El viajero que pasa hoy de Tijuana a San Diego se ve inmediatamente sacudido por las chillonas palabras de una enorme valla publicitaria: «¡Paremos la invasión de la frontera!» Promovido por el furibundo grupo anti-inmigración de los Minutemen y sus escuadrones de vigilantes, el mismo truculento eslogan hiere a quienes tratan de cruzar otros pasos fronterizos en Arizona y Texas.
Los Minutemen, que en alguna ocasión han sido definidos burlonamente como payasos armados, se han convertido en altivas celebridades del conservadurismo de base que controlan las principales estaciones de la llamada AM hate radio, así como los más encendidos sitios de la blogosfera de derechas. Tanto en el interior del país como en los estados fronterizos, los candidatos republicanos pugnan desesperadamente para ganarse su simpatía. Con un electorado alienado ante el espectáculo de las carnicerías de Bagdad y de Nueva Orleáns, el llamado Peligro Oscuro se ha convertido de golpe en el deus ex machina republicano para mantener el control del Congreso en las elecciones de noviembre.
Los titubeos del Partido Republicano en el ejercicio de su hegemonía, asentada durante demasiado tiempo en las cenizas del 11 de septiembre y en las armas imaginarias de Saddam, plantean la necesidad urgente de que aquél busque nuevas vías para hacerse con el control de los suburbios. Nunca desde que Kofi Annan consideró el envío de sus helicópteros negros para atemorizar Wyoming se había vivido una amenaza para la República tan clara e inmediata como la que supone la formación del siniestro ejército de aspirantes a matones que ha sido dispuesto a lo largo de la ribera del Río Grande.
A tenor de lo que vociferan todos estos demagogos, deberíamos asumir que las torres gemelas fueron derruidas por devotos de la Virgen de Guadalupe o que el español ha sido designado como la lengua oficial de Connecticut. Tras el intento fallido de barrer el mal del mundo a través de las invasiones de Afganistán y de Irak, los republicanos, con el apoyo de ciertos sectores del Partido Demócrata, proponen ahora que nos invadamos a nosotros mismos enviando a los Marines y a los Boinas Verdes, junto con la Guardia Nacional, a los hostiles desiertos de California y de Nuevo México, donde parece que la soberanía nacional se halle en un brete.
La distinción entre nativos e inmigrantes ha sido y es fuente de fanatismo y punto de arranque de estrambóticas y surrealistas caricaturas de la realidad. Y es que lo irónico del caso es el hecho de que sí que existe algo que podría ser denominado como una «invasión de la frontera», pero con la salvedad de que las vallas de los Minutemen se hallan situadas en el lado equivocado de la autopista.
Lo que pocas personas reparan, por lo menos fuera de México, es que, al mismo tiempo que todas esas niñeras, cocineros y empleados domésticos se dirigen hacia el norte para hacerse cargo del lujoso tren de vida de los airados republicanos, hordas de gringos se agolpan hacia el sur para gozar de sus espléndidas pensiones de jubilación en asequibles segundas residencias bajo el sol mexicano.
Sí: tal y como reza la inmortal expresión de Pete Wilson, «sencillamente, siguen viniendo». El Departamento de Estado Norteamericano ha estimado que, a lo largo de la última década, el número de estadounidenses que viven en México ha subido de 200.000 a un millón -esto significa una cuarta parte del total de expatriados estadounidenses-. El reciente crecimiento espectacular de las remesas de Estados Unidos hacia México -de 9.000 millones de dólares se ha pasado a 14.500 millones en sólo dos años- fue interpretado, inicialmente, como el resultado de una lucha eficaz contra el trabajo ilegal. Sin embargo, visto con mayor detenimiento, dicho fenómeno se explica por el auto-envío de dinero por parte de los estadounidenses para financiar sus casas y su estrenada vida de jubilados en México.
Pese a que algunos de ellos son ciudadanos que en su día obtuvieron la nacionalidad estadounidense y que ahora vuelven a sus pueblos y ciudades de nacimiento tras años y años de trabajo «al otro lado», el director general de FONATUR, la agencia estatal para el desarrollo del turismo, caracterizó recientemente al inversor medio en suelo mexicano como «un hijo del baby boom que ha saldado buena parte de su primera hipoteca y que empieza a percibir dinero heredado».
De hecho, de acuerdo con el Wall Street Journal, «estos cambios en la propiedad del suelo anticipan lo que será una auténtica ola demográfica. Con más de 70 millones de estadounidenses nacidos del baby boom, de los que se espera que se jubilen a lo largo de las próximas dos décadas, varios expertos predicen una enorme corriente migratoria hacia climas más cálidos y regiones más baratas. A menudo se trata de compradores que adquieren una propiedad inmobiliaria 10 o 15 años antes de su jubilación, propiedad que utilizan como segunda residencia o que, en algunos casos, ocupan durante la mayor parte del año. Los promotores, que construyen comunidades cerradas, edificios de apartamentos y campos de golf, cada vez sacan mayores beneficios de esta tendencia». Por otra parte, el extraordinario incremento del valor de la propiedad inmobiliaria en los estados del sur y del suroeste de Estados Unidos confiere a los gringos un inmenso poder de influencia en la economía. Los sagaces hijos del baby boom no se limitan a preparar sus nidos para su eventual jubilación, sino que, cada vez más, especulan con las reservas de suelo mexicano, elevando el precio de la propiedad más allá de lo que se pueden permitir unos empobrecidos habitantes del país que, como consecuencia, se ven empujados hacia barrios insalubres o forzados a emigrar. Al igual que ocurre en Galway, Córcega e incluso en Montana, el boom global de la segunda residencia está haciendo de la vida en bellos espacios naturales algo totalmente inasequible para sus residentes tradicionales. Muchos expatriados optan por establecerse en bien dispuestos refugios para estadounidenses como San Miguel de Allende o Puerto Vallarta; otros prueban en espacios más exóticos como la Rivera Maya, en el Yucatán, o Tulum, en Quintana Roo. Pero lo más interesante desde el punto de vista geopolítico es lo que está ocurriendo en la Baja California, ese vasto apéndice desértico de 1.000 millas pegado al paralizado estado-nación gobernado por Arnold Schwarzenegger, donde los agentes inmobiliarios se encargan de alimentar, a través de unos sitios web que vierten sin cesar hiperbólicos relatos, el fantasma de la amenaza que supone la inmigración ilegal.
Lo que en esencia está ocurriendo es que la Alta California está empezando a inundar la Baja California, en un proceso que puede hacer época si, libre de todo tipo de bridas, se completa y, así, consolida la intolerable marginalización social y la devastación ecológica que ya se avizoran en la última región verdaderamente fronteriza de México. Todas las contradicciones de la California post-industrial -desbocado crecimiento del precio del suelo en la zona costera, desarrollo suburbano incontrolado en valles interiores y desiertos, autopistas congestionadas y ausencia de medios de transporte de masas, crecimiento astronómico del uso de vehículos motorizados como forma de esparcimiento, etc.- no hacen más que anunciar la invasión de la maravillosa «península vacía». Para utilizar un término proveniente de un pasado negro pero no irrelevante, la Baja California puede convertirse en el lebensraum californiano.
De hecho, los dos primeros pasos hacia esta anexión informal ya se han realizado. En primer lugar, bajo la bandera del NAFTA, la California meridional ha exportado cientos de industrias contaminantes y de fábricas en las que los trabajadores se hallan altamente explotados a las zonas de maquiladoras de Tijuana y Mexicali. Asimismo, la Asociación Marítima del Pacífico, que representa los intereses de las mayores empresas navieras de la costa oeste, se ha coligado con corporaciones coreanas y japonesas para forzar la construcción de un enorme puerto-contenedor en Punta Coronel, 150 millas al sur de Tijuana, lo que supondría un importante debilitamiento del poder de las centrales sindicales de estibadores que operan en San Pedro y San Francisco. En segundo lugar, decenas de miles de jubilados y veraneantes gringos se están apiñando a ambos extremos de la península. En el folleto publicitario de un reciente congreso celebrado en la Universidad de California-Los Ángeles (UCLA), se alardeaba de que, a lo largo de la costa noroccidental, de Tijuana a Ensenada, «se encuentran ya cerca de 57 urbanizaciones, lo que equivale a unas 11.000 casas o apartamentos cuyo valor conjunto se acerca a los 3.000 millones de dólares y que están enteramente destinados al mercado estadounidense».
Mientras, en el tropical extremo sur de la Baja California, otra nueva «Costa de Oro» se ha desplegado en la franja de 20 millas que une el Cabo San Lucas y San José del Cabo. De hecho, «los Cabos» forman parte también de este archipiélago de cálidas urbanizaciones donde el crecimiento de dos dígitos de los valores de la propiedad inmobiliaria atrae capital especulativo proveniente de todos los lugares del mundo. Por su parte, los gringos de a pie pueden participar de los beneficios de este glamouroso casino inmobiliario de «los Cabos» adquiriendo y revendiendo sus hogares costeros o sus fracciones de los bienes poseídos en régimen de multipropiedad.
Pese a que los especuladores del Canadá occidental y de Arizona han dejado su imponente rastro a lo largo de toda la zona meridional de la Baja California, «los Cabos» se han convertido también en el distrito turístico de Orange County, la región de donde proceden, precisamente, los grupos más violentos de Minutemen -de ahí la enorme cantidad de registros de aviones privados en el aeropuerto local-. De hecho, parece que, para muchos acaudalados californianos del sur, no existe contradicción alguna entre fustigar la «invasión de inmigrantes» en presencia de los amigos conservadores de Newport Marina y, al día siguiente, volar hacia «los Cabos» para jugar al golf o salir al mar con sus kayak.
El siguiente paso de esta colonización tardía de la Baja California lo constituye la llamada «Escalera Náutica», un complejo de puertos deportivos y estaciones marítimas cuyo coste se estima cercano a los 3.000 millones de dólares y que será desarrollado por la FONATUR. Se trata de un complejo que permitirá adecuar en ambas costas inmejorables espacios para el establecimiento de todo un amplio conjunto de clubes de navegación.
Y, mientras, el «Show de Truman» ha alcanzado también la pequeña y pintoresca ciudad de Loreto, en la costa de la península que da al Golfo. La FONATUR ha unido sus fuerzas con una compañía de Arizona y con «nuevos urbanistas» de Florida para construir los «Pueblos de la Bahía de Loreto»: 6.000 casas para ciudadanos de origen estadounidense expatriados en un régimen neo-colonial -un nuevo San Miguel de Allende para el Mar de Cortés, en otras palabras-. Los gestores del proyecto de Loreto alardean de que allá se encontrará lo último en diseño ecológico, a la vez que se explotará la energía solar y se restringirá el uso del automóvil. Sin embargo, al mismo tiempo el plan supondrá, en una sola década, un aumento de la población de Loreto de los 15.000 habitantes actuales a 100.000, lo que conllevará el mismo tipo de consecuencias sociales y medioambientales que se pueden observar en la insalubre periferia de Cancún y de otros centros turísticos de masas.
Uno de los elementos más apreciados de la Baja California lo constituye el hecho de que se hayan conservado los espacios todavía vírgenes que, han desaparecido por completo en el resto del oeste estadounidense. De ahí que los residentes locales, a la par que todo un movimiento ecologista indígena muy activo y convincente, trabajen para conservar este paisaje incomparable y para proteger el ethos igualitarista que pervive en las pequeñas localidades y pueblos pesqueros de la península. Sin embargo, la callada invasión de los hijos del baby boom procedentes del Norte podría destruir, en una sola generación, gran parte de la historia natural y de la cultura de la frontera de la Baja California. Los centros turísticos de masas y los suburbios neo-coloniales, así como la estrategia de desarrollo regional de la FONATUR, que se halla centrada exclusivamente en el turismo, aparecen como los últimos caballos de Troya del estadounidense Manifest Destiny.
Este texto aparecerá próximamente en www.Tomdispatch.com
Mike Davis es miembro del Consejo Editorial de SINPERMISO.
Traducción para www.sinpermiso.info: David Casassas