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¿Cómo prefieren denominarlo?

Genocidio o eliminación de Palestinos

Fuentes: CounterPunch

Traducido del inglés para Rebelión por Sinfo Fernández

 A finales del mes de octubre, durante una intervención en el programa de radio de Pat Kenny en Irlanda, un popular programa nacional de emisión diaria en la Radio RTE de Irlanda, se nos preguntó abiertamente si Israel podía compararse con la Alemania nazi. No a todos los niveles, contestamos, pero, ciertamente, hay algunos aspectos en la política de Israel hacia los palestinos que implican un claro parecido con la opresión nazi. ¿Te refieres al muro?, preguntó Kenny con rapidez. Estuvimos de acuerdo con él y describimos la «ghetoización» y otros efectos de esa monstruosidad. Antes de que pudiéramos presentar otros rasgos de las políticas de Israel de características nazis, Kenny nos hizo otra pregunta. A los pocos minutos, cuando aún estábamos en el aire, un productor le entregó a Kenny una nota, que más tarde supimos era una petición del recién llegado embajador de Israel en Irlanda para aparecer también él en el show. Varios días después, con él en las ondas, el embajador se pronunció sobre nosotros y nuestras comparaciones entre las políticas israelíes y nazis calificándolas como «intolerables».

¿Qué podía esperarse? No nos sentimos sorprendidos ni perturbados por su indignación. Acabábamos de pasar dos semanas en Cisjordania y habíamos sido testigos de la opresión, y se podía apostar sin miedo a fracasar que, incluso aunque él no hubiera estado cumpliendo su papel de propagandista de Israel, el embajador no hubiera sabido nada de la situación palestina en Cisjordania porque, probablemente, no había puesto un pie allí en los últimos años. Sentimos, retrospectivamente, no haber utilizado un lenguaje aún más contundente. En aquel momento habíamos completado nuestro quinto viaje a Palestina desde principios de 2003, y debíamos haber tenido el coraje y la perspicacia para llamar por su nombre exacto lo que habíamos observado que Israel hace con los palestinos: genocidio.

Sobre esta cuestión venimos desde hace tiempo jugando con las palabras, etiquetando la política de Israel de «etnocidio», queriendo significar el intento de destruir a los palestinos como pueblo con una identidad étnica específica. Otros, que también danzan alrededor del tema, utilizan términos como «politicidio» o, en una nueva invención, «sociocidio», pero ninguno de esos términos implican la destrucción a gran escala de un pueblo y de su identidad como es realmente el objetivo israelí. «Genocidio» -definido por la Convención de Naciones Unidas como la intención de «destruir, en todo o en parte, un grupo religioso, racial, étnico nacional»- es el término que describe más adecuadamente los esfuerzos de Israel, semejantes a los de los nazis, de borrar a un pueblo entero del mapa. (Véase «The Rape of Palestine», de William Cook, CounterPunch, 7/8 de enero de 2006, sobre una discusión de lo que constituye genocidio.)

En realidad, poco importa como se denomine, siempre que se reconozca que lo que Israel intenta, y por lo que trabaja, es por borrar al pueblo palestino del paisaje palestino. Probablemente, a Israel no le preocupa cuán sistemáticos sean sus esfuerzos en ese empeño o cuán rápidamente avancen, y en este sentido se diferencian de los nazis. No hay cámaras de gas; no hay una urgencia extraordinaria. No se necesitan, pues, cámaras de gas. Un ataque con misiles sobre un complejo residencial en medio de la noche por aquí, unos cuantos millones de bombitas de racimo o de armas conteniendo fósforo por allá, pueden, con un poco de tiempo, fácilmente ajustarse a la definición de Naciones Unidas expuesta con anterioridad.

Disparar a matar contra niños que están sentados en su clase en el colegio por aquí, familias asesinadas mientras labran su tierra por allá; tierra agrícola arrasada o quemada por aquí, campesinos que no pueden acceder a su tierra por allá; muchachitas acribilladas a balazos por aquí, bebés decapitados por fuego de obuses por allá; una pequeña masacre aquí, un poco de hambre allá; expulsión por aquí, negarse a permitir la entrada y familias obligadas a vivir desgarradas por allá; el juego se llama desposesión. Sin una economía que funcione, con unos abastecimientos alimentarios cada vez más menguados, con escasez de suministros médicos, sin posibilidad de moverse de una zona a otra, sin acceso a la capital, con graves problemas para poder acceder a la atención sanitaria o educativa, con funcionarios sin salario, la gente morirá, la nación morirá sin una sola cámara de gas. O eso es en lo que confían los israelíes.

Rendición vs. Resistencia

Una parte importante del esquema israelí -además de la indiscutible expropiación de la tierra, fragmentación nacional y matanzas planificadas para estrangular y destruir al pueblo palestino- consiste en desanimar psicológicamente a los palestinos para que sencillamente de vayan de forma voluntaria -si tienen dinero- o se entreguen en una abyecta rendición y se conformen con vivir calladitos en pequeños enclaves bajo la bota israelí. Algunas veces te planteas si los israelíes no están teniendo éxito con esa clase de guerra de psicológica, ya que están consiguiendo intensificar su dominio físico sobre el territorio tanto en Cisjordania y en Gaza. En sentido global, no creemos que hayan conseguido llevar a los palestinos a ese punto de rendición psicológica, «aunque la gota que para los palestinos desbordaría ya el vaso parece más próxima que nunca antes».

La ira y la depresión, incluso la desesperación, en Palestina son palpables estos días, hasta límites mucho peores de lo que previamente habíamos contemplado. Nos encontramos con dos palestinos tan desanimados que estaban preparándose para marcharse, en un caso de desarraigo de una familia de un pueblo musulmán donde sus raíces databan de siglos. El otro caso es una joven cristiana, también de una antigua familia, que no ve perspectiva alguna ni para ella ni para nadie y que se siente traicionada por su iglesia católica al haber ésta abandonado a los cristianos palestinos. Preferiría tan sólo estar en otro lugar. Un encuestador palestino que ha investigado recientemente las actitudes respecto a la emigración informó que la proporción de gente que piensa en marcharse ha subido de un 20%, cifra en que se mantenía desde hace tiempo, hasta un 32%, en gran medida debido al aumento de desesperanza por las luchas entre facciones palestinas y por la incapacidad de Hamas para gobernar gracias a las paralizantes sanciones israelíes, estadounidenses y europeas.

Es improbable que la tercera parte de los palestinos se vayan o intenten marcharse, pero la tendencia en las actitudes señala claramente el grado de desesperación que va calando en gran parte del pueblo palestino. Un pensador y escritor palestino con el que pasamos una tarde se sentía tan derrotado y tan oprimido por las restricciones israelíes que pensaba que Hamas debería abandonar su postura de principios y reconocer el derecho a existir de Israel, en la esperanza de que esa concesión pudiera inducir a los israelíes a levantar algunas de las innumerables restricciones que pesan sobre la vida palestina, acabar con el asedio militar sobre los territorios palestinos y el robo de la tierra, y mitigar en general la miseria del día a día que soportan los palestinos bajo la ocupación. Al preguntarle si pensaba que tan importante concesión por parte de Hamas conseguiría que Israel aceptara hacer ahora concesiones significativas, dijo que no, pero que quizá podría aliviarse un poco la miseria. Estaba claro que no tenía grandes esperanzas. La tierra de su pueblo está desapareciendo poco a poco a causa del muro de separación y de la expansión de los asentamientos israelíes.

Nos encontramos con occidentales que han vivido en Cisjordania, que han trabajado en nombre de los palestinos para varias ONG desde hace más de una década, y que están pensando en marcharse por la frustración de ver que la situación empeora año tras año y que su propio trabajo se reduce prácticamente a la nada. Muchos otros trabajadores y educadores occidentales por los derechos humanos, especialmente en instituciones venerables como el Friend’s School en Ramala y la Universidad Beir Zeit, ven como los israelíes les deniegan los visados como parte de su deliberada campaña para mantener fuera de allí a quienes tienen pasaporte extranjero, incluyendo a miles de palestinos étnicos que han vivido en Cisjordania con sus familias y trabajado allí durante años. La campaña israelí para negar la residencia y los permisos para volver a entrar es un intento deliberado de limpieza étnica, con la esperanza de que si a un marido o una esposa se le impide la entrada, él o ella se llevarán al resto de la familia e Israel tendrá menos palestinos con los que lidiar. Además, la campaña de denegación de los permisos de entrada persigue especialmente que no pueda entrar alguien, ya sea palestino o internacional, que pudiera llevar alguna posibilidad de prosperidad a los territorios palestinos, o de educación, o de asistencia sanitaria, o de asistencia humanitaria.

La campaña contra los extranjeros que podrían ayudar a los palestinos o ser testigos de los hechos a que son sometidos llegó a extremos viciosos a mediados de noviembre, cuando una voluntaria sueca de 19 años del Movimiento de Solidaridad Internacional, que iba escoltando escolares palestinos hasta el colegio, fue brutalmente atacada por colonos israelíes en Hebrón mientras soldados israelíes contemplaban los hechos. La joven, Tove Johansson, iba caminando a través de un control del ejército israelí con otros voluntarios cuando fueron atacados por un grupo de aproximadamente unos 100 colonos que cantaban: «Hemos asesinado a Jesús, te asesinaremos a ti también». Un colono hirió a Johansson en la cara con una botella rota, rompiéndole el hueso de la mejilla y, mientras ella yacía sangrando en el suelo, los colonos reían y daban palmas y se tomaban fotos unos a otros posando junto a ella. Los soldados israelíes apenas se acercaron a hacer preguntas a tres de los colonos pero no hicieron arrestos ni emprendieron investigación alguna. De hecho, amenazaron a los voluntarios internacionales con arrestarles si no se iban de la zona inmediatamente. El asalto fue tan escandaloso y tan brutal que Amnistía Internacional publicó un aviso de advertencia a los cooperantes internacionales para que se mantuvieran alerta ante los ataques de los colonos. Los medios estadounidenses no han publicado nada sobre el incidente, que forma parte, claramente, de un largo esfuerzo para desanimar a los testigos de las atrocidades israelíes y privar a los palestinos de cualquier protección contra las mismas.

La resistencia palestina no figura en esta triste historia. En el mismo pueblecito donde uno de nuestros conocidos trata de arrancar a su familia, otros están construyendo pequeñas casas y edificios de apartamentos, sencillamente como símbolo de resistencia. Los voluntarios de los derechos humanos siguen aún intentando llegar a Cisjordania y Gaza para ayudar a los palestinos. Cuando hablamos con un amigo palestino sobre nuestra conversación con el escritor que desea que Hamas le conceda a Israel el derecho a existir, su reacción inmediata fue «absolutamente no». Es un musulmán laico, un partidario de Fatah, no le gusta Hamas y no votó por Hamas en las pasadas elecciones del mes de enero, pero apoya totalmente el rechazo de Hamas a reconocer el derecho de Israel a existir hasta que Israel reconozca el derecho del pueblo palestino a existir como nación. ¿Por qué debería yo reconocerte a ti hasta que no salgas de mi jardín?», se preguntó.

Los puntos de vista de nuestro amigo Ahmad reflejan el sentimiento generalizado entre los palestinos: una encuesta realizada en septiembre por una organización que se encarga de las elecciones palestinas halló que el 67% de los palestinos no piensan que Hamas deba reconocer a Israel para satisfacer las demandas israelíes e internacionales, mientras que casi la misma proporción, un 63%, apoyarían que se reconociera a Israel si esto formara parte de un acuerdo de paz por el que se estableciera el estado palestino; es decir, si Israel reconociera también a los palestinos como nación. La rendición no planea aún por el horizonte.

Sobre la posibilidad de levar anclas y abandonar Palestina, Ahmad fue igualmente inflexible: «¿Por qué debo irme y entonces tener que luchar para regresar más tarde? Los imperios no duran siempre». Mencionó a los turcos y a los británicos y a los soviéticos, «y los estadounidenses y los israelíes durarán lo mismo. Puede llevar un largo tiempo, pero podemos esperar». Estaba más indignado de lo que nunca antes le habíamos visto, y más intransigente, y por buenas razones: el muro de separación está ahora a pocas yardas de su casa, que está amenazada de demolición. Ahmad y algunos de sus vecinos han estado combatiendo el avance del muro en los tribunales y han conseguido pararlo durante un año, pero la construcción se ha puesto en marcha otra vez. Tiene ya que conducir bastantes millas fuera de su ruta para bordear el muro cuando va al trabajo y cuando el muro esté completo, sólo podrá salir a pie – confiando en que su casa no sea demolida al mismo tiempo.

Pero no se rinde. Piensa que los kamikazes-bomba son un «trozo de mierda», y cree que los palestinos tienen que resistir como sea, aunque sólo sea arrojando piedras, y contempla alguna clase de estallido en perspectiva. Si los palestinos no hacen nada en absoluto, dijo, «los israelíes se relajarán» y no sentirán presión alguna para que cese la opresión. Los palestinos están manteniendo la presión por todas partes. El corresponsal de Haaretz Gideon Levy describió cómo en Beit Hanoun apareció desplegada una pancarta inmediatamente después de la devastación causada por Israel en ese pequeño pueblecito durante la primera semana de noviembre. «Mata, destroza, aplasta, pero no lograrás romper nuestra resistencia», decía la pancarta.

Los palestinos de Beit Hanoun, así como los de toda Gaza y Cisjordania, han estado ofreciendo resistencia ante sus propios incompetentes y colaboracionistas dirigentes, así como ante Israel. No ha escapado a la atención del hombre de la calle que mientras que Israel mataba hombres, mujeres y niños en Beit Hanoun y continuaba su marcha por Cisjordania, el Presidente de la Autoridad Palestina, Mahmoud Abbas, ha estado cooperando con Israel y EEUU para socavar el gobierno de Hamas elegido democráticamente. EEUU está armando y entrenando a una milicia que protegerá los intereses de taifas de Abbas y Fatah contra los combatientes de Hamas, en lo que sólo puede denominarse como un abierto intento de golpe contra la legalidad constituida del gobierno palestino.

Pocos palestinos, incluso los seguidores de Hamas, perdonan esta interferencia de EEUU o la aquiescencia traidora de Abbas. «Fatah son una panda de ladrones», nos dijo un dirigente local que es miembro de Fatah. «Hamas ganó porque queríamos librarnos de los ladrones». Piensa que si hubiera elecciones hoy, la «gente corriente» -por la cual quería significar la gente que no está afiliada ni a Fatah ni a Hamas- ganaría. En cada casa, dijo, «encontramos un hijo con Hamas, otro hijo con Fatah, por eso, ¿cómo va a apoyar el padre a uno o a otro? Quizás este conocimiento de que no pueden luchar el uno contra el otro sin destruir la familia nuclear palestina, y que no deben sucumbir ante los esquemas estadounidenses e israelíes para fragmentar la sociedad palestina, es lo que ha motivado los intensos esfuerzos palestinos para conseguir alguna clase de gobierno de unidad.

A través de Cisjordania

En Bil’in, la pequeña ciudad al oeste de Ramala que ha sido testigo, cada viernes y desde hace casi dos años, de una protesta pacífica contra el muro en la que han participado palestinos, israelíes y extranjeros, el dirigente del pueblo, Ahmad Issa Yassin, nos contó la lección que su hijo menor aprendió tras ser arrestado el año pasado con catorce años durante un asalto israelí. «Es más valiente ahora, está más preparado para resistir», dijo Yassin. «También yo». Nos habíamos reunido con ese muchacho hace unos cuantos meses, antes de su arresto, era un joven especialmente amistoso de dulce sonrisa. Nos saludó de nuevo este año con otra cálida sonrisa y bromeó con nosotros cuando le tomamos una foto. No hizo ninguna alusión a su paso durante dos meses por una de las peores prisiones de Israel ni del horror de haber sido arrestado a medianoche en medio de un asalto de tipología nazi. Quizá lanzó piedras a los soldados israelíes que acudían a su pueblo al menos una vez a la semana y que respondían a las protestas pacíficas con munición de fuego, balas de goma, gas lacrimógeno, granadas de conmoción y bastones. Ese muchacho no era un terrorista. Por otra parte, los israelíes le han convertido en un joven que, desde ahora, está deseando combatir el terror con el terror.

Yassin caminó con nosotros hasta llegar al huerto de olivos, medio destruido, al otro lado del muro. Los israelíes permiten que los habitantes del pueblo accedan a las tierras que están ahora en la otra parte del muro, en el lado israelí, pero sólo hay una puerta, controlada por soldados israelíes, que pueden o no decidir menearse para abrirla. Los nombres de la gente del pueblo están todos en una lista de palestinos autorizados a pasar por la puerta. En este pueblo en particular, uno de los muchos cuyas tierras han sido desgajadas del pueblo, los manifestantes han establecido un puesto fronterizo o, como ellos lo llaman, un «asentamiento» en el lado israelí para reclamar la tierra del pueblo aunque ahora se extienda por el lado israelí en el camino de un asentamiento israelí en expansión. El «asentamiento» palestino consiste en una pequeña construcción, una tienda de campaña donde un par de activistas mantienen una vigilia constante, y un campo de fútbol, para dar un poco de apariencia de normalidad.

Yassin nos lleva colina arriba por un sucio sendero que va junto al muro, que en esta zona rural consiste en una valla electrónica, una mugrienta carretera de patrulla a cada lado donde se pueden percibir las huellas de los pies, una carretera de patrulla pavimentada por el lado israelí, y rollos de alambre de espino a cada lado – rodeando completamente una zona de unos 50 metros de ancho, donde una vez hubo huertos de olivos. Esperamos en la puerta de la valla electrónica mientras Yassin llamaba varias veces a los soldados israelíes, a quienes podíamos ver sin hacer nada bajo el toldo de una tienda sobre una ladera cercana. Cuando finalmente se acercaron a la puerta, buscaron el nombre de Yassin en su lista de personas autorizadas, registraron nuestros nombres y números de pasaporte, y oficiosamente nos advirtieron de que no tomáramos fotos en esta «zona militar». Cuando caminamos por el campo hasta el puesto fronterizo de Bil’in, Yassin señaló tres olivos quemados y arrancados por los israelíes y, en el puesto que había a la derecha, próximo al tocón de un árbol que había sido cortado, un nuevo árbol brotaba del antiguo.

Hablamos durante un rato con un activista palestino del pueblo y con un joven activista británico que habían estado durmiendo hasta tarde por la mañana, después de disfrutar de una comida de Ramadan, el Iftar, hasta muy avanzada la noche anterior. Cuando volvimos a la puerta, los soldados israelíes tardaron aún más que antes en llegar para abrirla, obviamente aburridos de su misión. Al viernes siguiente, en la protesta semanal, pudieron disfrutar de mayores excitaciones porque los manifestantes se las ingeniaron para levantar escaleras para escalar la valla. Los soldados respondieron con bastonazos y gas lacrimógeno.

La resistencia sigue adelante, de ahí la invasión israelí. Nos llevamos con nosotros dos impresiones impactantes: la del pequeño olivo siendo cuidadosamente nutrido como un signo de renovación y resistencia y, en la cercana distancia, el sonido constante de los bulldozer y de los equipos limpiando la tierra que trabajaban en el asentamiento israelí de Modiin Illlit, que se construía sobre las tierras de Bil’in y otros pueblos vecinos.

En otro lugar, las señales del avance israelí hacían caso omiso de los continuos signos de la resistencia palestina. En el pueblecito de Wadi Fuqin, al suroeste de Belén, un bello lugar que se asienta en un valle fértil y estrecho entre las crestas de las montañas, que está siendo estrujado por un lado por el muro, todavía en construcción, y por el otro por la ya inmensa y veloz expansión del asentamiento israelí de Betar Illit, vimos más destrucción. El asentamiento está vertiendo cantidades inmensas de escombros hacia el pueblo, por eso sus campos van siendo gradualmente absorbidos. Esta realidad se hacía más evidente este año que cuando lo visitamos el pasado año. A menudo, las aguas residuales del asentamiento fluyen hacia la tierra del pueblo saliendo por las alcantarillas que se ven claramente allá en lo alto, sobre la ladera. Los colonos israelíes se pavonean cada vez más por el pueblo, como si fuera de ellos, yendo a nadar en las muchas balsas de regadío que son alimentadas por manantiales naturales que datan de tiempos de los romanos.

Hacia el norte, no muy lejos, en el pueblo de Walaja, cerca de Jerusalén, Ahmad nos llevó a visitar a sus amigos. Está previsto que el pueblo acabe completamente rodeado por el muro porque se asienta cerca de la Línea Verde en medio de un racimo de asentamientos israelíes. Nos sentamos en un jardín de árboles frutales con una familia cuya casa se alza en una colina desde la que se divisa un valle espectacular y las colinas circundantes. Jerusalén se extiende sobre otra colina en la distancia. Comentamos que, excepto por los asentamientos israelíes por todo el valle, el lugar es paradisíaco, pero nuestro anfitrión respondió con una risa irónica que actualmente es el infierno. Incluso los bellos paisajes pierden su atractivo cuando uno se ve atrapado y rodeado.

En otro pueblo rodeado que visitamos el año pasado, Nu’man, sus aproximadamente 200 vecinos están también atrapados entre el muro, ahora terminado, por un lado, y el asentamiento en expansión de Har Homa, que codicia la tierra del pueblo, por otro. Aunque el pasado año, con el muro aún sin terminar, pudimos entrar, este año se nos denegó la entrada en una puerta de entrada. Por medio de Ahmad, intentamos hablar con cuatro obviamente intimidados jóvenes palestinos que esperaban en la carretera para poder volver a sus hogares, pero los soldados israelíes les dijeron que no hablaran con nosotros; uno de ellos dijo unas cuantas palabras a Ahmad sin quitar nunca sus ojos del guardia en el puesto israelí. Les sobrepasamos conduciendo y les abandonamos a su suerte. Podíamos haber intentado entrar en el pueblo caminando por el campo, dando un paseo un tanto arduo, pero no lo hicimos.

«Grandes» terminales

Con el muro de separación casi completamente terminado, los israelíes han sistematizado la prisión de Cisjordania. Desde agosto de 2005, el número de puestos de control por toda Cisjordania ha aumentado un 40%, de 376 a 528, según la OCHA, la Oficina de Naciones Unidas para la Coordinación de Asuntos Humanitarios, que rastrea los números y clases de controles israelíes, así como otros aspectos del dominio israelí sobre los palestinos. Como parte de la sistematización, hay una serie de elaborados terminales que supervisan ahora la humillación de los palestinos en los puntos de control más importantes, especialmente alrededor de Jerusalén. Los terminales son una especie de cajas grandes que semejan corrales para ganado, donde el tráfico a pie aparece dirigido en líneas serpenteantes dobles que van y vienen. Al final de la línea hay una serie de torniquetes, máquinas de rayos x, cintas transportadoras y otros equipos de alta seguridad. Cualquier palestino que entre en Jerusalén desde Cisjordania para trabajar, visitar a su familia, rezar en la Mezquita de Al Aqsa o en la Iglesia del Santo Sepulcro, para ir al colegio o para recibir cualquier tratamiento médico debe tener un permiso de Israel que es muy difícil de conseguir. Los torniquetes y otras barreras de seguridad están controlados a nivel remoto por soldados israelíes instalados detrás de cristales blindados.

Las jaulas están actualmente pintadas con un alegre azul brillante, pero no hace falta apostar a que cuando sean más viejas y usadas, no se renovará la pintura. Junto a esa supuesta alegría, los israelíes han colocado incongruentes carteles de bienvenida en los terminales. Más egregio es el cartel gigante en la terminal de Belén. «La paz sea contigo», se proclama en tres idiomas a los viajeros que salen de Jerusalén hacia Belén. La frase aparece en un cartel gigante coloreado en tonos pasteles y erigido por el Ministerio israelí de Turismo, como si viajar a través de esta terminal supusiera ir de juerga turística. En la terminal de Qalandiya, entre Ramala y Jerusalén, un rosa roja como de dibujos animados da la bienvenida a los palestinos con un cartel en árabe. A primeros de este año, cuando se abrió la terminal, la rosa estaba en un cartel que proclamaba, en tres idiomas: «La esperanza de todos nosotros». Aparentemente avergonzados de ser cogidos in fraganti en su hipocresía, los israelíes quitaron el cartel, dejando sólo la rosa, después de que un activista judío estarciera sobre él las palabras que en otra época bendecían la entrada en Auschwitz: «Arbeit Macht Frei» (el trabajo os hace libres). Hay todavía un cartel en tres lenguas, que dice: «Puedes ir en paz y regresar en paz». Los israelíes todavía no lo han conseguido aún.

Ni los estadounidenses. Los terminales, anunciados como una forma de «facilitar la vida» a los palestinos embelleciendo los puntos de control y haciendo el paso más eficiente, fueron pagados con las ayudas monetarias estadounidenses destinadas originalmente a la Autoridad Palestina (antes de la elección de Hamas) -pero desviadas a la empresa de construcción de las terminales de Israel-, ayudando así a Israel a conseguir que la humillación palestina fuera más eficaz. Steven Erlanger, en el New York Times, entre otros, se apuntó al timo, señalando, cuando se abrió la terminal de Belén en diciembre del pasado año, que los terminales tenían como objetivo «mitigar la carga de los palestinos y suavizar las críticas internacionales». Alabó la terminal de Belén como una «gran» entrada para los cristianos que visitaban el lugar de nacimiento de Jesús – sin querer enterarse que los cristianos han estado visitando el lugar desde hace dos milenios sin el beneficio de los torniquetes y los muros de hormigón.

En lo que nos fue dado conocer, la carga de los palestinos no se ha visto mitigada en forma alguna. Pasamos algún tiempo observando varias de los terminales, sintiéndonos voyeurs de la miseria palestina. En Qalandiya, unas 100 personas esperaban de pie poder pasar a través de tres torniquetes cerrados. Una joven soldado israelí sentada en una cabina acristalada de control les ladraba órdenes. Nuestro amigo Ahmad habla hebreo tan bien como árabe pero ni él podía entender lo que decía. No había razón alguna para su ira o para su decisión de cerrar los torniquetes. Cuando nos vio observando, cámara en ristre, movió un dedo en una aparente advertencia contra las fotos. No les gustan los testigos. Inmediatamente después, abrió los torniquetes.

Pasamos a través de ellos detrás del grupo que había estado esperando, y Ahmad nos llevó al área de espera que hay al otro lado, donde los palestinos de Cisjordania solicitan los permisos para entrar en Jerusalén. Había alrededor de 50 personas esperando. Un hombre de mediana edad se nos acercó y nos empezó a contar su historia. Tenía cita dentro de dos días en el servicio de neurocirugía del hospital Maqassad en Jerusalén Este, según constaba en un certificado del hospital escrito en inglés y confeccionado claramente para conseguir el permiso de las autoridades israelíes. Llevaba ya esperando seis días, tres sentado futilmente en esa área de espera y otros tres anteriormente cuando los israelíes cerraron del todo la terminal para el Yom Kippur. Estaba empezando a temer que nunca conseguiría su permiso y, al expresar su frustración y desesperación, se puso a llorar. Nos pidió que le tomáramos una foto con el certificado y que lo contásemos al mundo. Lo hicimos, pero nunca sabremos si consiguió el permiso a tiempo, ni siquiera si logró conseguirlo.

En otra terminal, la que lleva de al-Azzariya, la Betania bíblica, a Jerusalén, un soldado se puso a darnos alaridos, literalmente, con la cara roja y las venas estallándole en el cuello, cuando vio que tomábamos fotos de sus compañeros haciendo preguntas a los palestinos antes de que entraran en el área de la terminal, una investigación previa a la investigación en la terminal. Dijimos al soldado que pensábamos que las fotos saldrían muy bonitas; que, después de todo, esa terminal la había montado el Ministerio de Turismo y por eso debía ser una atracción turística. Pero nuestra frivolidad no salió bien. Nos empujó hacia una puerta de salida, gritando que eso era el «Ministerio de las Puertas» y que teníamos que largarnos. Nos las arreglamos para permanecer dentro hasta que Ahmad, que estaba hablando con otro soldado israelí, acabó y salió con nosotros. Quizá salvamos a uno o dos palestinos de que les sometieran a escrutinio distrayendo a un par de soldados o quizá, por desgracia, conseguimos retrasarles aún más.

En el tercer puesto de control, que era un lugar improvisado colocado de forma temporal en un hueco del muro donde la barrera de hormigón todavía no había sido completada, observamos cómo una multitud creciente de palestinos que querían entrar en Jerusalén para ir a rezar a la mezquita de Al Aqsa intentaban negociar con dos jóvenes soldados israelíes. Era un viernes de Ramadán y, aunque esos palestinos tenían permiso para entrar en Jerusalén, sus nombres no estaban en la lista autorizada de ese control en particular. Tenían que irse, según las arbitrarias normas administrativas israelíes, hasta la terminal principal para entrar en la ciudad desde su zona. Como la multitud aumentaba, se acercaron más soldados israelíes. La multitud incluía hombres, mujeres y también algunos niños. Ser observados por una pareja de estadounidenses que probablemente aparecían más condescendientes que serviciales no mejoraba claramente el humor de la mayor parte del grupo.

Un niño de unos cinco años, vestido pulcramente con una corbata y una bien planchada camisa blanca, estuvo mirando la conmoción durante unos cuantos minutos, de pie, un poco apartado de su padre, y de repente estalló en llanto. Pocos minutos después, los soldados lanzaron una granada de conmoción y la mayoría de la gente se dispersó. Es la forma de actuar de Israel: hacerles llorar, hacerles correr con miedo. Nos fuimos, avergonzados de nuestra propia impotencia.

Terminología

¿Es genocidio cuando se hace llorar a un niño pequeño porque beligerantes hombres armados le asustan, intimidan a su padre y, en última instancia, les hacen correr para escapar; cuando se les prohíbe celebrar sus ceremonias religiosas porque un gobierno beligerante decide que pertenecen a la religión equivocada; cuando sus ciudades son rodeadas y aisladas porque un estado racista decide que su identidad étnica se integra en la variedad equivocada?

Pueden argumentar sobre terminología, pero la verdad resulta evidente sobre el terreno, en cualquier sitio en donde Israel haya implantado sus órdenes judiciales: los palestinos son gente indigna, inferiores a los judíos y, en nombre del pueblo judío, Israel se ha otorgado a sí mismo el derecho a borrar la presencia palestina de Palestina – es decir, a cometer un genocidio destruyendo «en todo o en parte a un grupo nacional, étnico, racial o religioso».

Cuando debatimos y analizamos acerca de la psyque palestina, intentando determinar si ya han soportado suficiente y si se rendirán o sobrevivirán resistiendo, es importante recordar que el pueblo judío, a pesar de su incontestable tragedia, emergió triunfante al final del holocausto. Israel y sus seguidores deberían mantener esto en mente: los imperios no duran siempre, como dijo Ahmad, y las graves injusticias como las de los nazis y como las que Israel inflige a un pueblo inocente no pueden prevalecer durante mucho tiempo.

Texto original en inglés:

http://www.counterpunch.org/christison11272006.html

Sinfo Fernández forma parte del colectivo de Rebelión.