Dukati Rujab entra en Abu Salim, la prisión más conocida de Trípoli, como un niño nervioso, arrastrando a sus amigos por la camiseta. Una semana antes de la irrupción de los rebeldes en la capital, este joven barbudo sólo podía caminar a través de los oscuros pasillos del corredor de la muerte vestido con el […]
Dukati Rujab entra en Abu Salim, la prisión más conocida de Trípoli, como un niño nervioso, arrastrando a sus amigos por la camiseta. Una semana antes de la irrupción de los rebeldes en la capital, este joven barbudo sólo podía caminar a través de los oscuros pasillos del corredor de la muerte vestido con el mono rojo que delataba los condenados a la ejecución. Fue detenido cuando comenzaron las protestas, allá por febrero. Nunca pensó que sadría de ahí sin embalsamar. Ahora, regresa a todas aquellas estancias acompañado de quienes le esperaban al otro lado. Volver a Abu Salim se ha convertido en un rito. Realizar el camino inverso en aquella cárcel en la que 25 hombres compartían una botella de agua, donde la sala de tormento y el dentista se dividían por una pared y cuyos muros ocultan el paradero de cientos de presos que fueron asesinados durante un motín en 1996.
«Ya no quedan marcas, pero fue aquí». Kamal Abu Mamuma, encarcelado entre 1996 y 2000, pasea solo y en silencio. Asegura que llegó a la prisión semanas después de la matanza. «Antes no era así. El suelo era de arena y en las paredes todavían podían verse las marcas de los disparos. El régimen mejoró las condiciones de vida de los presos cuando comenzaron a llegar grupos de Derechos Humanos tras los acuerdos de Gadafi con Occidente», señala Abu Mamuma. El patio en el que este hombre espigado y barbudo sitúa la masacre es una galería abierta, con rejas metálicas en la parte superior y donde un corredor elevado habría permitido a los carceleros disparar desde las alturas contra los presos amotinados.
Las dudas sobre la fosa común
La matanza del 96 es una de las historias que más se han repetido desde el 17 de febrero, cuando Bengasi (y todo el este de Libia, así como Trípoli y otras ciudades como Misrata) estallaron en protestas. De hecho, las manifestaciones habían comenzado dos días antes, cuando familiares de aquellos prisioneros desaparecidos se sublevaron tras la detención de su abogado, Fathi Terbil. Durante estos seis meses no ha sido difícil encontrar testimonios sobre los horrores sufridos. Aunque los restos de la masacre siguen sin aparecer. Hace una semana, el Consejo Nacional de Transición anunció haber descubierto la fosa común donde se enterraron los cuerpos. Una vez más, mintieron. Los restos solo eran huesos de camello, tal y como reveló Jean Louis Le Touzet, periodista de «Liberation». Otro titular falso que ha espoleado a quienes se aferran a la eterna conspiración para convertir en mentira todas las violaciones de los derechos humanos denunciadas por los opositores libios.
Lo que nunca podrán cuestionar es la sangre seca que todavía permanece en una de las salas ubicadas en esta misma cárcel. Su inconfundible color rojizo esparcido por el suelo. Las náuseas que provoca una estancia siniestra, donde la gente entra en silencio, imaginando cuántos pasaron por aquí y terminaron destrozados cuando no ofrecían la respuesta correcta al interrogador. Tampoco podrán negar el uso de electrodos. En la pared, colgando del cuadro que controla las luces de las diferentes galerías, seis cables con los extremos pelados. ¿Hace falta explicar para qué servían? Los carceleros, sorprendidos ante la irrupción de los milicianos, salieron corriendo del recinto. Ni siquiera les dio tiempo a limpiar las evidencias de la tortura. Como si fuese una ironía macabra, un cartel de la caridad libia decora este habitáculo sencillo, habilitado con una mesa, una silla y cables para electrocutar a presos.
«¿Qué le has hecho a mi pueblo?», clama Mohammed Hammuda, llorando, frente a un potro de tortura ubicado otra sala, esta vez, en los sótanos. Un ex prisionero explica que los carceleros lo ataban una de las literas apoyadas en la pared y lo golpeaban en los testículos. El relato concentra la atención de los curiosos y de antiguos represaliados que regresan a sus celdas como si quisiesen ajustar las cuentas con las paredes que los encerraron. Llegan, se miran cara a cara con ese sufrimiento aleatorio y sin fecha de caducidad y se marchan. En el trayecto, recogen los recuerdos de las pequeñas rutinas que los mantuvieron a flote durante el encierro. Como Dukati Rujab, que sale, con una enorme sonrisa, cargado con una caja de papeles meticulosamente doblados y tapas de cartón manuscritas. Los ha extraído del canal que conduce los cables de su celda. Son las minúsculas cartas que intercambió con sus compañeros de galería. Recuperarlas era su objetivo. Con las cartas en la mano, Rujab abandona la prisión. Nadie podrá decirle que él no estuvo en ese infierno.