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Imaginario y espacio público en África

Por un entierro simbólico del colonialismo

Fuentes: Oozebap

La actitud de los nacionalismos africanos poscoloniales, en relación a las reliquias del colonialismo, no ha sido ni simple ni uniforme. Se han dado varias respuestas: en primer lugar, en los conflictos relacionados con la descolonización, o especialmente en los cambios políticos de los años setenta y ochenta, un cierto número de países intentaron liberarse […]

La actitud de los nacionalismos africanos poscoloniales, en relación a las reliquias del colonialismo, no ha sido ni simple ni uniforme. Se han dado varias respuestas: en primer lugar, en los conflictos relacionados con la descolonización, o especialmente en los cambios políticos de los años setenta y ochenta, un cierto número de países intentaron liberarse de los símbolos del dominio europeo e imaginar otros modos de organización de su espacio público. Para destacar la nueva condición en el seno de la humanidad, empezaron por el abandono de esos nombres que la conquista y ocupación les otorgó.

El «nombre propio»

Se trataba de que, al empezar por el nombre, volverían no sólo a ser propietarios de sí mismos, sino también propietarios de un mundo expropiado. Además, reanudaban las líneas de continuidad con una larga historia que el paréntesis colonial había interrumpido. Al otorgar a la antigua entidad colonial de la Costa de Oro (Gold Coast) el nuevo nombre de Ghana (antiguo imperio oeste-africano) o pasando de Rhodesia a Zimbabue, o del Alto Volta (Haute Volta) a Burkina Faso, el nacionalismo africano buscó, ante todo, reconquistar los derechos sobre sí mismo y sobre el mundo.

Pero sabemos igualmente que esta preocupación por el «nombre propio» no se produjo sin ambigüedad. Por razones más o menos aparentes, Dahomey (el nombre de un antiguo reino esclavista de la costa del África Occidental), por ejemplo, se convirtió en Benín. Otros países buscaron redibujar sus paisajes urbanos rebautizando algunas de sus ciudades. Salisbury se convirtió en Harare, de Fort Lamy se pasó a Nyadema, Fort Fourreau fue Kousseri, etcétera. De manera general, sin embargo, se conservaron las grandes referencias arquitectónicas del periodo colonial. Así, podemos pasearnos actualmente por la avenido Lumumba en Maputo admirando los edificios que constituyen la perfecta expresión del Art Déco transplantado en su colonia por Portugal. La catedral católica es, por su parte, el indicativo de una aculturación religiosa que no impidió la emergencia de un sincretismo cultural de los más notorios. En Maputo, por ejemplo, Karl Marx, Mao Tse Tung y Lenin conviven con Nyerere, Nkrumah y otros profetas de la liberación negra. Si bien la revocación de los símbolos coloniales tuvo lugar, ésta fue selectiva.

Pero es en el ex Congo belga que el encaje de las formas coloniales y nacionalistas ha llegado al más alto grado de ambigüedad. Aquí, el «nativismo» se ha substituido por la lógica racista recuperando, de paso, los idiomas principales del discurso colonial y disponiéndolos en la misma economía simbólica: la de la adoración mortífera al potentado -pero esta vez, al potentado poscolonial-. En primer lugar, bajo pretexto de autenticidad, el país fue llamado Zaire. Paradójicamente, los orígenes de este nombre se deben buscar, no en ninguna tradición ancestral, sino en la presencia portuguesa en la región.

Seguidamente, para penetrar el universo onírico de sus sujetos con el fin de atormentarlos mejor, el potentado poscolonial decidió que debía, como el Bula Matari (el Estado colonial) que lo había precedido, ser petrificado y esculpido. El culto laico al autócrata no ha tomado solamente la forma de enormes estatuas, formas grotescas fundidas en un metal de crueldad. También se ha traducido por la puesta en marcha de una economía emocional, mezcla de seducción y de terror, modulando lo viril y lo amorfo, lo verdadero y lo falso, empleando el ojo y el oído como orificios cuya función es la de abrir, de modo visceral, el cuerpo entero al discurso de un «poder africano» habitado, como el poder colonial, por el espíritu-perro, el espíritu-cerdo, el espíritu-chusma.

Otra configuración, mezcla de creatividad e inercia, es Sudáfrica, el país sin duda más urbanizado del continente, y donde ha ejercido con rigor, hasta recientemente, el último racismo de Estado del mundo tras la Segunda Guerra Mundial. Desde el fin de la supremacía blanca de 1994, los nombres oficiales de ríos, montañas, valles, aldeas y grandes metrópolis apenas han cambiado. Ocurre lo mismo con las plazas públicas, los bulevares y las avenidas. Todavía en la actualidad, uno puede dirigirse a su trabajo remontando la avenida Verwoerd (el arquitecto del apartheid), cenar en un restaurante del bulevar John Vorster, circular por la avenida Louis Botha, asistir a misa en una iglesia situada en la esquina de dos calles que llevan los nombres de lúgubres personajes de los años de hierro del régimen racista, etcétera. Montados sobre enormes caballos, los sinistros Kruger, Cecil Rhodes, Lord Kitchener, Malan y otros, disponen de estatuas en las grandes plazas de las ciudades. Desde universidades a pequeñas aldeas llevan sus nombres. Sobre una de las colinas de Pretoria, capital del país, se erige todavía el Vortrekker Monument, especie de mausoleo tan barroco como grandioso erigido a la gloria del tribalismo boer y que celebra el matrimonio de la Biblia con el racismo. En realidad, no existe ni un sólo pequeño aventurero blanco, buscador de oro o de diamantes, pirata, torturador, cazador, ex encargado en la administración bantú o ex gerente de prisión, que no disponga de una callejuela con su nombre en una u otra de las numerosas aldeas del país. Todas esas almas verdaderamente infames y perversas, acostumbradas en vida a guiarse constantemente por lo más bajo y despreciable (el racismo), hoy en día aparecen por todo el país como almas errantes. Todos han dejado sus trazas aquí, tanto en los cuerpos de los africanos a base de quemaduras y flagelaciones (un ojo arrancado por aquí, una pierna rota por allá, además de las mutilaciones, represiones, encarcelaciones, torturas y masacres), como también en la memoria de las viudas y huérfanos que han sobrevivido a tanta violencia y brutalidad.

La toponimia es tal que, si nos guiamos por los nombres de ciudades y de numerosas aldeas, pensaríamos que no estamos en tierra africana, sino en algún oscuro lugar de Holanda, Inglaterra, Gales, Escocia, Irlanda o Alemania. Una parte de los motivos arquitectónicos posteriores al apartheid prolonga esta lógica de la desorientación, como bien lo indica la obsesión por los modelos pseudo-toscanos. Peor todavía, muchos otros nombres constituyen, literalmente, insultos contra los habitantes originarios del país (Boesman, Hottentot, Kaffir y compañía). La gran humillación de los negros y su invisibilidad se escriben todavía con letras de oro sobre toda la superficie del territorio, e incluso en algunos museos. Paradójicamente, mantener esos viejos bastiones coloniales no significa ausencia de transformación del paisaje simbólico sudafricano. De hecho, este mantenimiento va de la mano con una de las experiencias contemporáneas más impactantes de trabajo sobre la memoria y la reconciliación. De todos los países africanos, Sudáfrica es, efectivamente, allí donde la reflexión más sistemática sobre las relaciones entre memoria y olvido, verdad, reconciliación con el pasado y reparación ha llegado más lejos. La idea, aquí, no es de destruir necesariamente los monumentos cuya función, en otra época, era la de disminuir la humanidad de los otros, sino de asumir el pasado como una base para crear un futuro nuevo y diferente.

Esto supone que los verdugos, que antaño fueron ciegos al terrible sufrimiento que provocaron, se comprometen actualmente a decir la verdad de lo que ocurrió -y, por consiguiente, a renunciar explícitamente al disimulo, el rechazo o a la negación del perdón-. Por otro lado, esto supone, por parte de las «víctimas», aceptar que la reafirmación de la fuerza de la vida en la cultura y en la práctica de las instituciones y del poder es la mejor forma de celebrar la victoria sobre un pasado injusto y cruel.

Este es, en definitiva, el sentido del proceso de memorialización que se está llevando a cabo. Se traduce por la sepultura apropiada de los esqueletos de aquellos que murieron luchando; el levantamiento de estelas funerarias sobre los mismos lugares donde cayeron; la consagración de rituales religiosos tardo-cristianos destinados a «curar» a los sobrevivientes de la ira y del deseo de venganza; la creación de muchos museos (el Museo del Apartheid, el Hector Peterson Museum) y de parques destinados a celebrar una comuna humanidad (Freedom Park); la floración de las artes (música, ficción, biografías, poesía); la promoción de nuevas formas arquitectónicas (Constitution Hill) y, especialmente, los esfuerzos de traducción de una de las constituciones más liberales del mundo en acto de vida, en cotidianidad.

Podríamos añadir, a los ejemplos anteriores, el de Camerún, Tomado por una conmoción orgásmica desde más de un cuarto de siglo, este país representa, por su parte, el antimodelo de la relación de una comunidad con sus muertos y, especialmente, aquellos donde la muerte es la consecuencia directa de los actos por los cuales se esforzaban a cambiar la historia. Es el caso, por ejemplo, de Ruben Um Nyobè, Félix Moumié, Ernest Ouandié, Abel Kingue, Osende Afana y muchos otros. Aquí, la conciencia del tiempo supone la última preocupación del Estado, incluso de la misma sociedad. Apresurados por los imperativos de la supervivencia y minados por la corrupción y la deshonestidad, muchos no ven que esta conciencia del tiempo y de la historia constituya una característica fundamental de nuestro ser humano. No ven que un país donde los muertos «no importan» es incapaz de alimentar una política de la vida: sólo puede promover una vida mutilada, una vida en suspenso.

Pensar y luchar

La memoria de la colonización no fue una memoria feliz. Pero, contrariamente a una tradición arraigada en la conciencia africana del victimismo, en la obra colonial no hubo sólo destrucción. La misma colonización está lejos de ser una máquina infernal. Es evidente que fue construida por líneas de fuga. El régimen colonial dedica la mayoría de sus energías tanto a querer controlar sus fugas, como a utilizarlas como una dimensión constitutiva, decisiva, de su autorregulación. No se puede comprender el modo en que el sistema colonial fue instalado, cómo se desarticula, cómo fue parcialmente destruido o metamorfosea en otra cosa si no se toman esas fugas como la forma misma que cobra el conflicto. Esto lo comprendieron, en su época, aquellos que el potentado colonial ha relegado a la condición de «rebeldes», «muertos excedentes de la historia» (Um Nyobè, Lumumba y otros) y privados de sepultura digna de llamarla así.

Hoy en día, la cuestión es saber cómo precisar los lugares desde los cuales resulta todavía posible pensar y luchar. Como hemos visto en Sudáfrica, esto empieza por una meditación sobre la forma de transformar en presencia interior la ausencia física de aquellos que se han perdido. Debemos pues meditar sobre esta ausencia y dar, haciéndolo, toda su fuerza a la cuestión del sepulcro, es decir, del suplemento de vida necesario a la rehabilitación de los muertos, en el seno de una nueva cultura que no debe, jamás, olvidar a los vencidos. Por nuestra situación actual, una gran parte de esta lucha lleva, necesariamente, a la crítica del orden general de las significaciones dominantes en nuestras sociedades. Pues, en la holganza, es fácil descalificar a quienes se aferran en pensar de forma crítica las condiciones de realización de la existencia africana, bajo el pretexto que se debe priorizar la nutrición de los hambrientos y curar a los enfermos. La gestación de una nueva conciencia dependerá, efectivamente, de nuestra capacidad en producir, cada vez, nuevas significaciones. Debemos retomar pues, como labor central de un pensamiento siempre abierto al futuro, la cuestión de los valores no mesurables, del valor absoluto -aquel que nunca puede reducirse al equivalente general que representa el dinero o la pura fuerza-.

Lo que, paradójicamente, nos enseñan la colonización y sus reliquias, es que la humanidad del hombre no viene dada: se crea. Y no se debe ceder ni un centímetro en la denuncia de la dominación y la injusticia, especialmente cuando ésta se comete por ella misma -en la era del fratricidio, es decir, esta época donde el potentado poscolonial no propone otra cosa que la evidencia desnuda de una existencia descarnada. Así pues, no podemos menospreciar lo simbólico y político de la presencia de estatuas y monumentos coloniales en los lugares públicos africanos.

¿Qué hacer? Propongo que en cada país africano se proceda inmediatamente a una recolección tan minuciosa como posible de las estatuas y monumentos coloniales. Que se reúnan en un único parque, que servirá al mismo tiempo de museo para las generaciones futuras. Este parque-mueso panafricano se usará como sepultura simbólica al colonialismo de este continente. Una vez realizado el entierro, que nunca más nos sea permitido utilizar la colonización como pretexto para justificar nuestras actuales desgracias. Asimismo, prometamos igualmente dejar de erigir estatuas, sea a quien sea. Y que, al contrario, florezcan por todos lados bibliotecas, teatros, talleres culturales, en definitiva, todo lo que alimentará la creatividad cultural del mañana

Achille Mbembe nació en Camerún en 1957. Es profesor de Historia y Política e investigador en el Wits Institute for Social and Economic Research (WISER) de la Universidad Witswatervand de Johannesburgo (Sudáfrica). Ha dirigido el Consejo para el Desarrollo de la Investigación en Ciencias Sociales en África (CODESRIA), con sede en Dakar. Autor de numerosos artículos, ha publicado también el influyente libro ‘De la postcolonie, essai sur l’imagination politique dans l’Afrique contemporaine’ (Karthala, 2000; segunda edición: 2005; edición inglesa: ‘On the Postcolony’, 2001).