De acuerdo al reconocido intelectual británico Martin Kettlese: «Según lo cree gran parte de su pueblo, Estados Unidos no es como el resto del mundo. A sus ojos, el suyo no sólo es un lugar especial, sino que constituye la manifestación de un propósito divino. ¿Se encuentra ese país a la vanguardia del mundo moderno […]
De acuerdo al reconocido intelectual británico Martin Kettlese: «Según lo cree gran parte de su pueblo, Estados Unidos no es como el resto del mundo. A sus ojos, el suyo no sólo es un lugar especial, sino que constituye la manifestación de un propósito divino. ¿Se encuentra ese país a la vanguardia del mundo moderno o se trata de una nación en rebelión frente al mundo moderno?».i
¿Se encuentra Estados Unidos volcado hacia el futuro o hacia el pasado? Intentar responder a esta pregunta resulta fundamental si aspiramos a comprender a ese país.
Sus excesos de religiosidad lo transforman en un pueblo más cercano a los fundamentalistas del Medio Oriente, que a sus congéneres de Occidente. El 39 por ciento de los estadounidenses se califica a sí mismo como «cristianos vueltos a nacer». También un 39 por ciento interpreta literalmente lo dicho por la Biblia. Un 46 por ciento de los cristianos norteamericanos y un 71 por ciento de sus protestantes evangélicos creen en el «Armagedón» (la guerra del fin del mundo) y en la próxima «Segunda Venida de Cristo». Igualmente, el 31 por ciento de los estadounidenses cree en un Dios bravo y vengativo que castiga al no creyente. Sólo uno de cada cuatro norteamericanos cree en la teoría de la selección natural de las especies.ii
En ningún otro lugar del mundo occidental la influencia de los integristas religiosos resulta tan elevada ni su presencia en los medios de comunicación tan notoria. Tal como señala Walter Russell Mead: «Estupefactos por las encuestas recientes, que muestran que la mayoría de los estadounidenses rechaza la teoría de la evolución, intelectuales y periodistas de Estados Unidos y de afuera se preparan para un asalto masivo en contra de la ciencia darwiniana». iii
También su puritanismo social resulta atípico. Herencia directa de los calvinistas que llegaron a Nueva Inglaterra en 1620, el mismo se expresa a todos los niveles de su organización ciudadana. Según John Micklethwait y Adrian Wooldridge: «Los americanos están determinados a penalizar, regular, legislar o a asignarle un carácter patológico a las más insignificantes amenazas sociales. Ningún país crea más reglas para mantener bajo control los más pequeños desórdenes de la vida humana».iv De acuerdo al filósofo francés Bernard-Henry Levy: «En su metódico, y a ratos obsesivo puritanismo, sueñan con quemar los vicios y las vanidades en las hogueras de cada rincón de América».v Baste recordar el caso Lewinsky, para darnos cuenta de los extremos a los cuales puede conducir dicho puritanismo. Un país girando durante meses y meses en torno a las travesuras sexuales de antecámara de un Presidente, con la consiguiente parálisis de la gestión de gobierno.
Su particular concepto del castigo se encuentra íntimamente ligado a lo anterior. Ningún otro país occidental visualiza la retribución a los delitos con igual dureza ni evidencia tal predilección por la pena de muerte. De acuerdo a Micklethwait y Wooldridge: «Setenta por ciento de los estadounidenses respalda la pena de muerte, tal como lo muestra Gallup…La mayoría de los estadounidenses cree que la pena de muerte no es impuesta con frecuencia suficiente…Las ejecuciones resultan tan populares en términos de captación de votos que los estados evidencian un 25 por ciento de incremento en la tendencia a llevar a cabo ejecuciones en los años de elecciones de gobernadores».vi Los extremos a los que puede llegarse en este sentido quedaron evidenciados el 13 de diciembre del 2005, con la ejecución en California de Stanley Tookie Williams: un criminal regenerado, cuya militancia a favor de la prevención del crimen le había valido varias candidaturas al Premio Nobel de la Paz.
Su mitología nacional la hace percibirse a sí misma como una sociedad elegida por Dios: la «Nueva Israel». Ello da sustento a una suerte de religión seglar asumida con intensidad similar a la de su fervoroso cristianismo. La misma se expresa a través de la convicción de disponer de un modelo societario superior y de constituir la expresión de una historia excepcional en los anales humanos. La suya es la «Ciudad sobre la Colina» preconizada por John Wintrhrop, destinada a servir de ejemplo a la humanidad. Por extensión, ello implica el impulso misionero de difundir su modelo por el mundo. El wilsonianismo (proveniente de Woodrow Wilson) constituye la más lograda expresión de esta vocación de evangelismo seglar.
También formando parte de su mitología nacional aparece el llamado «espíritu de frontera». Al igual que el «excepcionalismo», aludido en el punto anterior, éste responde a la creencia de ser un pueblo que se ha forjado a sí mismo enfrentando amenazas y peligros. En su esencia simboliza el temor ante la hostilidad circundante, ese temor que experimentaron los colonos originarios ante un nuevo mundo y los conquistadores del Oeste en su expansión hacia horizontes cargados de amenazas. De acuerdo a Ziauddin Sardar y Merryl Wyn Davies: «La frontera del Oeste no es historia, es la expresión de ideas acerca del significado de la historia, un genuino espacio mítico. Es atemporal…La frontera del miedo, al igual que ocurrió con la frontera del Oeste, está siempre en continuo movimiento».vii El «espíritu de frontera» se expresa en la necesidad de estar armados, lo cual se proyecta a escala individual y como nación. Pero también se expresa en la convicción de que no importa cuan armado se esté, pues el riesgo siempre estará presente. La paranoia extrema resultante del 11 de septiembre, se inscribe dentro de una tradición que abarca desde las brujas de Salem hasta el mccarthismo. Es la tradición del enemigo que acecha.
Como consecuencia directa de lo anterior se encuentra el derecho a portar armas consagrado por la Segunda Enmienda de la Constitución. Expresión de la «milicia armada» que se enfrentó a las fuerzas británicas y que le dio su libertad a los Estados Unidos, dicha enmienda pervive como un anacronismo histórico que permite que cualquier ciudadano debidamente identificado pueda comprar un arma. Ello ha hecho de ese país una de los lugares más violentos de la tierra donde, de acuerdo a The Economist de fecha 21 de abril del 2007, 240 millones de armas se encuentran en manos de la población. Es decir, más armas que adultos. Permite, a la vez, que periódicamente se produzcan matanzas al estilo Columbine o Virginia Tech, donde decenas de seres humanos mueren absurdamente ante el fácil acceso a la compra de armas por parte de desequilibrados mentales.
Su dinámica social se encuentra anclada en los «padres fundadores», así como en Locke y los liberales ingleses del siguiente siglo, el XVIII. Ello se manifiesta a partir de su temor a la «dictadura de las mayorías», con la consiguiente necesidad de promover una sociedad compuesta por grupos e intereses contrapuestos. La democracia pasa así a ser concebida como una proliferación de minorías a cuya protección debe abocarse el Estado. El resultado de ello es la primacía del interés de los grupos de presión por sobre el interés general, en un entorno en el cual la satisfacción de los más diversos intereses grupales termina sin dejar espacio a los del conjunto social.
Estados Unidos se nos presenta, a no dudarlo, como una sociedad aplastada por la carga de su historia. No en balde el reconocido futurólogo Jeremy Rifkin señalaba que «el espíritu americano languidece cansadamente en el pasado».viii El país pareciera revestirse, en efecto, del ropaje de la tradición, de la inamovilidad de las viejas concepciones y de una rigidez social poco proclive a las transformaciones.
La suya es una cultura de la «virtud» asentada en los valores inmanentes definidos por los padres fundadores, en la que Dios y la protección divina constituyen referencias cotidianas. Una sociedad proclive a los fundamentalismos por la fijación en sus raíces y por la percepción de su sentido de «misión».
El contraste con Europa no puede resultar mayor. Mientras una nación joven en el tiempo como lo es Estados Unidos luce aferrada a su pasado, un continente cargado de historia como lo es Europa no teme reinventarse y reconfigurarse continuamente a sí mismo. No teme a la innovación y a la experimentación. No teme a los retos de una cima que cada vez se plantea como más elevada y ambiciosa. Europa, por la audacia y la vitalidad de su comportamiento, evidencia todas las manifestaciones de la juventud.
Sin embargo, nadie podría negar la extraordinaria vitalidad de los Estados Unidos en áreas como la gerencia, las finanzas (hoy en entredicho), los servicios en general, la industria, la ciencia, la tecnología, la academia o la industria del entretenimiento. ¿Quién podría catalogar a dicho país como envejecido en campos como esos?
Así las cosas, nos encontramos con la curiosa paradoja de un país que a pesar de liderar al mundo en tantos sectores, sigue hablando y pensando de manera extrañamente arcaica. La suya es una incomprensible amalgama entre factores extremos de tradicionalismo y modernidad.
Intentando responder a Martin Kettlese, habría que decir que Estados Unidos se encuentra simultáneamente a la vanguardia del mundo moderno y en rebelión en contra del mundo moderno. No en balde buscar comprender a los norteamericanos resulta un ejercicio tan complicado.
» America is caught in a conflict between science and God», The Guardian , 26 de noviembre, 2005.
ii Ver Phillips, Kevin, American Dynasty , London, Penguin Books, 2004; Micklethwait, John y Wooldridge, Adrian, The Right Nation , Penguin Books, 2004 y Tim e, 6 de noviembre, 2006.
iii «God´s Country?», Foreign Affairs , New York, septiembre/octubre, 2006, p.34.
iv Idem, p. 302.
v American Vertigo , New York, Random House, 2006, p. 278.
vi Op.cit., p. 369.
vii American Dream, Global Nightmare , London, Icon Books, 2004, pp. 47 y 48.
viii Newsweek, 26 de marzo, 2007.
*Académico y diplomático venezolano. Embajador de su país en Madrid y antiguo Embajador en Washington, Londres, Dublín, Brasilia y Santiago de Chile. Autor de diesiseis libros en política internacional.