Traducido del inglés para Rebelión por Germán Leyens
El presidente Barack Obama podría mejorar rápidamente las relaciones de EE.UU. con Latinoamérica si anunciara la muerte de la Doctrina Monroe y presidiera su funeral. Una tal declaración le costaría poco en el interior, y le aseguraría elogios y aprecio en toda Latinoamérica y gran parte del mundo.
La mayoría de los estadounidenses no conoce los detalles de esa política de 185 años de antigüedad, y no le interesa en lo más mínimo. Los latinoamericanos, al contrario, no sólo pueden describir la Doctrina Monroe, sino la vilipendian. En efecto, se ha convertido en nada más que una retórica vacía que ofende a la misma gente a la que pretende defender.
En 1823, el Secretario de Estado John Quincy Adams escribió, y el presidente James Monroe proclamó, una doctrina que afirmaba que el carácter político de EE.UU. es diferente del de Europa. EE.UU., declaró el presidente Monroe, consideraría la extensión de la influencia política monárquica de Europa hacia el Nuevo Mundo «como peligrosa para nuestra paz y seguridad.» Las potencias europeas debían dejar las Américas para los ‘americanos,’ advirtió, e implicó enérgicamente que existía una esfera de influencia de EE.UU. al sur de la frontera.
En la época, Europa se encogió de hombros. Después de todo, EE.UU. no poseía ni un ejército ni una armada formidable. Pero tres serios problemas desnaturalizaron fundamentalmente ese gesto aparentemente noble para proteger repúblicas recién independizadas en Sudamérica, contra la recolonización europea.
Primero, Washington hizo la proclamación unilateralmente. Los latinoamericanos no le pidieron protección. Los diplomáticos estadounidenses ni siquiera consultaron a sus homólogos. Era algo irónico, ya que la «protección» de la Doctrina involucraba que EE.UU. se posicionaba entre los países latinoamericanos y Estados europeos supuestamente malévolos.
Segundo, su paternalismo – la afirmación de que «nuestros hermanos del sur» carecían de capacidad para defenderse – provoca cólera y animosidad en Latinoamérica. Incluso si la implicación hubiese tenido una cierta validez en un cierto momento, ya no corresponde a la realidad de la región.
El tercer y más problemático aspecto que encara Obama por la obsoleta doctrina tiene que ver con su legado. Durante más de un siglo, EE.UU. ha intervenido periódicamente en los asuntos internos de países latinoamericanos. Normalmente EE.UU. invocaba la Doctrina Monroe – sin amenazas de Europa – para justificar intrusiones en su propio interés que han infligido fuertes daños a la dignidad y la soberanía latinoamericanas.
El corolario de Roosevelt
Bajo el presidente Theodore Roosevelt, la doctrina representaba la colonización informal de la mayoría de los países «independientes» de la cuenca del Caribe. El así llamado Corolario Roosevelt de la Doctrina Monroe reivindicaba el derecho de Washington de intervenir preventivamente y ocupar una nación latinoamericana, incluso si ningún poder europeo había amenazado todavía con imponer su poder en ella. Roosevelt afirmó que por endeudarse con un banco europeo, un país latinoamericano se debilitaba suficientemente como para ser vulnerable a la recolonización. Ergo, la intervención militar en anticipación se convirtió en una necesidad desde 1900 hasta 1933.
Tropas de EE.UU. invadieron Colombia en 1901 y 1902; Honduras en 1903, 1907, y 1911; y la República Dominicana en 1903, 1904, 1914, y 1916, ocupando el Estado isleño hasta 1924. Tropas de EE.UU. desembarcaron en Nicaragua en múltiples ocasiones, ocupándola unos 20 años, y ocuparon Cuba durante tres años (1906-1909) y Haití durante 20 años. Fuerzas de EE.UU. también hicieron incursiones en México, Panamá, Guatemala, y Costa Rica.
El presidente Dwight D. Eisenhower utilizó la doctrina en 1954 para justificar el derrocamiento de un gobierno democráticamente elegido en Guatemala. El presidente John F. Kennedy la adoptó desde 1961 hasta 1963 al atacar a Cuba, y el presidente Lyndon B. Johnson alzó su bandera en 1965 cuando envió 23.000 marines a la República Dominicana para apoyar a generales que gobernaron tiránicamente el país durante los 13 años siguientes. El presidente Ronald Reagan dijo que era la base para las guerras de la CIA que mantuvo en Nicaragua, El Salvador, y Guatemala durante las cuales murieron más de 200.000 centroamericanos, así como en el ataque de EE.UU. contra Granada.
Por esas razones históricas, el «monroeismo» tiene un significado profundamente negativo en Latinoamérica y el Caribe. En toda la región, la simple mención de la Doctrina Monroe deja entrever una inminente agresión estadounidense.
Casi dos décadas después del fin de la Guerra Fría, las elites políticas de EE.UU. siguen aferradas a esta doctrina como un axioma de la política de EE.UU. En los últimos años agregaron como el último corolario, una exigencia de que los gobiernos latinoamericanos adopten sistemas económicos neoliberales. No es sorprendente que los latinoamericanos hayan elegido dirigentes – en Argentina, Brasil, Bolivia, Chile, Ecuador, Nicaragua, Paraguay, Guatemala, Honduras, Uruguay, y Venezuela – quienes repudiaron no sólo la hegemonía implicada en la doctrina, sino las reglas económicas que la acompañan actualmente. Insignemente, ni un solo país del hemisferio occidental apoyó a EE.UU., en octubre, cuando la Asamblea General votó por 185 contra 3 para terminar el embargo de EE.UU. contra Cuba.
Gracias a elecciones
Durante la última década, ciudadanos en Venezuela, Brasil, Argentina, Bolivia, Ecuador, Nicaragua, y otras naciones centroamericanas han declarado su oposición a políticas económicas neoliberales respaldadas por EE.UU. y votaron por candidatos que esquivan la noción de una hegemonía perpetua de EE.UU. Las elecciones terminaron por destruir la doctrina. La nueva ola de dirigentes desafía la supremacía de EE.UU. El año pasado, el presidente boliviano, Evo Morales, hizo lo que hubiera sido impensable hace dos décadas: Expulsó a la DEA. Ecuador echa una base militar de EE.UU.
La mayoría de las naciones latinoamericanas desafía ahora a EE.UU. en algunas importantes decisiones políticas. Chile y México, miembros del Consejo de Seguridad, votaron contra Washington cuando se presentó la crucial resolución de la ONU que habría aprobado la invasión de Iraq por Bush. Y la influencia de EE.UU. ha seguido siendo erosionada por los lazos diplomáticos, económicos y militares más fuertes con China, Rusia e Irán que desarrollan varios países de la región.
Ante los hechos, el presidente Obama debiera anunciar lo antes posible – y no después de la Cumbre de las Américas en Trinidad a mediados de abril a la que planea asistir – que la Doctrina Monroe está muerta y enterrada. Su acto podría servir como un catalizador retórico para desarrollar una verdadera cooperación que reconozca la nueva condición de Latinoamérica. Sólo el funeral de esa doctrina del Siglo XIX posibilitará que EE.UU. dé a luz una política sana.
————-
Philip Brenner es profesor de relaciones internacionales en American University. Su libro más reciente es: «A Contemporary Cuba Reader» (Rowman and Littlefield, 2008).
Saul Landau es vicepresidente de la mesa de directivos del Instituto de Estudios Políticos. Su libro más reciente es. «A BUSH AND BOTOX WORLD» (CounterPunch / AK Press).