La «Carta provocadora» (en Transición Obama, Ediesse) de Mario Tronti a los amigos del Centro para la Reforma del Estado (CRS), contra las expectativas mesiánicas puestas en Barack Obama, me parece dirigida más bien al Partido Democrático italiano que al nuevo presidente de los Estados Unidos. Obama, en efecto, no se hace pasar por lo […]
La «Carta provocadora» (en Transición Obama, Ediesse) de Mario Tronti a los amigos del Centro para la Reforma del Estado (CRS), contra las expectativas mesiánicas puestas en Barack Obama, me parece dirigida más bien al Partido Democrático italiano que al nuevo presidente de los Estados Unidos. Obama, en efecto, no se hace pasar por lo que no es, ha jurado la Constitución de su país, se propone restituirle el prestigio perdido, sin guerra y volviendo a poner en vigor los derechos políticos, no se declara ni comunista ni socialista ni socialdemócrata -palabras que en los Estados Unidos no tienen mucho sentido-. Es un demócrata americano que promete una sola cosa: cambiar la línea política interior y exterior de George W. Bush.
La podrá cambiar tanto como y tanto cuanto un presidente electo del Partido Demócrata la pueda cambiar, esto es dentro de un sistema capitalista donde el mercado, según sus propias palabras, es imbatible, y es lo único que los Estados Unidos conocen y aquello a lo que aspiran. ¿Es mucho? ¿Es poco? No es poco. El capitalismo tiene muchas caras, ninguna amable, pero desde hace bastantes años, según escribe Paul Krugman, nos muestra una de las peores. Que no nació con Bush, se impuso con Reagan. El eje de la misma fue un liberalismo salvaje, ya fracasado cuando lo predicaba von Hayek, pero vuelto a predicar por Milton Friedman y por sus Chicago boys, seguidos con entusiasmo por el Fondo Monetario Internacional, por los bancos Centrales así como por los tratados de la nueva Europa. Lo había inaugurado Thatcher en 1974 con la derrota de los laboristas, y el hundimiento de los «socialismos reales» en 1989 indujo a adherirse, confusos y arrepentidos, a los partidos que todavía se llamaban comunistas. Y con esto quedó hecho añicos lo que aún quedaba de «capitalismo benévolo» de cuño rooseveltiano y más tarde keynesiano. El retroceso de las condiciones de vida y de la consciencia de sí de parte de las clases subalternas ha sido grande, el salto tecnológico que podía haberlas liberado las oprimió y precarizó, sus representaciones se debilitaron y lo que en Europa se entendía por democracia -no tan solo votar cada cuatro o cinco años, sino negociar salarios y ser titulares de derechos basados en una idea distinta de sociedad- ha ido siendo triturada. Si en la segunda posguerra los estados del occidente de Europa habían tratado de gestionar el conflicto de clase, desde la mitad de los años 70 en adelante, y desde el 89, de forma atropellada, han desconocido incluso su existencia. Producir, como llegó a decir, incluso Berlinguer pasaba a ser un valor en sí mismo. A partir de aquí, Bush implantó la «guerra infinita» basando la gestión interna en la Patriot Act (del cual, dicho entre paréntesis, tan solo Il Manifesto se ha acordado a menudo). También la Unión Europea se ha erigido sobre esta filosofía, y cuando Bush pisoteó los bellos principios de los que aquella alardeaba, se declaró por completo americana (con la excepción de Francia).
Lo que ha sucedido, y ha facilitado el triunfo de Obama, es que la teoría y la práctica liberal han descarrilado haciéndose añicos. No han sido las izquierdas, la clase obrera o las multitudes, las que se han abalanzado sobre las vías, sino la hipertrofia de las finanzas -precisamente virtuales, aquellas de las que se ha podido esperar beneficios impensables en las inversiones productivas de bienes materiales o inmateriales-. Creció la especulación, el dinero se convertía en mercancía hasta el extremo de multiplicarse a partir de la nada, a partir de créditos incobrables, a partir de valores «tóxicos» mediante los que bancos y aseguradoras, después de haber chupado más allá de todo límite a los consumidores, se quitaron la responsabilidad de encima durante años, antes de verse obligadas a declarar de golpe, en el 2008 una bancarrota de dimensiones inimaginables. Ahora los estados echan mano de los fondos públicos, que serán pagados por los contribuyentes, para salvar a los bancos. Las grandes empresas, comenzando por la del automóvil, que ven disminuir a sus consumidores, reclaman del estado, también ellas, ayuda. Aquello que parecía ser una blasfemia, de la noche a la mañana ha pasado a ser considerado benéfico, y a ser exigido de forma apremiante por la muchedumbre de los economistas, antes liberales. Sobre todo, se ha dado gratis, sin contrapartida, salvo en el Reino Unido, y quizá en los Estados Unidos. Si a todo este derrumbe de las finanzas, al que siguen decenas de miles, y dentro de poco millones de despidos y una desocupación creciente, Obama consigue ponerle freno y restablecer controles, será beneficioso. No está dicho que tenga éxito, pero lo cierto es que la clase obrera o las masas, desprovistas de memoria y de una organización que no vacile, no están en condiciones de hacerlo. Si Obama consigue ponerle fin a la guerra, esto sería bueno también, y no está dicho que tenga éxito como consecuencia del odio sembrado en Oriente Medio y la injusticia absoluta cometida durante cuarenta años en relación con el conflicto entre Israel y los palestinos. Por duro que sea reconocerlo, todo esto depende de la potencia militar y todavía económica de los Estados Unidos y aunque tan solo se dé un cambio parcial de su rumbo, esto abriría ciertos márgenes. ¿Querrá intentarlo Barack Hussein Obama? ¿Tendrá éxito? Tronti lo duda y en cualquier caso, no lo considera suficiente. En su duda exagera. A lo que Obama ha dado voz es una revolución simbólica, la única que parece posible en nuestros tiempos, también a muchos de sus interlocutores de CRS, y las revoluciones simbólicas son, de todas formas, menos difíciles que las que alcanzan de raíz a las formas de propiedad y de poder, las cuales, por otra parte, son necesarias.
Los EEUU que en la actualidad han entronizado a Obama habían votado con las dos manos el segundo mandato de Bush, a los horrores y mentiras de su guerra, que todos conocemos. Ha sido necesario además que algo despertase a cerca del 16 por ciento de los ciudadanos del sueño abstencionista, quizás el exceso de muertos de una guerra demasiado «infinita», también un candidato más fuerte de lo que lo había sido Ferry y lo hubiera sido sola Hillary. Las primeras decisiones de Obama han confirmado, con la clausura inmediata de Guantánamo y, en la práctica, la Patriot Act, y al darle prioridad a la negociación poniéndola por encima y antes que la guerra, que no es un negro blanqueado. Lo dice también la por así llamarle, prudencia de Europa y la inflexión no sólo de Berlusconi -Dominijanni tiene razón- sino también de Sarkozy, por no decir la inquietud de Israel que se ha apresurado a lanzar y concluir la razzia sobre Gaza mientras estaban aún en sus cargos Bush y los suyos. Otra cosa es decir que el paso a un capitalismo menos belicista, más parecido al «compromiso socialdemócrata» no basta: no le basta a Tronti ni tampoco a mí. Pero no es al presidente de los Estados Unidos, precisamente, a quien yo le confiaría una revolución. A mí Obama me interesa porque su efecto en la apagada Europa quizá sea el de recomponer las fuerzas del viejo y nuevo proletariado que está hoy cogido por el cuello y aparece aplastado.
Contrariamente a Tronti, yo no creo que el máximo de incertidumbre, explotación y opresión alimenten mejor, actualmente, si es que alguna vez la han alimentado, una consciencia revolucionaria. Todo lo más, las revueltas, que para los estados son un mero problema de orden público. Ni los movimientos están en condiciones de substituir a una fuerza organizada y capaz de hegemonía. Esta me parece que está enteramente por reconstruir. Al igual que Tronti, y añadiré, que Rita Di Leo, soy una persona del siglo veinte, espero que no del todo pura cola de paja: es ésta una definición que no se pretende que sea totalmente descortés, de uno de los interlocutores, Mattia Diletti, de la «Carta Provocadora». Y que entre nosotros, es un léxico común aparecido entre los más jóvenes. Un paisaje dice cosas diferentes según lo mire un geólogo, un agrónomo, un terrateniente, un campesino, un pintor. En estos treinta años las miradas han cambiado más que el paisaje. Eso no sería grave si no se apresurasen a excluirse entre sí, también. Entre Mario Tronti y yo, divididos respecto de la naturaleza del agente de un cambio de fondo de las relaciones sociales, nos es común la atención a las relaciones de propiedad de los medios de producción, en tanto que ordenadores no únicos pero sí primordiales de una sociedad. Para los más jóvenes no es así. Pero sobre esto valdría la pena discutir.
Rossana Rossanda es una escritora y analista política italiana, cofundadora del cotidiano comunista italiano Il Manifesto. Acaba de aparecer en España la versión castellana de sus muy recomendables memorias políticas: La ragazza del secolo scorso [La muchacha del siglo pasado, Editorial Foca, Madrid, 2008]. Rossana Rossanda es miembro del Consejo Editorial de SINPERMISO .
Traducción para www.sinpermiso.info : Joaquín Miras
http://www.sinpermiso.info/textos/index.php?id=2331