El nuevo presidente de EEUU, cuando ocupe su puesto de mando en la Casa Blanca el año que viene, deberá hacer frente a un fenómeno que va a complicar el ya de por sí difícil aprendizaje de tan crítico cometido. Consiste en el hecho comprobado de que, a la vez que en los últimos años […]
El nuevo presidente de EEUU, cuando ocupe su puesto de mando en la Casa Blanca el año que viene, deberá hacer frente a un fenómeno que va a complicar el ya de por sí difícil aprendizaje de tan crítico cometido. Consiste en el hecho comprobado de que, a la vez que en los últimos años disminuían el peso y la influencia del presidente saliente -y también el prestigio de EEUU-, se ha venido extendiendo y agravando su más peligrosa herencia: lo que él denominó guerra global contra el terrorismo.
Todavía hace unos pocos días, cuatro helicópteros de las fuerzas especiales de EEUU cruzaron desde Iraq la frontera siria y atacaron un poblado. Ocasionaron varias víctimas que, según fuentes sirias, eran unos campesinos inocentes y, de acuerdo con el portavoz estadounidense, peligrosos terroristas de la organización Al Qaeda en Mesopotamia. Similares penetraciones transfronterizas encendieron el mes anterior las alarmas en Pakistán. La lucha contra el terrorismo parecería así un cáncer cuyas metástasis se extienden a otros países con el paso del tiempo.
No es esto lo peor, sino que proliferan también las declaraciones de altos cargos políticos de EEUU en el sentido de que, sea quien sea el próximo inquilino de la Casa Blanca, no podrá abandonar la vía que ha sido ya firmemente asentada por Bush. Dos carriles paralelos, construidos con sólido metal. Uno de ellos se denomina «guerra preventiva» (derecho a atacar basado en la simple sospecha de poder ser atacado) y es lo que desencadenó el caos en Oriente Próximo a partir de la invasión de Iraq. El otro podría conocerse como «soberanía limitada» (la misma expresión con la que desde Occidente tan acerbamente se criticó a la URSS de Leónidas Breznev) y se materializa en la idea de que las fuerzas de EEUU no reconocen ninguna frontera si se trata de hostigar a quienes son considerados enemigos.
En el Washington Post se leía que si el reciente ataque a Siria puede servir «para avisar a [el presidente] Assad de que EEUU no está dispuesto a respetar la soberanía de un régimen delincuente, habrá merecido la pena». Dicho de otro modo, en boca de un analista militar estadounidense: «Sólo puede reclamarse la soberanía si se respalda por la fuerza». Aviso que, sin duda alguna, se hace también con la vista puesta en Irán, para EEUU el delincuente internacional por excelencia, al que la política de Bush ha situado en la lista de los países «en busca y captura».
Así pues, quien ocupe la Casa Blanca se tendrá que mover inicialmente constreñido entre el supuesto derecho a atacar a cualquier país que sea sospechoso de constituir un peligro para EEUU y el de irrumpir militarmente allí donde se estime necesario para destruir a los presuntos enemigos. Varios altos responsables en Washington han expresado su esperanza de que tal doctrina «será adoptada también por el nuevo presidente». Éste es el principal y más peligroso legado del fundamentalismo «bushiano», que siempre ha considerado que mediante la fuerza militar se pueden resolver todos los problemas. Lo malo es que este modo de pensar constituye un sólido substrato de la mentalidad dominante en los sectores más tradicionales del pueblo estadounidense: los que sólo confían en «Dios y mis armas».
Pero también el nuevo presidente habrá de reflexionar sobre la naturaleza y las circunstancias de la situación que hereda y tendrá que reconocer que la estrategia de su antecesor ha conseguido incendiar y llevar el caos a una amplia zona del planeta que se extiende desde el Cuerno de África hasta el suroeste asiático. Eso, aparte de producir un daño, quizá irreparable, al prestigio y a la hegemonía moral del país que se venía considerando a sí mismo como faro de la democracia y defensor de los derechos humanos.
Si el resultado de esas reflexiones le incitase a modificar o abandonar la errónea estrategia de su antecesor, se le planteará otro serio problema, quizá de aún más difícil resolución: habrá de enfrentarse a las poderosas fuerzas interiores que se oponen a cualquier cambio. Es decir, las grandes corporaciones de la defensa, los intermediarios en la venta de armas, las instituciones más conservadoras de pensamiento político y estratégico y todos los sectores de la sociedad de EEUU que viven y prosperan apoyándose en el mito de la guerra global contra el terror. Que no son pocos.
Resulta lógico pensar que esta última opción sólo habría de preocupar a Obama, dado que McCain y su equipo no parecen dispuestos a modificar los aspectos esenciales de la política internacional de Bush. En cualquier caso, el legado político de Bush encierra una bomba de relojería para cuya desactivación se va a requerir mucha habilidad, inteligencia y flexibilidad. Cualidades, estas tres, de las que ostensiblemente carecen el ultrapatriótico John McCain y la esperpéntica Sarah Palin, y que sí cabe esperar -aunque sea cruzando los dedos- de los miembros de la candidatura del Partido Demócrata.
* General de Artillería en la Reserva