Traducido por Caty R.
El 26 de julio de 2007 en Dakar el presidente francés elegido dos meses y medio antes y en pleno estado de gracia según los institutos de encuestas de opinión, se sintió suficientemente legitimado y en terreno conquistado para pronunciar un discurso (surrealista) que un mes después continúa hundiendo a unos en el estupor y a otros en la indignación. Nunca habíamos oído producir y reproducir con semejante redundancia y tranquilidad tal sarta de tópicos y tanta ignorancia sobre la historia de África y Francia, además con una evidente mala fe sobre la realidad de la tragedia africana de Francia, la «Francáfrica» (1). Esta es la cuestión que comenta el ensayista y novelista Boris Boubacar Diop, autor de muchas obras en las que ha trabajado en la reconstrucción de los crímenes francafricanos. Su reacción merece una lectura profunda y una amplia difusión.
Quizá esté escrito en alguna parte que entre París y sus antiguas colonias del África negra las cosas no deben funcionar según las normas establecidas en el resto del mundo. La breve visita de Nicolas Sarkozy a Senegal habría podido pasar inadvertida pero, al contrario, le sirvió de pretexto para un discurso inaceptable que nunca se habría atrevido a tener fuera del «pré-carré» (figuradamente «coto privado», N. de T.), ante el más insignificante de sus pares. En Túnez y Argelia comprendió perfectamente que no le estaría permitido portarse como en países conquistados. Por otra parte tampoco tuvo derecho en el Magreb a la degradante acogida popular y folklórica que le ha dedicado Dakar. En esa atmósfera, que recordaba los tiempos de los gobernadores, pronunció una suerte de discurso sobre el estado de la Unión… francesa, por el que hasta se le podría reprochar que se ha confundido de época. Porque no hay que dejarse embaucar: aunque haya pretendido dirigirse a toda África, Sarkozy no es tan ingenuo como para imaginar que la voz de su país llega tan lejos como Johannesburgo, Mombasa o Maputo. Si los intelectuales de esta parte del continente, por una vez, han prestado atención a las declaraciones de un presidente francés, es porque se les había resumido previamente el contenido. Desde hace unos días, ellos mismos lo descubren con estupefacción al mismo tiempo que destapan las realidades de la Francáfrica.
Se entiende su cólera: hasta en los países francófonos, donde se creía haber tocado fondo desde hace mucho tiempo, todo el mundo opina que esta vez se ha pasado de la raya.
Ser un jefe de Estado relativamente joven e inexperto no le da derecho a nadie a ser también pueril. Cuando se dirige un país importante no se puede llevar demasiado lejos el juego de «yo-no-soy-como-los-demás». Esa falta de humildad de un hombre que todavía parece conmocionado por haber alcanzado tan fácilmente su meta le hizo enumerar, ante de un auditorio particularmente avisado, los tópicos más desoladores de la etnología colonial del siglo XIX. La ciencia política se interesará tal vez un día por este caso sin igual: un presidente extranjero que describe, desde lo alto de su metro sesenta y cuatro, el proceso de todos los habitantes de un continente y finalmente se atreve a ordenarles que se alejen de la naturaleza para entrar en la historia de la humanidad e inventarse un destino. Remozadas por autores franceses especialmente cuidadosos de fomentar el ambiente «negrófobo», estas tesis sirven para confirmar una lectura revisionista de la colonización, del genocidio de los tutsi de Ruanda y de la trata de negros. La frase «Son los africanos quienes vendieron a los negreros a otros africanos» es de una inepcia colosal, sencillamente indigna de un presidente de la República. Es un insulto a la memoria de las víctimas y una infame relativización de la violencia fundamental del comercio triangular. En toda la historia de la humanidad, una nación nunca oprimió a otra sin contar con la complicidad, e incluso el celo, de las elites de los países conquistados. Según las declaraciones de Robert Paxton -cuyo trabajo sobre Vichy es una referencia absoluta- Adolf Hitler no estaba especialmente interesado en la ocupación total de Francia: le bastaba con neutralizarla e instaurar allí simplemente una base militar. Son las autoridades estatales francesas de la época quienes le habrían presionado para que se mostrase un poco más ambicioso, que diablo. ¿Y quién, pues, sino el escritor Charles Maurras saludó como una «divina sorpresa» la entrada de los tanques alemanes en París el 14 de junio de 1940? El caso vale para otras partes del globo. Sin las vacilaciones culpables de Moctezuma -un hombre de carácter débil a la cabeza del poderoso imperio azteca- y la ayuda de los caciques de numerosas tribus indias, Hernán Cortés y su puñado de «conquistadores» no habrían conseguido someter a su ley a la casi totalidad de la actual América Latina.
El presidente francés ha rebasado los límites de lo tolerable y -incluso mucho más allá de los famosos «pays du champ» (2)- muchos descendientes de esclavos van a preguntarse cómo se ha llegado a una situación donde un responsable europeo puede permitirse mantener públicamente, en la misma escena del crimen, semejantes declaraciones sobre la trata de negros. La referencia a Césaire no cambia nada. La comparación no es del todo irracional pero Sarkozy no tiene suerte: en el mismo momento en que evocaba con fingida emoción «el ruido de alguien que se lanza al mar» un negro -o un árabe- era esposado y molido a golpes en el aeropuerto de Roissy.
En Dakar, el presidente de la República francesa se negó a llamar a la universidad por su nombre, porque le costaba sin duda pronunciar el de Cheikh Anta Diop. Esta actitud no le engrandece, por decirlo delicadamente; pone a desnudo los límites de un hombre sin embargo visiblemente decidido a demostrar ese día que era capaz hablar de otra cosa -y en otro tono- que de «racaille y karcher» (chusma y barredoras). Su deseo de acercarse a un público a quien debía saber hostil quizá le perdió un poco. El papel que se inventó (soy joven y te hablo a ti, joven de África) testimoniaba de todos modos -dicho sea de paso- una auténtica falta de delicadeza hacia su venerable anfitrión (el presidente de Senegal, Abdoulaye Wade, tiene 81 años, N. de T.).
No tendremos la crueldad de señalar a Sarkozy que el tuteo nos trae a la memoria muy malos recuerdos. Esto, al fin y al cabo, importa menos que su recurso repetitivo de un «yo» lleno de presunción. Lo necesitaba para imaginarse que ni la vida, ni sus padres o profesores enseñaron jamás nada a los jóvenes africanos, que siempre hubo un abismo entre la Verdad y ellos y que él, Nicolás Sarkozy, iba a restañar esas carencias de una vez por todas ese 26 de julio de 2007. Pero hasta el estudiante menos advertido de los que asistieron ya había desmenuzado muchas veces el Discurso sobre el colonialismo y oído a Césaire refutar uno tras otro, con claridad y precisión, los argumentos servidos por Sarkozy que, tal vez no lo sabe, pero su discurso en Dakar es mucho más viejo que él mismo. Se puede creer que está resueltamente dirigido hacia el futuro mientras que tiene los ojos clavados solamente en el retrovisor de su propia historia.
Nicolas Sarkozy además se creyó en la obligación de invitar a su auditorio a distinguir entre «buenos» y «malos» colonizadores. ¿Admitiría que un alemán aplicase la misma pauta de lectura sobre la historia de su país? Francia estuvo ocupada por Alemania sólo durante cinco años -y en condiciones infinitamente menos crueles que la colonización- pero esperamos el día en que, en lugar de reflexionar sobre un «sistema de dominación extranjera, violenta e ilegítima por su misma naturaleza», alguien tenga la audacia de hacer la selección entre los nazis de buena voluntad y los otros.
Al enumerar la lista de las plagas del continente, Sarkozy hace una discreta mención a «los genocidios» de los que la colonización no tendría ninguna «responsabilidad». Hay que estar atentos cada vez que se ve la palabra «genocidio» utilizada en plural por un representante del estado francés. El nuevo presidente llegó al poder en un contexto de tensión muy fuerte entre París y Kigali. La implicación de Francia en el genocidio de los tutsi de Ruanda está tan comprobada que a veces presentimos en ciertas autoridades del Hexágono como una tentación de pasar a las confesiones. En realidad es la única opción en este difícil asunto. Desgraciadamente París corre el riesgo, creando tal precedente, de ver abrirse la caja de Pandora de las derivas sangrientas de la Francáfrica. Para escapar del asunto se trata de demostrar la tesis de que Ruanda fue, mirándolo bien, sólo «un genocidio africano más» y que no hay porqué rasgarse las vestiduras. Antes que Sarkozy, Françoise Mitterrand y Dominique de Villepin -por citar sólo a dos- trataron de desembarazarse, con un decepcionante encogimiento de hombros, de un millón de muertos ruandeses. Sin embargo esa extraña teoría de las «soluciones finales» casi rutinarias en África no resiste el examen. Resulta, en efecto, que el genocidio, catalogado como el crimen absoluto por la comunidad de las naciones, está definido de manera particularmente estricta por la Convención de Ginebra de 1948. Y en el sentido que lo entiende ésta, el único genocidio en el continente en el siglo XX es el de los tutsi de Ruanda en 1994. Los otros dos -La Shoá y el genocidio armenio- ocurrieron en Europa y el cuarto en Camboya. Sarkozy no podía ignorar esto. Por lo tanto intentó, a propósito, sembrar la confusión en este doloroso tema que merece algo más que un ridículo tratamiento político.
Más cuidadoso, curiosamente, al evocar nuestro pasado más lejano que el presente, el orador se abstuvo de hacer la menor alusión a la Francáfrica, «el escándalo más largo de la República», según la expresión dolorida de François-Xavier Verschave, a pesar de que Sarkozy era muy esperado en ese tema, porque habría tenido que expresar muchas cosas que hay que decir sobre la política africana de Francia desde principios de los años sesenta. Él sabe bien que tras la fachada de las independencias París continuó, a base de golpes de Estado, apoyando regímenes dictatoriales y controlando totalmente los resortes económicos y al personal dirigente que hace la ley en sus antiguas colonias. Es así desde los tiempos del general de Gaulle; y sus sucesores, de izquierda o de derecha, siempre mantienen una línea de conducta a fin de cuentas muy provechosa: un lenguaje moderador estereotipado bajo los oropeles de los palacios y, en la sombra, el lenguaje de la fuerza con su retahíla de retorcidos golpes de diversas redes y servicios, intervenciones militares y asesinatos selectivos de personalidades políticas.
Por supuesto no se esperaba que Nicolas Sarkozy lamentase públicamente la implicación de su país -de la cual no hay ninguna sombra de duda- en el genocidio de los tutsi de Ruanda; tampoco que le acometiera un repentino acceso de sinceridad que le hiciera detenerse en el papel de Elf y ciertos grandes grupos financieros -a los cuales se dice que está muy vinculado- en el saqueo de los recursos del continente. Nadie, ni en los sueños más quiméricos, ha esperado nunca la menor confesión de esta naturaleza: en el mundo, como él lo ve, las cosas no pasan así. ¿Quién no se sorprendió, a pesar de todo, al atisbar en las últimas semanas señales de un principio de cambio? La relación francafricana ha alcanzado al final tal grado de putrefacción que se sabe condenada a largo plazo. De Ruanda a Costa de Marfil -pasando por las peripecias de la sucesión de Eyadema- las advertencias no faltan desde hace casi quince años. Hubiera sido hábil por parte de Sarkozy proveerse de un aura de reformador intrépido haciendo de la necesidad virtud. Pero hasta ese pequeño paso adelante, dictado por una asunción lúcida de las realidades del mundo y de los cambios del África llamada francófona, habría parecido de una audacia inaudita a los padrinos de la Francáfrica. El candidato Sarkozy se creyó autorizado para declarar que «Francia no necesita a África» pero no debió de ser difícil demostrarle al presidente la imprudencia de tales declaraciones. Su evidente mutismo sobre la Francáfrica demuestra claramente que no tiene la intención de operar una ruptura que pondría en apuros a Idriss Deby, Sassou Nguesso y sobre todo a su viejo cómplice Omar Bongo. Sin hablar de los amigos que no va a tardar en adquirir: presidentes en ejercicio y jóvenes delfines todavía imberbes que se atropellan, parece, a las puertas…
Ésos le oyeron rechazar cualquier idea de arrepentimiento desde la misma tarde de su elección y nunca se atreverán a enfadarle con el recuerdo de esta cuestión, delicada donde las haya. De todas las antiguas potencias europeas Francia es la única que tiene una relación casi obsesiva con su pasado colonial. El parlamento vota allí, con un candor increíble, las leyes negacionistas y su clase política parece hacer de la cuestión del arrepentimiento un asunto de Estado de una importancia excepcional. Nos gustaría recomendar a esas personas más serenidad. Lamentar los crímenes de los antepasados es un acto que sólo la propia conciencia puede dictar a un ser humano. Es, en sí mismo, un acto que pierde todo el valor si resulta de un precepto exterior. Sarkozy nunca podrá, naturalmente, resucitar a los muertos, ni siquiera curar completamente las heridas de antaño, aunque habría podido intentar, desde su posición, ayudar a las nuevas generaciones a la reconciliación de los corazones y los espíritus. Pero si no tiene la valentía de arrepentirse, que al menos tenga la decencia de callarse. Cuando Nicolás Sarkozy lanza: «Jóvenes de África, no vine para hablar de arrepentimiento», comete una grave inversión de los papeles. Es privilegio de la víctima y no del verdugo decidir si hay que evocar o no crímenes tan abominables. La reafirmación constante, a cada segundo, de su negativa a arrepentirse es una verdadera enfermedad del alma. Una sociedad cuyos dirigentes y muchos ciudadanos sólo tienen la relación de denegación compulsiva y gesticulante, revela en el fondo el malestar que los atenaza y merece, en realidad, más compasión que odio.
Al oír a Nicolás Sarkozy hablar así, a su conveniencia, sobre la trata de negros, podemos perder de vista que ésta ocasionó, a lo largo de varios siglos, por lo menos doscientos millones de víctimas, cifra que da Senghor en su biografía, importante obra de la catedrática de universidad estadounidense Janet G.Vaillant (3). Poco dado a la exageración en la materia, el ex presidente senegalés explicaba muy sobriamente en una carta a su biógrafa que el tráfico de bois d’ébène (seres humanos considerados como mercancías, N. de T.) continúa pesando a la vez en el presente y en el destino de África.
El poeta de Joal fue citado repetidas veces por Nicolás Sarkozy en términos elogiosos. Lo más irónico es que se puede pensar que Senghor seguramente no habría consentido que un invitado de Senegal dijera semejantes barbaridades ese 26 de junio sin replicarle de una forma u otra. El hecho de ser un político hábil nunca le impidió tener orgullo y sentido de la Historia.
Más allá de las relaciones de señor a vasallo que Sarkozy pueda mantener con sus servidores de la Francáfrica, lo que se oyó en Dakar desafía también a una cierta inteligencia africana francófona. Las desilusiones nacidas de las independencias -partidos únicos, guías-infalibles-de-la-nación, epidemias de golpes de Estado militares y corrupción- llevaron a ciertos autores a someter a África a una crítica sin piedad. A partir de finales de los años 80 nuestros sociólogos, historiadores o filósofos han publicado numerosos textos con la intención encomiable de diagnosticar el mal africano y provocar las condiciones psicológicas para un shock. De un modo menos elaborado pero a menudo movidos por la misma voluntad de favorecer un electrochoque, los novelistas por su parte narran, con la desmesura y los efectos de dilatación que sólo autoriza la ficción, el proceso de los sistemas políticos postcoloniales. Lamentablemente unos y otros tienden a confundir Estado africano y sociedad africana. Ésta era sospechosa de incubar, por el simple hecho de permanecer, los gérmenes de su propia destrucción muchas veces anunciada en la época -luego, enseguida, vuelta a posponer sine die-. Ahí está el ejemplo consumado de una visión simplista de la realidad africana que gira alrededor de sí misma, como la serpiente que se muerde la cola, con una cansada monotonía. Obviando las relaciones políticas reales de fuerza y el impacto decisivo del estado francés en las luchas de poder en cada país de su ex imperio del África subsahariana, la reflexión se polarizaba, con una obstinación singular, sobre los efectos evidentes del desastre en detrimento de sus causas profundas, menos espectaculares, es verdad.
Esa literatura, en principio destinada a los africanos, de hecho ha sido muy leída por los occidentales. Hizo sus delicias y les proporcionó un exquisito sentimiento de inocencia. Estos autores marcaban, sin saberlo, el camino de la «negrofobia» que aparece cada día un poco más apacible y liberada pero que sabe ser vulgar e injuriosa cuando llega el caso. En unos años, el «afropesimismo», por decirlo así, fue racializado y vaciado de la energía libertadora de la que era potencialmente portador. En Francia y el resto de Occidente los ensayistas africanistas se sirvieron ampliamente de eso para reavivar los prejuicios más incongruentes sobre el continente. Y muy a menudo se pusieron a cubierto detrás de esas obras para convencer de la pureza de sus intenciones a un público bastante poco advertido. En efecto, era difícil acusarlos de racismo ya que sólo recuperaban los análisis de sus homólogos de Dakar, Yaoundé o Abidjan.
Las declaraciones de Nicolás Sarkozy vienen en línea directa de ese universo vagamente africanizante siempre dispuesto a fustigar la competencia de la memoria y con tendencia a la suposición de que los negros se presentan como víctimas perpetuas de los demás. Su reunión de Agen el 25 de junio de 2006 es particularmente reveladora de esta filiación íntima. Sarkozy estuvo allí muy duro contra: «Los que escogieron deliberadamente vivir del trabajo de los demás, los que creen que se les debe todo sin que ellos deban nada a nadie, los que quieren todo rápidamente sin hacer nada, los que en vez de trabajar para ganarse la vida prefieren buscar en los repliegues de la historia una deuda imaginaria que Francia habría contraído con ellos y que a sus ojos no está saldada, los que prefieren atizar la sobrepuja de la memoria para exigir una compensación que nadie les debe en vez de intentar integrarse por el esfuerzo y el trabajo, los que no aman a Francia, los que exigen todo de ella sin querer darle nada, a ellos les digo que no están obligados a quedarse en el territorio nacional». Cuatro días antes estuvo como invitado de Franz-Olivier Giesbert en la emisión «Cultura y dependencias» y allí dijo textualmente: «Yo he recibido al padre malí y al hermano [de uno de los dos jóvenes electrocutados en un transformador EDF, hecho que dio origen a los motines de noviembre de 2005]. El padre, que está en Francia desde hace treinta años, no hablaba francés. El hijo, que nació en Francia y va a Malí sólo en vacaciones, iba en boubou (túnica africana)».
Que este líder político haya juzgado de esa forma a los emigrantes malíes por decir adiós a su ser querido en boubou o por no hablar francés, da la medida de su desprecio hacia los africanos y su cultura. Sin embargo no deberíamos olvidar que esa forma de pensar está hoy bastante extendida en Francia. La exposición de Sarkozy en Dakar llamó la atención porque es un jefe de Estado pero no dijo nada que no se haya leído u oído durante todo el pasado decenio a buena parte de los intelectuales europeos y también, hay que remarcarlo, a un sector de los propios pensadores africanos. Para el «afropesimismo», que por otra parte siempre ha sido una corriente filosófica difusa y casi inasequible, debería llegar la hora de una revisión desgarradora. De parte a parte de África, e incluso de parte a parte de cada país, están surgiendo procesos históricos complejos y novedosos. No es razonable prohibir un examen pormenorizado lejos de los prejuicios reductores. Es decir, la elección no está solamente entre una glorificación plácida del continente africano y su excesiva satanización. Esas son dos formas idénticas de encerrarse en una perspectiva perniciosa basada en la visión de un mundo occidental demasiado a menudo considerado en lo cierto -¿A santo de qué?- con respecto a nuestros «tiempos gloriosos» o nuestra «maldición». Instruir el proceso de las sociedades africanas es legítimo, pero es esencial saber de forma muy precisa de qué se habla. Y si no se encuentra un medio seguro de dirigirse con prioridad a los africanos, las cosas se quedarán todavía mucho tiempo como están, con gran daño para nuestras poblaciones.
Sería muy interesante conocer el balance que el propio presidente francés ha hecho, en su alma y su conciencia, de su visita a Dakar. ¿Quizá no ha comprendido hasta qué punto nos sentimos insultados? Desde un punto de vista rigurosamente político, su discurso es un error y no tardará en darse cuenta de ello: los africanos y los negros de la diáspora nunca le perdonarán. El tradicional lenguaje estereotipado habría servido mejor a los intereses de su país. Además le habría evitado ciertos efectos oratorios artificiosos que resultaron un poco patéticos. Finalmente, casi nos dan ganas de agradecer a Nicolas Sarkozy su visita que nos ha aportado, a su pesar, una valiosa información: desde el 16 de mayo de 2007 al nuevo -y torpe- Rey de la Francáfrica se le ha caído la careta.
(1) Francáfrica es la denominación que determinados medios franceses y africanos dan a la pervivencia en África de los modos de comportamiento propios del colonialismo francés. La Francáfrica es también la zona del continente africano en la que se siguen dando estos comportamientos.
(2) Durante la guerra fría, uno de los mayores ámbitos de la cooperación francesa estaba en África y los países que participaban en esa cooperación recibían el nombre de «Les pays du champ». Francia tiene todavía acuerdos bilaterales de defensa con países como Burkina Faso, la República Centroafricana, Congo, Gabón, Costa de Marfil (suspendido desde que llegó al poder el general Robert Guei), Ruanda, Togo y el ex Zaire.
(3) Vie de Léopold Sédar Senghor : Noir, Français et Africain, Janet G. Vaillant, ed. Karthala 2006, traducido al francés por Roger Meunier.
Original en francés:
http://www.afrikara.com/index
*Boubacar Boris Diop es un reconocido autor senegalés que nació en 1946. Novelista, ensayista, dramaturgo y guionista, fue director del periódico Matin de Dakar. En 1998 participó con otros 10 escritores africanos en un proyecto de escritura acerca del genocidio de Ruanda: «Rwanda: écrire par devoir de mémoire», producto del cual fue su obra Murambi, le livre des ossements. Además es autor de las siguientes obras:
Novela:
Le Temps de Tamango. París, L’Harmattan, 1981. Reedición: Paris, Le Serpent à Plumes, 2002.
Les Tambours de la mémoire. París, L’Harmattan, 1991, coll. Encres noires (Gran Premio de las Letras de la República de Senegal).
Les Traces de la meute. París, L’Harmattan, 1993.
Le Cavalier et son ombre, París, Stock, 1997.
Murambi, le livre des ossements, París, Stock, 2000.
Doomi Golo, Dakar, Papyrus, 2003.
L’impossible innocence, París, Éditions P. Rey, 2004.
Ensayo:
Negrophobie (en colaboración con Odile Tobner y François-Xavier Verschave). Les arènes, 2005.
*Caty R. pertenece a los colectivos de Rebelión, Cubadebate y Tlaxcala. Esta traducción se puede reproducir libremente a condición de respetar su integridad y mencionar al autor, a la traductora y la fuente.