El 11 de febrero Nelson Rolihlahla Mandela cumplió 20 años de regreso a la libertad. Tenía por entonces 72 años y desde los 45 había vivido en la cárcel. Su esposa de entonces, Winnie, que había soportado durante años las humillaciones y las persecuciones, fue a esperarlo esa mañana a la prisión Victor Verster, en […]
El 11 de febrero Nelson Rolihlahla Mandela cumplió 20 años de regreso a la libertad. Tenía por entonces 72 años y desde los 45 había vivido en la cárcel. Su esposa de entonces, Winnie, que había soportado durante años las humillaciones y las persecuciones, fue a esperarlo esa mañana a la prisión Victor Verster, en Ciudad El Cabo. Allí había estado Mandela los últimos 11 años de su vida. Antes había pasado 16 largos inviernos confinado en Robben Island.
Ese 11 de febrero de 1990 salía en libertad el preso político más sufrido y más solidario de la historia de las luchas populares del siglo XX. El que había pasado aislamiento y vejaciones, el que había rechazado sin la más mínima duda el ofrecimiento del régimen blanco de salir en libertad a cambio de legitimar el racismo. La oferta había sido en 1980 y consistía en que Mandela aceptara mudarse a uno de los bantustanes, como llamaban a territorios donde los pobladores vivían sometidos al racismo con cierta resignación. Mandela hizo público el ofrecimiento y su rechazo. Eran tiempos de lucha clandestina y de crímenes inhumanos. La fe del líder, su sacrificio personal, fue oxígeno para miles y miles de militantes del Congreso Nacional Africano.
Esa mañana Winnie lo esperaba en la puerta del penal. Mandela, vestido con saco y corbata, salió y sonrió con la misma naturalidad con la que pasó en las sombras la friolera de 9.855 días. En el momento en que los fotógrafos quisieron disparar las cámaras, Mandela desplegó una sonrisa plácida, la del hombre que estaba en paz consigo mismo y con las privaciones que había sufrido. Pero, además, para que no quedaran dudas, con una mano tomó a Winnie y levantó la otra, apretó su puño con fuerza y decisión, confirmando que estaban frente al líder de la nueva Sudáfrica. Mandela desafiaba al régimen que empezaba a dar los primeros síntomas de agotamiento.
El apartheid se había establecido en 1948, apenas tres años después de los juicios de Nuremberg, cuando la humanidad quedaba estupefacta por los crímenes del nazismo, basados en la idea de una raza superior. El apartheid llevaba medio siglo de existencia, había empezado prohibiendo los matrimonios interraciales y, en una escalada demoníaca, terminó estableciendo un régimen esclavista. El contraste de la Sudáfrica de esos años era pornográfico: las empresas mineras de oro y diamantes más ricas del planeta en manos de algunas familias boers y millones de xhosas, zulúes y de otras nacionalidades sin ninguna clase de derechos. El ejemplo más dramático lo daba Soweto, una gran villa miseria de un millón de habitantes, rodeada por muros y alambres de púas, adonde sus pobladores no podían regresar después de las seis de la tarde a riesgo de ser encarcelados o ejecutados sumariamente. Soweto cobró notoriedad en 1976 cuando unos chicos que cursaban el secundario protestaron porque les impartían la educación en idioma afrikaans, la lengua del opresor, mientras que no podían siquiera hablar en swahili en las clases. Mandela, que estaba encarcelado por entonces, tenía su casa en Soweto y muchas de las placas que recuerdan a las víctimas de esas luchas (chicos de entre 13 y 18 años) fueron colocadas frente al domicilio del revolucionario preso.
Nacido un 18 de julio
Miles y miles de luchadores de todo el mundo, durante los revolucionarios años sesenta y setenta pasaron larguísimas temporadas en la cárcel y fortalecían su espíritu con el ejemplo de ese luchador altivo y humilde confinado en una isla. Mandela y otros militantes del Congreso Nacional Africano fueron logrando mejorar sus condiciones de encarcelamiento y llamaron «la Universidad» a esa espantosa prisión. Durante los recreos y horarios que podían compartir organizaban cursos, intercambiaban conocimientos y, por sobre todas las cosas, se preparaban para volver a la lucha. Mandela era abogado y transmitió a sus compañeros algunos de los conocimientos que había adquirido durante su formación académica. Curiosamente, le había ganado por unos años al régimen del apartheid, ya que ese sistema empezó en 1948, y él había logrado su título un tiempo antes.
Mientras el régimen racista lanzaba, una a una, las disposiciones racistas, en 1955 el Congreso Nacional Africano lanzó una campaña para el establecimiento de un Estado multirracial, igualitario y democrático, una reforma agraria y una política de justicia social en el reparto de la riqueza. La réplica fue la creación de los bantustanes, para confinar sobre todo a los luchadores. Mandela, junto con otros dirigentes, convocó a la resistencia civil. El régimen blanco quiso escarmentar y en Sharpeville la policía masacró a la multitud desarmada, matando a 69 manifestantes. De inmediato la persecución se extendió a todo el país y Mandela fue detenido, durante unos meses, en 1961.
Al ser liberado, en vez de achicarse, redobló la apuesta: ante el estado de sitio y la represión abierta, el incipiente líder revolucionario se puso al frente de una nueva organización clandestina, que se constituía en el brazo armado del Congreso Nacional Africano. Así surgió la Lanza de la Nación, que comenzó con acciones de sabotaje y ataques con células rudimentarias de lucha armada. Tras viajar por varios países africanos y establecer alianzas con otros movimientos revolucionarios, de regreso al país Mandela fue detectado y capturado. En esos tres años se había constituido en el referente de la confrontación abierta de un gobierno tan criminal como poderoso. Por supuesto regía la pena de muerte y cuando fue llevado a juicio sabía que podían ahorcarlo al fin de sus declaraciones frente al tribunal. Mandela, abogado como Fidel Castro, que había sido juzgado diez años atrás por una causa similar, al igual que el líder cubano asumió su propia defensa. Algunas de sus altivas afirmaciones fueron música para los oídos de los militantes que seguían luchando en la clandestinidad. «Señoría, detesto intensamente la discriminación racial y todas sus manifestaciones. La he combatido durante toda mi vida. Ahora mismo la estoy combatiendo y continuaré haciéndolo hasta el final de mis días.»
Invicto
Mandela es hijo de un líder tribal de la comunidad xhosa, la mayoritaria en Sudáfrica. En 1994, apenas cuatro años después de salir en libertad, ganaba la presidencia por una mayoría abrumadora. No sólo lo votaron los xhosas, sino los zulúes, la extensa comunidad hindú y también muchísimos blancos. Ese mismo año publicó su autobiografía, Un largo camino a la libertad, que comienza con bellas palabras: «No nací con hambre de libertad, nací libre en todos los aspectos que me era dado conocer. Libre para correr por los campos cerca de la choza de mi madre, libre para nadar en el arroyo transparente que atravesaba mi aldea (…) Sólo cuando empecé a comprender que mi libertad infantil era una ilusión, cuando descubrí, siendo joven, que mi libertad ya me había sido arrebatada, fue cuando empecé a añorarla».
Mandela se encontraba con una cita incómoda, ya que Sudáfrica había sido elegida para ser sede del campeonato mundial de rugby 1995. El rugby era el símbolo del deporte blanco. Y, una vez más, Mandela demostró que no hay nada incómodo para él. Llamó entonces al capitán de los Springboks, la selección nacional que tenía un solo jugador negro entre 25. François Pienaar fue un aliado importante para el presidente en ese torneo. Los jugadores blancos cantaron el nuevo himno, lucieron en la camiseta la nueva bandera nacional y, además, se quedaron con la copa de oro. Por supuesto, Mandela, con sus 77 años, 27 de los cuales los pasó en las cárceles del odio racial, fue el hincha número uno, aplaudió los tries sudafricanos y dio un paso más para avanzar en la búsqueda de ese Estado multirracial por el que había dispuesto jugarse la vida en 1960. Un detalle, menor, pero ilustrativo: a mediados de enero se jugó en Mar del Plata un torneo de rugby con equipos de siete jugadores en vez de 15 (seven) y lo ganó el seleccionado sudafricano, que tenía una abrumadora mayoría de jugadores negros.
Fuente: http://www.prodiario.com.ar/despachos.asp?cod_des=64970&ID_Seccion=17