Las rebeliones y luchas en el Norte de África durante este otoño han sido observadas con admiración o con cierto escepticismo por parte de la opinión pública occidental. Por un lado, Túnez ha sido muy a menudo subestimado o simplemente tachado por cuestiones de interés económico y político: ¿será realmente revolución o tan «sólo» una […]
Las rebeliones y luchas en el Norte de África durante este otoño han sido observadas con admiración o con cierto escepticismo por parte de la opinión pública occidental. Por un lado, Túnez ha sido muy a menudo subestimado o simplemente tachado por cuestiones de interés económico y político: ¿será realmente revolución o tan «sólo» una rebelión por el pan y, por ende, contingente? Por el otro, ha sido reprobado, como todo país de Maghreb, a través del peligro del fundamentalismo islámico. ¿Qué piensa usted de la revolución tunecina y de su nivel de concienciación y madurez? ¿Es el derrumbe de una dictadura, una rebelión contra la crisis y el paro intelectual, ambas cosas, o qué más?
La opinión pública occidental ha intentado encajar los levantamientos populares en Túnez y en el resto del mundo árabe en los prejuicios y clichés construidos en las últimas décadas por gobiernos y medios de comunicación: una zona del mundo primitiva y fanática que, por tanto, sólo podía alzarse a causa del hambre o con reivindicaciones religiosas. Lo que han demostrado los acontecimientos es que esta visión, compartida por un cierto sector de la izquierda, era enteramente falsa. Si los factores económicos -el paro juvenil, el trabajo precario o el aumento de los precios de los alimentos- han jugado un papel importante, mucho más decisiva ha sido la «miseria vital» impuesta por la dictadura a toda la población, y muy especialmente a los jóvenes, durante 50 años. Esa «miseria vital» tiene que ver con la combinación de corrupción y despotismo que literalmente ha mancillado a todos y cada uno de los tunecinos. Eso explica que las fracturas sociales y las diferencias de clase quedaran provisionalmente suspendidas en una especie de segunda guerra de independencia convocada en torno a la bandera y el himno nacional. En este contexto de revolución nacional, social y democrática -como la describe el activista y analista Fathi Chamkhi- el islamismo también quedó momentáneamente fuera de juego y ha tenido que ir a remolque del movimiento popular, moderando mucho su discurso. Lo que no impide que el gobierno provisional -como hizo antes Ben Alí- utilice el fantasma islamista para amedrentar a las clases burguesas, introducir divisiones y contener la radicalidad de las demandas populares.
Hemos participado en la Caravana Unidos por la Libertad, del 2 al 12 de abril en Tünez, lo cual nos ha permitido hablar un buen rato con los protagonistas de la revolución, intentando aprender de ellos cómo establecer nexos ante el complejo panorama que se nos presentaba: un gobierno provisional, en opinión de muchos todavía corrupto, y la preparación de las elecciones para la Asamblea Constituyente, cuya tarea consistirá en reescribir la Constitución y poner en marcha un programa de transición para el país.
Como sabemos, tras la disolución del gobierno de Ghanoushi bajo presión popular a finales de febrero, se nombró primer ministro del gobierno provisional a Beji Caid Essebsi, un antiguo ministro del interior de Bourguiba implicado en la persecución y tortura de opositores (entre otros Gilbert Naccach y su grupo de izquierda comunista Perspective). Mientras escribo estas líneas las protestas y manifestaciones se han reactivado en todo el país después de que Farhat Rahji, exministro del interior hasta el 28 de marzo, denunciara la existencia de un gobierno en la sombra decidido a impedir la ruptura con el régimen anterior. Los manifestantes, duramente reprimidos por la policía, exigen de nuevo la disolución del gobierno, el cual ha restablecido el toque de queda y ha amenazado con retrasar las elecciones a la Asamblea Constituyente, previstas para el 24 de julio. Entre tanto, la ley electoral ha sido ya elaborada y aprobada por la «Instancia Suprema para la Realización de los Objetivos de la Revolución, la Transición Política y la Democracia», una comisión encabezada por el prestigioso jurista Ben Achur y en la que, tras forcejeos y presiones populares, fueron admitidos representantes de todos los grupos que forman el Consejo Nacional de Protección de la Revolución, entre ellos el izquierdista Frente 14 de Enero y el islamista Nahda. La ley electoral constituye ya un gran logro rupturista y progresista, como lo demuestra la polémica generada por los artículos 15 y 16. El primero impide presentarse a las elecciones a todos aquellos que hayan ocupado cargos públicos en los últimos 23 años; el segundo establece una absoluta paridad de género en las listas electorales, que deberán alternar mujeres y hombres al 50%. Estos dos artículos han sido ya contestados por el primer ministro y por sectores recedistas que, tras dos meses de silencio y encogimiento, vuelven a salir a la calle.
¿Cree usted que se logrará encontrar un punto de equilibrio entre la plaza, que no quiere se le arranque «su» revolución, y el palacio? Qué capacidad de maniobra e intervención ve usted para la UGTT en estas elecciones?
Como dice Farouk Jhinaoui, «el día 14 de enero acabaron las revueltas y empezó la revolución». A medida que los medios internacionales se ocupan menos de Túnez, las luchas políticas y sociales se hacen cada vez más agudas. En el ámbito político es evidente la resistencia del gobierno provisional a acometer una verdadera ruptura con el régimen de Ben Alí y, a fin de neutralizar las protestas y obtener legitimidad, aplica una «estrategia de la tensión» de manual: airea el fantasma del islamismo, el golpe de Estado y la debacle económica y gestiona maliciosamente la inseguridad de un país en el que se han reactivado las milicias, a las que el gobierno no puede o no quiere contener. La policía está en parte fuera de control y en parte se la deja hacer, para crear una atmósfera de terror que obligue a los ciudadanos a reclamar orden y seguridad. En estas condiciones, la lucha política tiene que ir acompañada de movilizaciones populares que frenen, como usted dice, un proceso ya evidente de confiscación o secuestro de la revolución. Y aquí la UGTT cumple un papel fundamental. Siempre lo ha jugado. Desde el principio ha sido la dirección de la UGTT la que ha impuesto el ritmo y los límites de los cambios revolucionarios, muchas veces frenados desde el propio sindicato. Esa dirección, encabezada por Abdel Jrad, fue cómplice del régimen y está implicada en casos de corrupción y de represión (y hasta de persecución de afiliados), pero hay que contar con ella, al menos hasta las elecciones sindicales de noviembre. Porque bajo el paraguas de la organización han operado durante la dictadura todas las fuerzas ilegales o clandestinas, configurando bases sindicales bien organizadas y mucho más radicales (al menos en algunas zonas de Túnez y en algunas ramas sectoriales) que no han dejado de presionar a la dirección. Han sido esas presiones las que han logrado tumbar tres gobiernos e imponer la Asamblea Constituyente. En el actual contexto de retroceso y reacción, las decisiones del sindicato van a ser de nuevo decisivas.
Otro gran reto es economía. Muchos son los problemas y los desafíos por enfrentar: la corrupción, el paro, la confusión política y la construcción de un gobierno democrático. Para muchos, después de la revolución el país es aún más pobre, los empresarios extranjeros han huido y Túnez ha sido cancelado de los destinos de muchos itinerarios turísticos. «Se come siempre menos y ya no hay trabajo… quien tenía el taxi en el garage ha vuelto a sacarlo». Más libres, ¿pero aún más pobres?
Las causas socioeconómicas del levantamiento, en efecto, no han dejado de agravarse. A los datos que usted cita -el descenso vertiginoso del turismo y el cierre de fábricas de capital extranjero- hay que añadir el retorno de 70.000 emigrantes que trabajaban en Libia y que han vuelto precisamente a las zonas más desfavorecidas del país, cuna de las protestas. Los índices de desempleo, ya altísimos, se han disparado y la frustración de los jóvenes, protagonistas de la revolución, no deja de aumentar. Las huelgas sectoriales, ocupación de edificios públicos, manifestaciones y cortes de carreteras se suceden desde hace meses y lo cierto es que ningún gobierno imaginable podría resolver con un golpe de varita problemas estructurales acumulados durante décadas. Menos aún un gobierno provisional que, mientras hace algunas concesiones diminutas para rebajar la insatisfacción -subsidios de desempleo o eliminación de las subcontratas en el debilitado sector público- se ha comprometido ya, no obstante su falta de legitimidad, con las mismas políticas económicas neoliberales que emprendió Ben Alí y llevaron a la catástrofe. En lugar de suspender, por ejemplo, el pago del servicio de la deuda, como solicita CATDM-ATTAC, ha solicitado y obtenido nuevos créditos del Banco Mundial y orienta todo su esfuerzo, no a recuperar y fortalecer el sector público privatizado por el dictador, sino a atraer inversiones extranjeras -lo que implica «estabilizar» el país a cualquier precio. Las visitas reiteradas de altos dirigentes de la UE y de EEUU a Túnez, y la propuesta de «modelos de transición» a la polaca o a la española, dejan muy clara cuál es la orientación económica que, al menos hasta las elecciones y si la presión popular no lo impide, se ha escogido para Túnez: una vía que sólo puede llevar a nuevas fracturas sociales y a nuevos levantamientos populares.
Cerca de un millón de jóvenes tunecinos, sobre una población de 10 millones, vive en el extranjero, sobre todo Francia, Italia y Alemania. Hemos asistido a la completa ausencia de ayudas europeas frente a los recientes flujo migratorios desde el Norte de África. ¿Cuál es el papel de Túnez en esta ruta Libia-Túnez-Italia ?
Como bien relata el periodista italiano Gabriele del Grande, la cercanía de Lampedusa y de la costa italiana ha convertido a Túnez en los últimos años en uno de los focos centrales de irradiación migratoria desde Africa hacia Europa. Y convirtió a Ben Alí -como a su colega Gadafi- en un socio privilegiado de las políticas migratorias europeas; es decir, de eso que el teólogo de la liberación Franz Hinkelammert define como un «genocidio estructural» (más de 10.000 seres humanos ahogados en el mediterráneo en los últimos 20 años). Junto a la continuidad de la política económica, la intensa actividad diplomática de los últimos meses de la UE en Túnez está dirigida a garantizar que cualquier gobierno tunecino que ocupe el poder va a mantener también los mismos acuerdos en materia migratoria; es decir, va a seguir reprimiendo a todos los que quieran ejercer su inalienable derecho al movimiento. Como sabemos, la hipocresía de las potencias occidentales en este terreno es de una inmoralidad ignominiosa. Digamos que sus políticas neocoloniales en el norte de Africa han impedido durante años el «derecho de arraigo» -es decir, el derecho de todo ser humano a vivir dignamente en su propio territorio- y el «derecho al movimiento» -el derecho a ir y volver. Sin poder quedarse y sin poder partir, los tunecinos, como la mayor parte de los pueblos del Tercer Mundo, se han convertido en emigrantes en su propio país, alienados y prisioneros en su propia casa, y ésta es una de las razones profundas de las protestas también: la reinvindicación, al mismo tiempo, del derecho sobre el propio territorio y del derecho a abandonarlo. Un elocuente cartel escrito en un italiano muy precario así lo declaraba en la segunda ocupación de la Qasba: «Io non voi andare Italia in barca». En el sentido de que los tunecinos no quieren emigrar (con todo lo que implica de riesgos y malos tratos) sino viajar, como hacen los europeos. En cuanto a la política de la UE, es de sobra conocida: apoyó la dictadura de Ben Alí y, ahora que elogia el coraje de los jóvenes tunecinos y dice apoyar la democracia, sigue gastando su dinero, no en ayudar a los que dice apoyar sino en reprimir sus derechos democráticos, generando al mismo tiempo un problema que -además de alimentar el racismo europeo- amenaza con reventar la propia UE y sus instituciones.
El fundamentalismo islámico no parece destinado a una extinción inmediata, no obstante la presunta eliminación física de su líder, ¿cuál es su papel en las posibilidades de transición democrática en Tünez y, por lo general, en África del Norte?
Yo no lo plantearía así. Diría más bien que la eliminación física de Bin Laden busca precisamente, entre otras cosas, reactivar un fundamentalismo islámico que había sido ya arrinconado o marginado por los propios árabes. Al-Qaida ha sido siempre una especie de «marca comercial» bajo la cual operaban grupúsculos extremistas y servicios secretos locales o extranjeros. Pero el apoyo popular con el que cuenta, como demuestran las propias revueltas, es muy minoritario. Puede decirse con el escritor libanés Khaled Saghiya, que los árabes habían vencido a Bin Laden mucho antes que Obama. Pero frente a Al-Qaida, que no representa a nadie (salvo intereses geoestratégicos muy turbios) el islam político sí juega y va a jugar un papel importante en la «transición» hacia un nuevo mundo árabe. No se descarta incluso que ese islam moderado y democrático sea una de las bazas de Estados Unidos en la región; así lo sugiera Samir Amin, por ejemplo, para Egipto. En todo caso, estas fuerzas islamistas (el Nahda en Túnez o los Hermanos Musulmanes en Egipto, Jordania y Siria) se han visto obligadas a adoptar un perfil muy bajo como consecuencia de las presiones populares y su modelo de gobierno tiene como referente el del AKP en Turquía: capitalismo occidental y moral musulmana, una combinación que a la larga no va a solucionar ningún problema ni a satisfacer ninguna de las demandas populares. Si se les hubiese dejado gobernar hace veinte años, hoy probablemente el mundo árabe sería mucho más de izquierdas. Habrá que dejarles gobernar, en todo caso, si así lo deciden estos pueblos alzados en favor de la democracia.
La Unión Europea no ha tenido una política unitaria de acogida de prófugos. En Europa y en Italia la gente ha considerado las olas migratorias de estos últimos meses como a una especie de invasión, y de ello ya están sacando provecho las fuerzas políticas de derechas. ¿Se trata simplemente de la clásica falta de solidaridad por parte de personas más afortunadas, de racismo o hay más bien un miedo de «colonización de vuelta», de pérdida de una presunta identidad, además que de beneficios?
Las clases gobernantes europeas manejan todos los temores que usted cita en un momento de crisis económica que ha hecho aumentar mucho, entre los sectores europeos más desfavorecidos, las dificultades, la precariedad y el desempleo, un excelente caldo de cultivo para el neofascismo populista que se extiende un poco por toda Europa. Mediante lo que Pasolini llamaba «el hedonismo de masas» el capitalismo ha roto todos los mecanismos de la solidaridad natural (y hasta de la compasión instintiva) y ha impuesto una síntesis orgánica de ignorancia/miedo/interés como regla espontánea de las relaciones humanas entre sujetos privados. La ignorancia se expresa en esta defensa de la «identidad» por parte de países no sólo construidos a partir del magma de muchas culturas diferentes sino que han sucumbido en los últimos años, sin resistencia y con entusiasmo, a la invasora cultura estadounidense. También en la aceptación del término «invasión» por parte de poblaciones que, como la italiana o la española, han mandado millones de emigrantes durante décadas fuera de sus fronteras y que ahora mandan soldados a invadir realmente las naciones que sus políticas empobrecen. El miedo, la ignorancia y el interés, en cualquier caso, se mezclan de manera casi indiscernible, porque un mecanismo humano de defensa elemental es el de tener interés en no ver lo que puede perjudicarnos a corto plazo. Este corto plazo, propio del capitalismo y su reproducción acelerada del beneficio ampliado, pone una especie de aterrorizado velo de ignorancia interesada entre el inmediato consumo individual de mercancías y la crisis general -ecológica, política, económica, moral- que vive el planeta. Esta reacción paradójica frente a las víctimas que piden socorro, experimentadas como agresoras, es sólo un síntoma individual de una crisis global.
Una de las perspectivas abiertas por los sucesos de este otoño ha sido la de la difusión de un malestar económico y social más allá de las fronteras nacionales, advertido sobre todo por los jóvenes. Los estudiantes europeos, que también hemos asistido a un tibio despertar de conciencias, hemos tenido la asombrosa revelación de que entre nosotros y los jóvenes norteafricanos hay mucho más en común de lo que pensabamos ¿Cree usted que se están sentando las bases para hablar de nuevo de una dimensión internacional(-ista) de los conflictos sociales?
Me parece muy importante lo que usted dice. Una de las tesis que sostengo desde hace algún tiempo es la de que las revueltas árabes han demostrado que la «juventud» no es ya una franja de edad ni una sustancia biológica o edípica, condenada a chocar, como querían Ortega y Gasset o Freud, con sus mayores «por naturaleza», sino una «clase social», en el sentido más estricto del término: porque en ambos lados del mediterráneo los jóvenes son víctimas de la misma explotación económica -a través del trabajo precario, el paro y la «miseria vital»- y porque comparten el mismo imaginario subjetivo y la misma conciencia global, alimentada por tecnologías paradójicas que entran en contradicción, al generalizar un deseo sin satisfacción, con la misma estructura económica en cuyo seno han nacido. La juventud, sí, es hoy una clase social global que autoriza a gritar de nuevo, ligeramente modificada, la consigna marxista por antonomasia: «Jóvenes del mundo, uníos». Hace poco, llegando al Madrid consumista desde el Túnez revolucionario, me encontré con una manifestación convocada bajo el lema: «Juventud sin futuro». Los jóvenes que participaban en esta manifestación eran exactamente los mismos que yo había visto en las protestas de Túnez. La actitud de la policía, por cierto, también.
En estos años se ha hablado mucho de las «raíces cristianas de Europa». ¿Qué decir, en cambio, de las raíces mediterráneas (del mundo clásico, greco-romano, y no sólo) de nuestro continente? ¿Cuáles son, en su opinión, las implicaciones de uno y otro enfoque?
Escribía yo hace poco que el mediterráneo es el mar más «culto» de Europa, el menos «natural»: está lleno de zapatos; es decir, de muertos. Pero esos muertos -víctimas de muros y de batallas- nos hablan también de una comunidad cultural y de una continuidad histórica sin la cual no podemos entender las disputas y las guerras, pero tampoco los regalos recíprocos a un lado y otro del mar. Hablar de «raíces cristianas» de Europa es no sólo corto de miras (dos diminutos milenios) sino claramente ideológico. La geografía se inscribe claramente en lo que Braudel llamaba «las largas duraciones» y esas largas duraciones, en el caso de Europa, nos hablan también de Mesopotamia, de Egipto, por supuesto de Grecia, y de todo el limo cultural, procedente de distintas civilizaciones, que ha convergido en las aguas del mediterráneo. La cultura -término vinculado etimológicamente al «cultivo» neolítico- tiene raíces, sí, pero tiene sobre todo flores polinizadas desde el aire, por todos los vientos, donde es la contaminación, y no la pureza, la que determina los cambios y los progresos. Por eso, es la derecha la que habla de «raíces cristianas», como parte de una ideología beligerante y racista que en los últimos años ha jugado el papel miserable de lubricar los conflictos, las exclusiones, los retrocesos de las libertades y los derechos, en el marco de la llamada «guerra contra el terrorismo».
rCR