La situación en Libia es muy compleja, eso es evidente. Por lo que hace falta un análisis, no basta con las reacciones instintivas -en un u otro sentido- de algunos sectores de los movimientos sociales y de izquierdas occidentales. Con estas notas no se pretende ofrecer una respuesta completa y final, sino aportar elementos que […]
La situación en Libia es muy compleja, eso es evidente. Por lo que hace falta un análisis, no basta con las reacciones instintivas -en un u otro sentido- de algunos sectores de los movimientos sociales y de izquierdas occidentales. Con estas notas no se pretende ofrecer una respuesta completa y final, sino aportar elementos que nos ayuden a decidir qué debemos decir y, aún más importante, hacer, ahora mismo.
No a la intervención
Si sólo podemos decir una cosa respecto a Libia, ahora mismo ésta debe ser ¡No a la intervención!
La Zona de Exclusión Aérea nunca iba a consistir en la simple e inocente protección de los sublevados. Se sabía que implicaría ataques aéreos, dirigidos en principio contra las instalaciones militares de Gadafi. Pero, como dijo Joan Roure, director de noticias internacionales de TV3, en una charla para Aturem la Guerra, los bombardeos aéreos nunca son quirúrgicos, siempre hay «daños colaterales». Es decir, al atacar las instalaciones antiaéreas de Gadafi en Trípoli, se mata a civiles, quizá algunos de ellos procedentes de los mismos barrios obreros que se han manifestado reiteradamente contra Gadafi desde el inicio de la revolución libia.
La hipocresía de la intervención es sobrecogedora. Cuando Israel llevaba a cabo sus masacres en el Líbano y Gaza, ningún país occidental ni tan siquiera exigió que el Estado sionista parase, ni mucho menos pensó en obligarlo a hacerlo con misiles y bombas. Entre los que atacan Libia ahora están los protagonistas de las ocupaciones de Afganistán e Irak, que han provocado cientos de miles de muertos.
Lo más flagrante es que en el mismo momento en que la «coalición internacional» interviene bajo el pretexto de defender a los opositores libios, Arabia Saudita -que colabora en esta coalición- envía mil soldados a Bahrein para sumarse a los ataques mortíferos contra los opositores en ese país. Las protestas masivas en Yemen ya han sufrido decenas, quizá centenares de muertos, a manos de las fuerzas de seguridad de Saleh, firme aliado de Occidente. Aquí tampoco habrá intervención para acabar con la violencia del dictador.
Si los países occidentales realmente quisieran ayudar a los pueblos del mundo árabe en su lucha por la democracia, saldrían de manera inmediata de Afganistán e Irak; dejarían de apoyar a todas las dictaduras de la región, rompiendo con ellos en lo político, lo económico y lo militar; por encima de todo, dejarían de apoyar los crímenes de guerra de Israel y lo obligarían a cumplir con las resoluciones de la ONU. Dado que no hacen nada de esto, es evidente que no les interesa en absoluto defender la democracia, la justicia, ni nada por el estilo.
Los motivos de la intervención
La explicación más sencilla y evidente de la intervención es el petróleo. Sin embargo, hay que entender que no es el único motivo del ataque.
Un motivo potencial que se debe descartar es que Gadafi sea un «enemigo del imperialismo»; a esto volveremos más adelante.
El enemigo real del imperialismo es la ola de revoluciones que se extiende por la región. Ya cayeron Ben Ali en Túnez y -mucho más grave por su importancia respecto a Palestina- Mubarak de Egipto. Otros muchos dictadores aliados se enfrentan a movimientos más o menos grandes, como también lo hace Asad, en Siria, que es aliado o amigo de Occidente según el momento. Las revoluciones tomaron desprevenidos a todos los dirigentes del mundo; todos sus servicios de espionaje no sirvieron para nada.
Si logran crear en Libia un gobierno estable prooccidental, esto podría ayudar a frenar el proceso revolucionario. Por un lado, fortalecería el elemento de «cambiarlo todo para que nada cambie», que es la mayor esperanza de EEUU para salvar los muebles, ahora que las revoluciones están en marcha. Por otro, supondría tener un aliado ubicado estratégicamente justo entre Egipto y Túnez, los dos países en los que el proceso revolucionario más ha avanzado hasta el momento. De esta manera, EEUU y sus aliados tendrían más capacidad «disuasoria» ante posibles cambios más radicales en estos países. (Por supuesto, este argumento sólo es válido si se reconoce que hay revoluciones en marcha en Egipto y Túnez; a esto también volveremos).
Para EEUU, cuyas desastrosas ocupaciones de Afganistán e Irak lo han debilitado mucho en la región, el hecho de presentarse como defensor de los libios le podría ayudar a recuperar posiciones, y servir de justificación para sus acciones militares.
Finalmente, un aspecto interesante del ataque a Libia es la manera en que Francia se reafirma como potencia militar, tras su coqueteo verbal (que incluso algunos intelectuales del Foro Social Mundial se creyeron) con el pacifismo en 2003. Aquí hay un complicado juego poliédrico de alianzas y rivalidades entre las diferentes potencias imperialistas: EEUU, los diferentes países de la UE; China; Rusia… Tendremos que estar atentas y atentos.
Gadafi no es de los nuestros
A estas alturas, sorprende tener que insistir en esto, pero vale la pena comentarlo brevemente.
La toma de poder en Libia, en 1969, por parte de un grupo de militares -inspirados en la hazaña de 1952 de los oficiales libres egipcios- fue una acción desde arriba, sin apenas movilización social. Como en tantas luchas anticoloniales, hubo mejoras sociales pero se pasó más o menos pronto de la liberación a un régimen autoritario. En los años 70, Gadafi ya era un dictador, pero con suficiente retórica radical como para engañar a ciertos sectores de la izquierda y asustar a los gobiernos de Occidente.
En los 90, sin embargo, tras la caída de la URSS, los gobiernos occidentales y Gadafi empezaron a entenderse; a los primeros les interesaba el petróleo, mientras que el último buscaba apoyo frente al crecimiento en la región de grupos islamistas del estilo de Al Qaeda. Tras el 11-S, Gadafi fue recibido como el hijo pródigo, cortejado por Italia, Francia, Gran Bretaña… Estos tres países le suministraron dos tercios de las armas que utiliza ahora contra la oposición. Gadafi, por su parte, hizo cada vez más explícito su papel de aliado fiel de Occidente, presentándose como el baluarte contra el islamismo radical y la inmigración desde África.
Incluso durante el conflicto actual, Gadafi ha intentado defenderse afirmando que financió la campaña electoral de Sarkozy y buscando el apoyo de Israel.
La retórica radical que Gadafi ha recuperado en los últimos días no debe engañar a nadie. No es antiimperialista, sino un sirviente del imperialismo caído en desgracia, como lo era Sadam Husein. Quienes intentan mantener lo contrario sólo dificultan la movilización contra el ataque militar occidental y, más en general, fomentan la confusión respecto a qué supone oponerse al imperialismo.
La revolución libia es tan real como las otras
Algunos de los defensores de Gadafi intentan presentar las luchas en Libia como algo totalmente diferente a las revoluciones en marcha en otros países de la región. Se argumenta que las protestas en Libia son «tribales», o bien obra de agentes de la CIA. Se nota la contradicción al alabar los «avances sociales» traídos por Gadafi, para luego afirmar que la sociedad libia es demasiado atrasada como para llevar a cabo una lucha política que no sea tribal o dependiente de un poder extranjero.
En realidad, todas las revoluciones de la región tienen cosas en común y elementos muy específicos. En Yemen, la división del país durante la Guerra Fría -con un norte pro occidental y un sur aliado con Moscú- aún pesa mucho. Desde la unificación del país en 1990, quien manda es Saleh, el antiguo dirigente del norte, lo que contribuye a las luchas en el sur. Por otro lado, en el norte un factor importante son las tribus chiítas. En Bahrein, la división religiosa también es clave: el rey es sunita, apoyado por Arabia Saudita; la mayoría de la población, y por tanto de las y los manifestantes, son chiítas… con lo cual algunos los ven como una quinta columna de Irán, también mayoritariamente chiíta.
Así que la lógica que dice que Libia no es una revolución debido a tal o cual factor específico lleva a descartar todas las revoluciones de la región. Por poner un ejemplo, un tal Manuel Freytas escribió que «El objetivo de la ‘democratización’ (que comienza por Túnez y Egipto) es […] instalar gobiernos títeres legitimados en las urnas […] En términos estratégicos, el reemplazo del régimen ‘militarista’ de Mubarak por un gobierno ‘democrático’ elegido en las urnas significa la combinación del ‘poder duro’ (El Pentágono) con el ‘poder blando’ (el Departamento de Estado) dentro de un dispositivo convergente de control por ‘izquierda’ y por ‘derecha’.» O sea, todo es una maniobra desde arriba, de la CIA y el Pentágono…
Lenin explicó en 1916 que en todas las revoluciones auténticas hay factores diversos, luchas de la pequeña burguesía por cuestiones nacionales, religiosas, etc. y que «quien espera una revolución social pura, no la verá jamás. Será un revolucionario de palabra, que no comprende la verdadera revolución».
La debilidad corrompe
El revolucionario judío palestino, Tony Cliff, solía decir que «el poder corrompe, la falta de poder corrompe absolutamente». La debilidad de los dirigentes opositores ante los ataques de Gadafi los llevó a corromperse, buscando el apoyo de Occidente.
No es la primera vez que ocurra algo así. En Irak, los principales partidos del Kurdistán iraquí, que tenían historiales de lucha antiimperialista, pasaron en 1991 a ser aliados de EEUU. Los dirigentes de estos partidos se corrompieron totalmente, pero esto no es un motivo para dejar de defender los derechos nacionales del pueblo kurdo.
Los dirigentes de la oposición que buscan la intervención occidental no han ido tan lejos como los kurdos, pero cometen un grave error. Piensan que pueden pactar con el diablo a medias, exigiendo una zona de exclusión, pero oponiéndose a cualquier presencia de tropas extranjeras. En realidad, la misma lógica que justifica ataques con aviones extranjeros también podría justificar ejércitos extranjeros y una ocupación en toda regla.
Por muy desesperada que fuese la situación de la revolución bajo las bombas de Gadafi, la intervención extranjera la debilitará aún más. No se puede hacer una revolución bajo la protección militar de EEUU y cía. Una revolución no es principalmente una cuestión militar, sino social. El punto débil de la revolución libia ha sido Trípoli, donde Gadafi ha mantenido la hegemonía, a pesar de las protestas en muchos barrios obreros. Los bombardeos occidentales en la ciudad no mejorarán el balance político a favor de la revolución, sino que reforzarán al dictador.
¿Cuál es la alternativa? Algunos hablan de imponer sanciones al régimen de Gadafi, dejando de comprarle petróleo o venderle armas, por ejemplo. Parece de sentido común, pero si a la vez se siguen vendiendo armas y comerciando con Israel, Arabia Saudita, etc., se reproduce el doble rasero evidente con el ataque militar. Y es obvio que las ganas de los países occidentales de tomar medidas contra Gadafi no se extienden a los demás gobiernos dictatoriales y/o asesinos. Tampoco debemos olvidar los terribles efectos sobre la población iraquí de las sanciones que sufrió su país en los años 90. Es «realista» exigir sanciones contra Gadafi, porque los poderosos pueden apoyarlas; no lo es en los demás casos, porque ellos no las querrán aplicar.
La verdad es que la izquierda y los movimientos sociales internacionales no tenemos una manera fácil de resolver el problema, como no la tenemos para el conflicto palestino, ni mucho menos ante el hecho de que unos 20 mil niños en todo el mundo mueren cada día de enfermedades y hambre. Si la propia revolución hubiera logrado derribar a Gadafi, habría sido un paso positivo en el cambio global que necesitamos. Pero el fortalecimiento del imperialismo mediante su intervención en Libia -con las justificaciones y excusas humanitarias que sean- fortalecerá al FMI, al Banco Mundial, a la Organización Mundial del Comercio, y a las demás agencias que provocan estos 20 mil muertos infantiles diarios. ¿Quiénes son los que no se preocupan por la pérdida de vidas humanas?
Una solución, revolución
Esto ya no es lema abstracto. La alternativa a la intervención occidental es la revolución en la región… y esperemos, con el tiempo, más allá.
Es esencial entender que la revolución tunecina no acabó en enero, y que la egipcia no terminó con la caída de Mubarak el 11 de febrero; eso fue sólo el principio. Si logran derribar a los dictadores en otros países -Yemen, Bahrein, Siria…- también será sólo un paso de un largo proceso.
Quienes argumentan que las revoluciones han cambiado muy poco pierden de vista que la polarización sigue dentro de ellas. En Egipto, por ejemplo, la organización y las luchas obreras van creciendo y planteando las demandas económicas que surgieron a partir de 25 de enero, al lado de las exigencias democráticas. En Túnez, cuando la mayoría de los corresponsales internacionales ya se habían marchado, hubo nuevas protestas, y volvió a caer el gobierno.
Una nueva victoria importante de cualquiera de estas revoluciones podría dar nuevas alas a la revolución en Libia, en varios sentidos.
Por encima de todo, volvería a poner la revolución y la lucha social en un primer plano, apartando del escenario de la «democratización» a las fuerzas occidentales.
Bajo las bombas, Gadafi puede imponer un control más férreo que nunca, en nombre de la defensa de la patria. Si no hay alternativa, mucha gente lo aceptará. Un nuevo impulso a la revolución podría recordar a los que rechazan la dictadura que las opciones no se limitan a Gadafi u Occidente.
Tampoco hay motivos para pensar que el este de Libia, que parece que por ahora seguirá en manos del Consejo liderado por ex colaboradores de Gadafi, no pueda experimentar debates y cambios políticos. Mientras la revolución avanzaba, había conflictos entre el Consejo y los comités de ciudad o de barrio en las zonas liberadas. Era difícil saber con exactitud qué pasaba, pero parecía que el Consejo era más partidario de aliarse con Occidente que los comités locales; de ahí que activistas de base detuvieran a los agentes de las fuerzas especiales británicas que intentaban llevar a cabo una operación secreta en el este de Libia. Quizá, bajo las bombas de Gadafi, incluso estos grupos locales se dejaron convencer por la idea de la intervención extranjera, pero con el tiempo -y viendo la actuación de Occidente por un lado, y de las revoluciones árabes, por otro- las diferencias pueden volver a abrirse, en este y otros temas.
La mejor esperanza para romper el régimen de Gadafi no son las bombas extranjeras, sino un movimiento social que plantee una alternativa política y social capaz de atraer a la gente trabajadora y a las capas bajas del ejército de ambas partes del país, actualmente dividido. Esta alternativa no vendrá del Consejo de ex ministros de Gadafi, menos aún del propio Gadafi.
Y ¿nosotr@s?
Como ante el ataque a Afganistán en 2001, y contra Irak en 2003, tenemos que insistir en el «No a la guerra», no a la intervención occidental. Pero la situación es más difícil y compleja que nunca.
Mucha gente que se resistió a las tentaciones de la intervención humanitaria en aquellos casos ha cedido esta vez. Iniciativa per Catalunya votó a favor de una «Zona de exclusión aérea»; incluso un intelectual marxista normalmente lúcido como Gilbert Achcar se ha dejado llevar. Según él: «desde una perspectiva antiimperialista uno no puede ni debe oponerse a la zona de exclusión aérea, dado que no existe ninguna alternativa plausible para proteger a la población amenazada».
No sería sensato centrarnos en denunciar a las personas que toman esta actitud como a agentes del imperialismo; más productivo será el debate paciente, junto a un seguimiento cuidadoso de los acontecimientos. Inevitablemente, tarde o temprano se darán cuenta de su error.
Un movimiento contra la intervención no tiene por qué excluir a la izquierda pro Gadafi, pero sería un suicidio político permitir que su visión, extremadamente minoritaria, fuese el discurso del movimiento.
El reto principal en las próximas semanas, quizá meses, respecto a Libia, será romper el mito de la intervención humanitaria. Logramos romperlo respecto a Irak, se ha ido debilitando en Afganistán, con Libia parece que quieren recuperarlo. Hará falta mucha explicación paciente para evitar que lo logren.
Con lo que hay que romper, más que nada, es con la idea de que la política se limita a escoger a cuál país o cuál dirigente seguir. Antes era ¿EEUU o la URSS?, ahora es ¿Sarkozy o Gadafi? ¿Obama o Ahdeminejad?… ¿Zapatero o Rajoy?
Las revoluciones en Túnez y, por encima de todo, en Egipto nos demuestran que la política de verdad consiste en la gente corriente colaborando, luchando conjuntamente para cambiar sus vidas y así cambiar el mundo.
Respecto a la intervención en Libia, más que discutir las disposiciones militares en según qué zona del país, debemos plantearnos una pregunta mucho más sencilla.
¿Nos fiamos o no de nuestros dirigentes?
Si nos fiamos de ellos para solucionar los problemas internacionales, ¿por qué no también fiarnos de ellos para arreglar la crisis? Si aceptamos los bombardeos en Libia como un intento serio de conseguir la paz y la democracia, ¿por qué no aceptar los regalos millonarios a la banca, y los recortes sociales, como un intento de conseguir la justicia social?
En cambio, si sabemos de sobra que son unos mentirosos corruptos, incapaces de hacer nada bien para la gente corriente de su propio estado, ¿por qué debemos pensar que van a hacer algo bueno para el pueblo libio?
No, con todo, debemos inspirarnos en el espíritu de Tahrir.
No a la intervención, sí a las revoluciones árabes.
David Karvala es militante de En lluita / En lucha.
http://enlucha.org/site/?q=node/15874
[VERSIÓ EN CATALÀ: http:://www.enlluita.org/site/?q=node/3454]