infligidas por extranjeros, la verdadera innovación de la administración Bush han sido las torturas infligidas desde dentro, con prisioneros que han sufrido malos tratos por parte de ciudadanos de EEUU en prisiones dirigidas por EEUU y transportados a terceros países por aviones de EEUU. Es este abandono de la etiqueta clandestina, más que los crímenes reales, lo que ha puesto a la comunidad militar y de inteligencia en pie de guerra: al atreverse a torturar impunemente y a campo abierto, Bush impide que nadie niegue las torturas con credibilidad.
Para aquellos que se pregunten nerviosamente si es la hora de empezar a usar palabras alarmistas como totalitarismo, este cambio es enormemente significativo. Cuando la tortura se aplica de modo encubierto pero repudiada oficial y legalmente, aún existe la esperanza de que si las atrocidades se conocen, la justicia prevalezca. Cuando la tortura es pseudo-legal, y cuando los responsables meramente niegan que eso sea tortura, lo que muere es lo que Hannah Arendt llamó «la persona jurídica personificada»; así, las víctimas no se preocupan más de buscar justicia, tan seguros están de la futilidad (y el peligro) de esa búsqueda. Esta impunidad es una versión masiva de lo que pasa dentro de la cámara de tortura, cuando se les dice a los prisioneros que pueden gritar todo lo que quieran porque nadie puede oírlos y nadie los va a salvar.
En América Latina, las revelaciones de la tortura estadounidense en Irak no se han recibido con conmoción e incredulidad, sino con un poderoso deja vu y con miedos resucitados. Héctor Mondragón, un activista colombiano que fue torturado en los 70 por un oficial entrenado en la Escuela de las Américas, escribió: «Fue difícil ver las fotos de la tortura en Irak porque yo también fui torturado. Me vi a mí mismo desnudo con los pies pegados y las manos atadas a mi espalda. Vi mi propia cabeza tapada con una bolsa de tela. Recordé mis sensaciones: la humillación, el dolor». Dianna Ortiz, una religiosa estadounidense que fue torturada brutalmente en una cárcel guatemalteca, dijo «ni siquiera puedo mirar esas fotografías… Muchas de las cosas de las fotografías también me las hicieron a mí. Fui torturada con un perro terrorífico y también con ratas. Y ellos filmaban todo el rato»
Ortiz ha testificado que los hombres que la violaron y la quemaron con cigarros más de cien veces se sometían a un hombre que hablaba español con acento estadounidense al que llamaban «Jefe». Es una de tantas historias contadas por prisioneros de América Latina sobre misteriosos hombres de habla inglesa entrando y saliendo de sus salas de tortura, proponiendo preguntas, dando propinas. Algunos de estos casos están documentados en el poderoso nuevo libro de Jennifer Harbury: Truth, Torture, and the American Way.
Algunos de los países que fueron malheridos por regímenes torturadores respaldados por EEUU han intentado reparar su tejido social a través de comisiones de investigación y juicios por crímenes de guerra. En la mayoría de los casos, la justicia ha sido escurridiza, pero los maltratos del pasado han entrado en la historia oficial y sociedades enteras se han hecho preguntas no sólo sobre la responsabilidad individual, sino sobre la complicidad colectiva. Estados Unidos, a pesar de ser un participante activo en estas «guerras sucias», ha atravesado un proceso de introspección nacional sin precedentes. [1]
El resultado es que la memoria de la complicidad estadounidense en crímenes lejanos es frágil, sobrevive en artículos de periódicos viejos, libros descatalogados y tenaces iniciativas de base como las protestas anuales en la puerta de la Escuela de las Américas (que ha cambiado de nombre, pero que en gran medida continúa sin cambiar). La terrible ironía del actual debate antihistórico sobre la tortura es que en nombre de erradicar futuros maltratos, esos maltratos pasados se están borrando de la historia. Cada vez que los estadounidenses repiten el cuento de hadas sobre su inocencia pre-Cheney, esas ya borrosas memorias se oscurecen aún más. La cruda evidencia sigue existiendo, por supuesto, cuidadosamente archivada en las decenas de miles de documentos desclasificados disponibles en el Archivo de Seguridad Nacional. Pero en la memoria colectiva de EEUU, los desaparecidos vuelven a desaparecer una y otra vez.
Esta amnesia fortuita hace un flaco favor no sólo a las víctimas de esos crímenes, sino también a la causa de intentar apartar la tortura del arsenal político de EEUU de una vez por todas. Ya hay signos de que la Administración se encargará del actual alboroto de torturas volviendo al modelo de la guerra fría de negación plausible. La enmienda McCain protege a cada «individuo bajo la custodia o bajo el control físico del Gobierno de los Estados Unidos»; no dice nada sobre el entrenamiento para torturar o la compra de información a la industria de la extorsión de interrogadores interesados. Y en Irak el trabajo sucio ya se ha encargado a escuadrones de la muerte iraquíes, entrenados por comandantes de EEUU como Jim Steele, que se preparó para el trabajo estableciendo unidades ilegales similares en El Salvador. El papel de EEUU en entrenar y supervisar al Ministro del Interior iraquí se ha olvidado, sobre todo recientemente, con el descubrimiento de 173 prisioneros en una mazmorra del Ministerio, algunos torturados de tal manera que su piel se caía a cachos.
«Miren, es un país soberano. El gobierno iraquí existe», dijo Rumsfeld. Sonó igual que cuando el agente de la CIA William Colby fue preguntado en una comisión del Congreso en 1971 sobre los miles de personas asesinados bajo el programa Phoenix (un programa que él ayudo a lanzar) y replicó que ahora era «un programa enteramente sudvietnamita».
Y ése es el problema de hacer creer que la Administración Bush inventó la tortura. «Si no comprendes la historia, y la profundidad de la complicidad institucional y pública», dice McCoy, «entonces no puedes empezar a emprender reformas significativas». Los legisladores responderán a la presión eliminando una pieza pequeña del aparato de tortura: cerrando una prisión, acabando con un programa, incluso pidiendo la dimisión de una auténtica manzana podrida como Rumsfeld. Pero, según dice McCoy, «preservarán la prerrogativa de torturar».
El Centro para el Progreso Estadounidense acaba de lanzar una campaña publicitaria llamada «Torture is not US» [Juego de palabras entre Torture is not us (Nosotros no torturamos) y Torture is not US (La tortura no es estadounidense). N. del T.] . La cruda realidad es que al menos durante cinco décadas lo ha sido. Pero no tiene por qué serlo.
Fue verdaderamente atrevido. A una hora y media de coche de donde estaba Bush, el ejército estadounidense organizó la conocidísima Escuela de las Américas (School Of Americas, SOA) entre 1946 y 1984, una siniestra institución educativa que, si tenía algún lema, debería haber sido «Nosotros sí que torturamos». Es aquí en Panamá, y después en la nueva localización de la escuela, en Fort Benning (Georgia), donde se pueden encontrar las raíces de los escándalos de tortura actuales. De acuerdo con los manuales de entrenamiento desclasificados, los estudiantes de la SOA (militares y oficiales de policía de todo el hemisferio) se entrenaban en muchas de las mismas técnicas de «interrogatorio forzado» que desde entonces han viajado a Guantánamo y Abu Ghraib: detenciones a primera hora de la mañana para maximizar la conmoción, encapuchamiento y vendado de ojos inmediato, desnudez forzada, privación sensorial, saturación sensorial, «manipulación» del sueño y la comida, humillación, temperaturas extremas, aislamiento, posiciones forzadas… y peores. En 1996, la Junta de Descuidos de Inteligencia del presidente Clinton admitió que algunos materiales de entrenamiento producidos en EEUU toleraban «la ejecución de guerrilleros, la extorsión, el maltrato físico, la coacción y el encarcelamiento erróneo».
Algunos de los graduados de la escuela de Panamá volvieron a sus países a cometer los crímenes de guerra más graves del último medio siglo en el continente: los asesinatos de Arzobispo Oscar Romero y de seis sacerdotes jesuitas en El Salvador, el rapto sistemático de bebés de prisioneros «desaparecidos» argentinos, la masacre de 900 civiles en El Mozote en El Salvador y golpes militares demasiado numerosos para enumerarlos aquí. Basta con decir que elegir Panamá para declarar que «nosotros no torturamos» es un poco como dejarse caer por un matadero para declarar a los Estados Unidos una nación vegetariana.
Aún así, al cubrir el anuncio de Bush, ni un solo noticiero de los medios de comunicación mayoritarios mencionó la sórdida historia de su localización. ¿Cómo podrían? Hacerlo requeriría algo totalmente ausente del debate actual: admitir que el abrazo de la tortura por parte de oficiales estadounidenses es muy anterior a la administración Bush y ha sido, de hecho, una parte esencial para la política exterior estadounidense desde la guerra de Vietnam.
Es una historia exhaustivamente documentada en una avalancha de libros, documentos desclasificados, manuales de entrenamiento de la CIA, transcripciones del parlamento y comisiones de investigación. En su próximo libro, A Question of Torture, Alfred McCoy sintetiza este voluminoso conjunto de evidencias, y es un informe indispensable y cautivador sobre cómo experimentos creados por la CIA con pacientes psiquiátricos y prisioneros en los años cincuenta se convirtieron en una plantilla para lo que él llama «tortura sin contacto», basada en la privación sensorial y en el dolor autoinfligido. McCoy rastrea cómo esos métodos fueron probados sobre el terreno por agentes de la CIA en Vietnam como parte del programa Phoenix y fueron después importados a América Latina y Asia con el pretexto de ser programas de entrenamiento de policías.
No son sólo los apologistas de la tortura los que ignoran esto cuando culpan de los maltratos a «unas cuantas manzanas podridas»; también hacen lo propio muchos de los oponentes a la tortura más prominentes. Olvidando aparentemente todo lo que una vez supieron sobre los contratiempos estadounidenses en la guerra fría, un alarmante número ha empezado a apuntarse a una narrativa antihistórica en la que la idea de torturar prisioneros se le ocurrió por primera vez a los oficiales estadounidenses el 11 de Septiembre de 2001, cuando los métodos de interrogatorio utilizados en Guantánamo aparentemente aparecieron, en su forma actual, de lo más recóndito de los sádicos cerebros de Dick Cheney y Donald Rumsfeld. Hasta ese momento, nos dicen, Estados Unidos combatió a sus enemigos mientras su humanidad seguía intacta.
El propagador principal de este relato (lo que Garry Wills denominó «ausencia de pecado original») es el Senador John MCain. McCain, en un escrito reciente en el Newsweek sobre la necesidad de abolir la tortura, dice que cuando era prisionero de guerra en Hanoi, se agarró rápidamente a la creencia de que «nosotros éramos diferentes de nuestros enemigos… que nosotros, si se intercambiaran los papeles, no nos deshonraríamos cometiendo o aprobando tales maltratos hacia ellos». Es una imponente distorsión histórica. En la época en que McCain fue hecho prisionero, la CIA ya había puesto en marcha el programa Phoenix y, según escribe McCoy, «sus agentes dirigían cuarenta centros de interrogación en Vietnam del Sur en los que se asesinó a más de veinte mil sospechosos y se torturó a miles más», una denuncia que respalda con páginas de citas de reportajes de prensa así como de investigaciones del Congreso y el Senado.
¿Disminuye de alguna manera los horrores del presente el admitir que no es ésta la primera vez que el gobierno de EEUU ha utilizado la tortura para quitar del camino a sus adversarios políticos, que ha tenido prisiones secretas con anterioridad, que ha apoyado activamente regímenes que han intentado eliminar la izquierda arrojando a estudiantes desde aviones? ¿Que en casa se cambiaban y vendían fotografías de linchamientos como si fueran trofeos y advertencias? Parece que muchos así lo creen. El 8 de noviembre, el congresista demócrata Jim McDermott realizó ante la Cámara de los Representantes la asombrosa afirmación de que «nunca se ha cuestionado la integridad moral de América, hasta ahora». Molly Ivins, expresando su conmoción porque los Estados Unidos tuvieran un gulag, escribió que «se trata simplemente de esta administración… y de entre ellos, parece que se trata sobre todo del Vicepresidente Dick Cheney». Y en la entrega del mes de noviembre de Harper’s, William Pfaff argumenta que lo que separa en realidad a la administración Bush de sus predecesores es «la instalación de la tortura como parte sustancial del ejército estadounidense, y las operaciones clandestinas». Pfaff reconoce que mucho antes de Abu Ghraib había quienes denunciaban que la Escuela de las Américas era una «escuela de la tortura», pero dice que se «inclina a dudar que en realidad lo fuera». Quizá es hora de que Pfaff eche un vistazo a los libros de texto de la SOA que enseñan técnicas de tortura ilegales, todos fácilmente disponibles en español e inglés, así como a la creciente lista de graduados de la SOA.
Otras culturas solucionan un legado de torturas con la declaración «¡Nunca más!». ¿Por qué hay tantos estadounidenses que insisten en despachar la crisis de las torturas actual gritando «¡Nunca antes!»? Sospecho que tiene que ver con un deseo sincero de comunicar la gravedad de los crímenes de esta administración. Y el abrazo abierto de la administración Bush a la tortura no tiene, de hecho, precedentes, pero dejemos claro qué es lo que no tiene precedentes: no es la tortura, sino lo abierto que es el abrazo. Otras administraciones mantuvieron tácitamente sus «operaciones negras» en secreto; se sancionaron los crímenes, pero se practicaron en la sombra, denunciados y condenados oficialmente. La Administración Bush ha roto este acuerdo: tras el 11 de septiembre, demandó el derecho a torturar sin vergüenza, legitimado por nuevas definiciones y nuevas leyes.
A pesar de todo lo hablado sobre las torturas infligidas por extranjeros, la verdadera innovación de la administración Bush han sido las torturas infligidas desde dentro, con prisioneros que han sufrido malos tratos por parte de ciudadanos de EEUU en prisiones dirigidas por EEUU y transportados a terceros países por aviones de EEUU. Es este abandono de la etiqueta clandestina, más que los crímenes reales, lo que ha puesto a la comunidad militar y de inteligencia en pie de guerra: al atreverse a torturar impunemente y a campo abierto, Bush impide que nadie niegue las torturas con credibilidad.
Para aquellos que se pregunten nerviosamente si es la hora de empezar a usar palabras alarmistas como totalitarismo, este cambio es enormemente significativo. Cuando la tortura se aplica de modo encubierto pero repudiada oficial y legalmente, aún existe la esperanza de que si las atrocidades se conocen, la justicia prevalezca. Cuando la tortura es pseudo-legal, y cuando los responsables meramente niegan que eso sea tortura, lo que muere es lo que Hannah Arendt llamó «la persona jurídica personificada»; así, las víctimas no se preocupan más de buscar justicia, tan seguros están de la futilidad (y el peligro) de esa búsqueda. Esta impunidad es una versión masiva de lo que pasa dentro de la cámara de tortura, cuando se les dice a los prisioneros que pueden gritar todo lo que quieran porque nadie puede oírlos y nadie los va a salvar.
En América Latina, las revelaciones de la tortura estadounidense en Irak no se han recibido con conmoción e incredulidad, sino con un poderoso deja vu y con miedos resucitados. Héctor Mondragón, un activista colombiano que fue torturado en los 70 por un oficial entrenado en la Escuela de las Américas, escribió: «Fue difícil ver las fotos de la tortura en Irak porque yo también fui torturado. Me vi a mí mismo desnudo con los pies pegados y las manos atadas a mi espalda. Vi mi propia cabeza tapada con una bolsa de tela. Recordé mis sensaciones: la humillación, el dolor». Dianna Ortiz, una religiosa estadounidense que fue torturada brutalmente en una cárcel guatemalteca, dijo «ni siquiera puedo mirar esas fotografías… Muchas de las cosas de las fotografías también me las hicieron a mí. Fui torturada con un perro terrorífico y también con ratas. Y ellos filmaban todo el rato»
Ortiz ha testificado que los hombres que la violaron y la quemaron con cigarros más de cien veces se sometían a un hombre que hablaba español con acento estadounidense al que llamaban «Jefe». Es una de tantas historias contadas por prisioneros de América Latina sobre misteriosos hombres de habla inglesa entrando y saliendo de sus salas de tortura, proponiendo preguntas, dando propinas. Algunos de estos casos están documentados en el poderoso nuevo libro de Jennifer Harbury: Truth, Torture, and the American Way.
Algunos de los países que fueron malheridos por regímenes torturadores respaldados por EEUU han intentado reparar su tejido social a través de comisiones de investigación y juicios por crímenes de guerra. En la mayoría de los casos, la justicia ha sido escurridiza, pero los maltratos del pasado han entrado en la historia oficial y sociedades enteras se han hecho preguntas no sólo sobre la responsabilidad individual, sino sobre la complicidad colectiva. Estados Unidos, a pesar de ser un participante activo en estas «guerras sucias», ha atravesado un proceso de introspección nacional sin precedentes. [1]
El resultado es que la memoria de la complicidad estadounidense en crímenes lejanos es frágil, sobrevive en artículos de periódicos viejos, libros descatalogados y tenaces iniciativas de base como las protestas anuales en la puerta de la Escuela de las Américas (que ha cambiado de nombre, pero que en gran medida continúa sin cambiar). La terrible ironía del actual debate antihistórico sobre la tortura es que en nombre de erradicar futuros maltratos, esos maltratos pasados se están borrando de la historia. Cada vez que los estadounidenses repiten el cuento de hadas sobre su inocencia pre-Cheney, esas ya borrosas memorias se oscurecen aún más. La cruda evidencia sigue existiendo, por supuesto, cuidadosamente archivada en las decenas de miles de documentos desclasificados disponibles en el Archivo de Seguridad Nacional. Pero en la memoria colectiva de EEUU, los desaparecidos vuelven a desaparecer una y otra vez.
Esta amnesia fortuita hace un flaco favor no sólo a las víctimas de esos crímenes, sino también a la causa de intentar apartar la tortura del arsenal político de EEUU de una vez por todas. Ya hay signos de que la Administración se encargará del actual alboroto de torturas volviendo al modelo de la guerra fría de negación plausible. La enmienda McCain protege a cada «individuo bajo la custodia o bajo el control físico del Gobierno de los Estados Unidos»; no dice nada sobre el entrenamiento para torturar o la compra de información a la industria de la extorsión de interrogadores interesados. Y en Irak el trabajo sucio ya se ha encargado a escuadrones de la muerte iraquíes, entrenados por comandantes de EEUU como Jim Steele, que se preparó para el trabajo estableciendo unidades ilegales similares en El Salvador. El papel de EEUU en entrenar y supervisar al Ministro del Interior iraquí se ha olvidado, sobre todo recientemente, con el descubrimiento de 173 prisioneros en una mazmorra del Ministerio, algunos torturados de tal manera que su piel se caía a cachos.
«Miren, es un país soberano. El gobierno iraquí existe», dijo Rumsfeld. Sonó igual que cuando el agente de la CIA William Colby fue preguntado en una comisión del Congreso en 1971 sobre los miles de personas asesinados bajo el programa Phoenix (un programa que él ayudo a lanzar) y replicó que ahora era «un programa enteramente sudvietnamita».
Y ése es el problema de hacer creer que la Administración Bush inventó la tortura. «Si no comprendes la historia, y la profundidad de la complicidad institucional y pública», dice McCoy, «entonces no puedes empezar a emprender reformas significativas». Los legisladores responderán a la presión eliminando una pieza pequeña del aparato de tortura: cerrando una prisión, acabando con un programa, incluso pidiendo la dimisión de una auténtica manzana podrida como Rumsfeld. Pero, según dice McCoy, «preservarán la prerrogativa de torturar».
El Centro para el Progreso Estadounidense acaba de lanzar una campaña publicitaria llamada «Torture is not US» [Juego de palabras entre Torture is not us (Nosotros no torturamos) y Torture is not US (La tortura no es estadounidense). N. del T.] . La cruda realidad es que al menos durante cinco décadas lo ha sido. Pero no tiene por qué serlo.
- Título original: ‘Never before’ Our amnesic torture debate
- Autor: Naomi Klein
- Origen: ZNet Activism; Martes 03 de Enero, 2006
- Traducido por Miguel Montes Bajo y revisado por Genoveva Santiago
[1] Error de traducción. En realidad, el texto original dice lo contrario: «Estados Unidos, a pesar de ser un participante activo en estas «guerras sucias», no ha procedido a un proceso similar de introspección nacional.» (El colectivo de traductores de Rebelión).