Recomiendo:
0

Blues de la bolera

El racismo no muere fácilmente en Johnstown, Pensilvania

Fuentes: CounterPunch

Traducido del inglés para Rebelión por Germán Leyens

Acabo de ver en YouTube un fragmento de un vídeo filmado delante de una manifestación a favor de Sara Palin en Johnstown, Pensilvania, una ciudad en la que trabajé durante treinta y dos años. La multitud era estridente y racista, escupiendo despreocupadamente agravios groseros. El congresista John Murtha declaró posteriormente a un periódico de Pittsburgh que «No cabe duda de que Pensilvania occidental es un área racista…» Murtha fue rotundamente criticado por sus comentarios, sobre todo por republicanos, que tuvieron que establecer un nuevo récord de ironía. Murtha, por desgracia, dio justo en el blanco. El racismo era endémico cuando viví en Johnstown, y parece que poco ha cambiado. Lo que sigue es una historia que escribí sobre una confrontación en una bolera. Los eventos ocurrieron en 1984 pero, al parecer, podría perfectamente suceder hoy mismo en la Ciudad del Diluvio.

«Bolera»

Fue temprano por la tarde de un domingo a fines de invierno. Acabábamos de terminar nuestro partido, y yo estaba desilusionado por mi lamentable desempeño. Por algún motivo no podía impedir que mi muñeca izquierda se doblara cuando soltaba la bola, y esto llevaba a que se desviara desastrosamente hacia la derecha. Mis compañeros de equipo protestaban mientras mis resultados caían unos cuarenta bolos por debajo de mi promedio y se evaporaban nuestras probabilidades de ganar el campeonato de la liga. No era una liga implacable, así que se compadecieron cuando empaqueté mi equipo y me puse mi abrigo para irme. Al pasar junto al mesón de la gerencia, miré hacia el televisor en el muro. Mostraba un juego profesional de baloncesto y como soy un fanático del baloncesto, me detuve a mirar. Jugaban los Chicago Bulls contra los Boston Celtics. No me gustaban los Celtics y sus rabiosos hinchas y su arrogante director y ex director técnico, Red Auerbach. Me alegró ver que la estrella de los Bulls, Michael Jordan, estaba mostrando un juego espectacular, en camino a conseguir más de sesenta puntos en lo que terminó por convertirse en una victoria de los Celtics en doble tiempo suplementario.

Había otro hombre observando el juego, junto con su joven hijo. Lo reconocí – un jugador de bolos promedio y conductor de camión de reparto, una especie de bocacha, con una opinión de su pericia con las bolas superior a la que justificaba su habilidad. Normalmente, le habría ignorado, pero el gran juego de Jordan era tan excitante que simplemente tuve que decir algo al respecto. Así que dije: «Vaya, muchacho, ¿no es un jugador sorprendente?» Esa inocente observación provocó una diatriba del sujeto. «Ese nigger no es el mejor jugador. El mejor jugador es ese tipo blanco, Larry Bird.» Ahora bien, Johnstown es una ciudad racista. Es casi imposible entrar a un bar en un vecindario blanco y no oír la palabra ‘nigger‘ dentro de treinta minutos. Mientras entrábamos en calor para un partidillo de baloncesto, uno de mis estudiantes comentó que le gustaba el Boston Celtics porque era el ‘equipo blanco.’ En 1922, el alcalde de Johnstown ordenó que se fueran todos los residentes negros que no habían vivido en la ciudad desde más de cinco años. Los negros habían sido reclutados para trabajar en la ciudad por las compañías siderúrgicas después de la dura huelga de 1919, y el alcalde expidió la orden después de un incidente entre una persona negra y la policía. No se sabe exactamente cuántos afro-estadounidenses abandonaron la ciudad, pero el crecimiento de la población negra se detuvo. En los años ochenta, los negros constituían menos de un 3% de los residentes de la ciudad.

Pero, a pesar de que había vivido a menudo el racismo abierto en Johnstown, me sorprendió la vehemencia de ese hombre. Su cara se enrojeció, y se hinchaban las venas en su cuello. Dije: «¿Qué diferencia representa el color de su piel? Jordan es un gran jugador.» Me miró y gritó: «¡No me hable de negros! Viví cerca de ellos. Sé como son. No son buenos para nada.» Miré a su hijo y dije: «Oiga, realmente está dándole un lindo ejemplo a su hijo. Crecerá para ser un fanático como usted.» Al oírme, perdió control y dijo: «Oye, cuatrojos, te voy a sacar tus malditas gafas a golpes. Me importa una mierda quien seas.» Me di cuenta de que nadie en el mesón hacía el menor esfuerzo por calmar la situación. Así que solo dije: «¡Ándale, y pégame si quieres!» No lo hizo, recogí mi bolsa y me fui.

El cineasta Michael Moore censuró una vez a los liberales por no pasar mucho tiempo con trabajadores. Sugirió que deberían ir a los autódromos y a las boleras. Moore probablemente pensaba en los trabajadores como la ‘sal de la tierra,’ los hombres y mujeres que hacen el trabajo. Tiene razón, pero debiera recordar que ser trabajador no significa que la mente de una persona esté libre y limpia de odios peligrosos. El racismo de mi antagonista era tan obvio que inspiraba asco, pero no más que el de millones de otros.

La mayor parte del racismo es más sutil, tan compenetrado en el tejido de la vida diaria, que los blancos simplemente lo dan por sentado. Pasa por todas las clases, pero la de los trabajadores blancos es la más triste y es la que más dice sobre como este sistema económico deforma nuestras personalidades. El hombre que me enfrentó en la bolera era un conductor de camión de reparto, que hacía un trabajo de ínfima importancia a salario bajo. Obviamente había sido pobre cuando niño. Sin embargo, odiaba a los trabajadores más pobres y más explotados. Había sido llevado a creer que las gentes negras son lo más bajo de lo bajo, y por haber crecido con ellos, debía ser despreciable él mismo. Eso lo llenó de vergüenza pero la encaró llegando a pensar que las personas negras debían ser, en cierto sentido, responsables no sólo por su propia miseria, sino también por la suya. Su odio convirtió la vergüenza en superioridad, un sentimiento alentado por otros blancos, especialmente entre empleadores que utilizaban el racismo para introducir una cuña entre aquellos cuya alianza podía ser más peligrosa para su poder.

Me cuesta pensar en el incidente en la bolera sin recordar los ejemplos que me dieron maestros, amigos, clérigos, y otros adultos. El espectáculo de blancos pintados de negros que nos hizo presentar mi profesor de inglés en el noveno grado. El profesor de biología en el colegio, nada menos que un monje, quien nos dijo que si una mujer blanca daba a luz a un niño negro, tiene que haber habido un «nigger en la leñera.» La geografía de mi ciudad, en la que el sector en el que vivían los residentes negros era llamado «el barrio bajo.» Los interminables vituperios que mi padre soportó en la fábrica cuando mi hermana se casó con un negro. No negaré que se ha progresado en las relaciones raciales, pero los chicos blancos de las afueras que llenaban mis clases, todavía escribían hace unos pocos años graffiti racistas en los muros de los cuartos de baño, y se enfurecían al escribir sobre la asistencia social en sus ensayos. ¿Cuán diferente fue su formación de la mía? Los blancos son criados para ser racistas, y cuesta mucho superar algo semejante. Lo sé. Sigo tratando de lograrlo.

————

Michael D. Yates es editor asociado de la revista Monthly review. Es autor de «Cheap Motels and Hot Plates: an Economist’s Travelogue» y de «Naming the System: Inequality and Work in the Global Economy.» Para contactos con Yates diríjase a: [email protected]

http://www.counterpunch.org/yates10172008.html